A la izquierda se le presupone el compromiso con la paz, y eso es lo importante.
Aunque en ocasiones pueda entenderse como obligaciones de la llamada Realpolitik, es difícil no sentir repugnancia ante la visión de todo un presidente de Estados Unidos sonriendo y celebrando con un dictador totalitario. No lo fue cuando Jiang Zeming visitó los EEUU de Clinton, no lo fue cuando Obama visitó la Cuba de los Castro y no lo ha sido ahora con la amigable reunión de Trump y Kim Jong Un en Singapur.
Es verdad que Donald Trump es en muchos aspectos completamente distinto a anteriores presidentes de Estados Unidos, y en pocas cosas lo es más que en política exterior y en el trato con los demás líderes políticos, tanto de dentro como de fuera de sus fronteras. Es un promotor inmobiliario acostumbrado a negociar y persuadir con un estilo y unos modos que ha trasladado a una Casa Blanca y a una diplomacia internacional muy poco acostumbradas a ellos. De ahí que hace unos meses insultara al Kim actualmente en el poder y se burlara de él llamándolo «Little Rocket Man» en Twitter –provocando una histeria nuclear bastante alarmista y ridícula– y en Singapur todo hayan sido sonrisas y decir que el tirano «quiere lo mejor para sus ciudadanos», aunque los someta por el hambre y el terror.
El acuerdo de Singapur es muy poca cosa. Sí, se habla de grandes principios, de desnuclearización, de paz y prosperidad y toda la parafernalia habitual, pero sin ningún tipo de compromiso concreto. Lo cual parece lógico: es la primera reunión. Lo único que ha cedido Estados Unidos ha sido la cancelación de unas maniobras con Corea del Sur. A cambio consiguió, antes de la reunión, la paralización de las pruebas nucleares –aunque es posible que Corea del Norte no las necesite ya– y la liberación de prisioneros norteamericanos. Ahora ha obtenido también la devolución de restos de prisioneros de guerra y desaparecidos en combate, así como colaboración para la búsqueda e identificación de los que no tenga ya localizados, previo pago de un millón de dólares por cadáver. Lo más importante, las sanciones, sigue en pie.
Aun así, no nos engañemos. Si en lugar de Trump fuera Hillary Clinton quien saliera de esa reunión, serían difíciles de reproducir sin vergüenza ajena los ditirambos que le dedicaría la prensa socialdemócrata del mundo entero. En otro presidente esto sería objeto de alabanzas sin límite ni rubor alguno. No es una conjetura: lo vimos cuando Obama llegó a unos acuerdos nefastos con Cuba e Irán. Pero es que a la izquierda se le presupone el compromiso con la paz, y eso es lo importante. La confirmación de la imagen de que son los buenos. Y si hay algo que Trump no da es esa imagen. Pero por mucho que se empeñen algunos en hacérnoslo creer, idiota tampoco es.
De los últimos presidentes que han celebrado este tipo de reuniones, sólo Reagan salvó la cara como líder del mundo libre porque siempre dejó claro antes y después de departir con Gorbachov lo que pensaba de su «Imperio del Mal». Los zeks del Gulag sabían quién era y que estaba de su parte. A Trump no le veremos en Seúl gritándole a Kim que eche abajo ningún muro, ni defendiendo los derechos humanos de los súbditos de la tiranía salvo que pueda usarlo como baza. Porque Trump sólo está interesado en lo que considere que beneficia a los estadounidenses, ni más ni menos. Y eso incluye desactivar el peligro de un Kim Jong Un nuclear, pero no que los norcoreanos puedan vivir en libertad. Así que satisfará el ego del tirano cuando convenga a sus intereses y cuando no, se burlará de él e invitará a su Discurso sobre el Estado de la Unión a Ji Seong Ho, el heroico y mutilado desertor de la tiranía comunista de los Kim, para decirle que su «gran sacrificio» es «una inspiración para todos nosotros».
Es repugnante, sí. Aún está por ver si funcionará.