El plan de Clinton se cifra en gastar 275.000 millones de dólares (un cuarto del PIB español) en obras públicas. Trump lo considera insuficiente.
Lleva tres semanas Donald Trump que no da pie con bola, exactamente desde que concluyó la Convención Nacional Republicana en la que fue nominado oficialmente candidato a la presidencia. Tres semanas desastrosas en todos los órdenes que alcanzaron su punto álgido hace unos días cuando invitó a “la gente de la segunda enmienda” a hacer algo si a Clinton se le ocurre prohibir la posesión de armas de fuego. Por esta última le han caído de todos los lados: desde la derecha, desde la izquierda y hasta desde debajo del agua.
Las astracanadas trumpistas hacen las delicias de la prensa y de los comentaristas televisivos, pero se consumen en sí mismas como el fuego de artificio que son. Quizá para eso, para reenfocar su campaña ha aprovechado un mitin en la decadente pero simbólica Detroit para anunciar las líneas maestras de su programa económico. Estados Unidos aún padece los efectos de la crisis financiera de 2008. El país, ahogado en la expansión monetaria de la era Obama, no ha recuperado ni el pulso ni el brillo de antaño. Los salarios apenas crecen y no se respira el optimismo de otras épocas. Muchos hablan del llamado “economic revival” como una de las prioridades del nuevo inquilino de la Casa Blanca.
Uno de los argumentos que con más energía esgrimen los seguidores de Trump es que su hombre es un empresario exitoso. De otras cosas como diplomacia o, simplemente, geografía, no sabrá, pero de empresas mucho. Eso es al menos lo que dicen. Caen en un error muy común que es creer que los empresarios solo por el hecho de serlo ya saben mucha economía. Lamentablemente no es así. El mismo que ha hecho crecer su empresa puede, y de hecho ha sucedido, hundir la economía de un país. Y viceversa.
Y como empresario lo primero que quiere hacer es bajar el impuesto de Sociedades hasta el 15%. En EEUU Sociedades es altísimo, llega a un 40% combinando los tributos federales y estatales. Es seguramente el más elevado de toda la OCDE. Las cosas, como puede ver, no siempre son lo que parecen. La Meca del capitalismo quizá no lo sea tanto. ¿Es ese el impuesto efectivo, el que realmente pagan las empresas? Obviamente no, de serlo estarían ahogadas. El impuesto real ronda entre el 25% y el 30% dependiendo de quien lo calcule. Con todo, muy alto, por lo que cualquier rebaja es bienvenida y su impacto será positivo.
Otro impuesto que quiere bajar es el de la renta. Propone tres tramos (12%, 25% y 33%) que sustituirían a los siete actuales que van del 10% al 40%. Lo que no detalló fueron las cantidades que delimitarían esos tipos. Ya me gustaría ver algo así en España, siquiera que se hablase de bajar impuestos, cosa no muy común entre nuestros políticos. Trump quiere también eliminar el impuesto de Sucesiones sobre los inmuebles, aunque en EEUU como en España la recaudación por ese concepto es pequeña. Se trata más de un tributo ideológico –en las dos acepciones del término tributo– que de cualquier otra cosa.
Hasta aquí todo perfecto. Bajar impuestos siempre es bueno, al menos para el gobernado. Para el gobernante no tanto porque toda rebaja de impuestos debe ir necesariamente acompañada de una rebaja de gasto y, con ella, una contracción de la clientela. Si no es así el programa económico se cae por su propio peso. Y es aquí donde la trumpconomics empieza a hacer aguas. No pretende gastar ni un centavo menos y si unos cuantos más. Quiere, por ejemplo, crear un macro programa de empleo de corte rooseveltiano para construir y renovar infraestructuras. La idea, de hecho, se la ha robado a Hillary, que lleva meses con la canción de las infraestructuras con parecida insistencia a la que Obama le puso al cuento aquel de la economía verde en las elecciones de 2008.
El plan de Clinton se cifra en gastar 275.000 millones de dólares (un cuarto del PIB español) en obras públicas. Trump lo considera insuficiente. “Necesitamos mucho más” decía tan sobrado como suele ir siempre, “para levantar la próxima generación de carreteras, puentes, líneas férreas, túneles, puertos y aeropuertos”. Solo le faltó añadir que el país necesita un par de puertos espaciales más aunque luego la NASA no disponga de una cápsula para enviar astronautas a la órbita, razón por la que tienen que comprar las plazas en los lanzamientos rusos.
¿Cuánto es “mucho más”? Pues no se sabe, como casi todo en el candidato republicano. Lo que si sabemos es que este hombre lleva 30 años construyendo hoteles, casinos, rascacielos y campos de golf. Eso sí, de su bolsillo. ¿Qué no hará con el bolsillo ajeno? El hecho es que si recorta impuestos e incrementa el gasto el déficit se disparará y, con él, su hijo tonto, la deuda. Los Estados Unidos van bien servidos de deuda, la mayor del mundo, no creo que precise de un empuje extra.
La inconsistencia de su programa está tan a la vista que no me explico como hay quien lo aplaude. Lo único que les puede salvar del despilfarro es que gastar esas cantidades mareantes de dinero no es tan fácil. Tendría que pasar infinidad de partidas por las cámaras y encontraría oposición. No sucedería lo mismo con los aranceles, que puede colar con mayor facilidad. Donald Trump está convencido de que los aranceles son buenos para el crecimiento económico. Un arancel es un impuesto que se liquida en la frontera y se incorpora como coste al producto, por lo que repercute en el consumidor final. Protege a los productores ineficientes pero bien conectados políticamente y castiga a la gente común. Desactiva el pulso competitivo de la economía y ralentiza la innovación. Los aranceles son un desastre completo, sin atenuante posible.
El propio Trump lo entiende a la perfección para sus negocios privados. ¿Dónde están fabricados los televisores que hay en las habitaciones de sus hoteles? ¿En China o en Ohio? O, acercándonos más al Trump candidato, ¿dónde está hecho el material promocional de campaña: las gorras, las camisetas, las corbatas…? ¿En Asia o en Norteamérica? En Asia lógicamente. Pero para sus negocios políticos lo ve de otra manera. Quiere derogar el NAFTA (tratado de libre comercio entre Canadá, EEUU y México) porque lo considera un acuerdo pésimo. De hacerlo las consecuencias serían catastróficas para los tres países y los problemas en la frontera sur se multiplicarían.
Con gasto público y proteccionismo no hay “economic revival” posible. Hay ruina a cámara lenta. Pero lo más preocupante de todo no es eso, lo más preocupante de todo es que quizá lo sabe.