Cabe la esperanza de que Trump lleve a cabo muchas de las propuestas más liberales que tenía en cartera y que se adivinan en sus nombramientos.
Todos sabemos que Donald Trump es fascista, machista, racista y, en definitiva, un peligro público capaz de destruir toda la herencia positiva que dejó Obama y que consiste en… en… bueno, algo bueno habrá hecho, aunque no suele haber nadie capaz de enumerar sus supuestos logros, al margen de ser el primer presidente negro de la historia de EEUU y no ser de derechas. El millonario es un egocéntrico que va a nombrar un gabinete formado exclusivamente por amigos, familia y aquellos que le demostraron lealtad durante una campaña que nadie imaginó que ganaría.
La realidad, por supuesto, va por otro lado. Decían que Trump nunca pensó en ganar y, por tanto, la transición sería un caos, según nos contaba el siempre tan fiable New York Times pocos días después de las elecciones. Lo cierto es que no parece que sea así. Los nombramientos se están sucediendo regular y rápidamente, a un ritmo similar al de presidentes anteriores. Y un buen porcentaje de ellos están dando cumplida respuesta a los sueños más húmedos de los activistas, periodistas y políticos liberal-conservadores del país.
Trump ha nombrado en Educación a Betsy DeVos, que ya implantó la educación concertada en Michigan y a quien el mafioso sindicato de profesores tiene en el punto de mira; a Mattis como secretario de Estado, un general que lo criticó en campaña y cuyo nombre circuló en ambientes republicanos para una posible lista alternativa; como embajadora en la ONU a la gobernadora de Carolina del Sur y estrella emergente del Partido Republicano Nikki Haley; como secretario de Sanidad al cirujano Tom Price, el único congresista que propuso un plan alternativo al Obamacare, programa que ahora podría llevar a cabo; como fiscal general a Jeff Sessions, un senador muy popular dentro del partido a quien los demócratas califican de racista por un chiste sobre el KKK pese a haber trabajado para conseguir la primera condena a un blanco en Alabama por matar a un negro; para dirigir la EPA, a Scott Pruitt, después de haber demandado a la agencia medioambiental como fiscal general de Oklahoma.
Naturalmente, también ha propuesto nombres que se asemejan más a la caricatura en que muchos temíamos que se convirtiera su gobierno: los ministros económicos Mnuchin y Ross, ambos demócratas neoyorquinos de toda la vida, o el estratega jefe Steve Bannon, un personaje al que tengo especial manía porque convirtió Breitbart de una web que leía de vez en cuando a un pestiño partidista infumable. Pero son los menos. Incluso en el nombramiento más importante que le falta, el de secretario de Estado, tiene entre sus principales candidatos a Rudy Giuliani, amigo personal y valedor suyo durante toda la campaña, y Mitt Romney, uno de sus mayores críticos. Pero si se analizan a fondo sus nombramientos se puede concluir que buena parte de las protestas se deben a que está nombrando gente de derechas, lo cual, claro, es intolerable.
Fuera de los nombramientos, Trump también se está moviendo rápido porque sabe que la manera en que se le perciba ahora probablemente será la que se le quede a muchos votantes. De ahí que le haya cogido el teléfono a la presidente de Taiwán, porque para negociar con China debe mostrar que está dispuesto a ponerse en contra de sus intereses; o su nauseabundo acuerdo con el fabricante de aparatos de aire acondicionado Carrier para que no mueva sus fábricas a México, que es una muestra de ese capitalismo de amiguetes que tanto daño hace a la economía y a la igualdad, pero que consolida su imagen como un político que por fin se preocupa por el trabajador americano.
En realidad, hasta que empiece realmente a gobernar, el Donald Trump que ve cada uno es el que ya tenía en la cabeza. Como en España sólo nos ha llegado una visión sobre el próximo presidente de EEUU, lo normal es que todo lo que hace lo interpretemos como una torpeza o una fascistada. Pero cabe la posibilidad, si se parte de que es un tipo inteligente y práctico, de reinterpretar de otro modo sus decisiones. Por ejemplo, lo que escribe en su Twitter personal. Pueden parecer barbaridades, torpezas… pero cuando te pones a mirar las teles norteamericanas resulta que cada vez que pone algo marca completamente la agenda política, y casi siempre de una forma que le beneficia. Un día le dio por condenar la quema de la bandera de EEUU y proponer que quien lo haga sea condenado a un año de cárcel. ¿Una fascistada contra la libertad de expresión? Sí. ¿Una torpeza porque cada vez que se ha aprobado una ley al respecto el Supremo la ha echado abajo? También. Pero no sólo es una posición tan popular que la propia Hillary Clinton apoyó una ley similar hace diez años, sino que al día siguiente de escribirlo algunos idiotas de los que protestaban contra él quemaron un par frente a la Trump Tower de Nueva York, alimentando la idea de que quienes se han manifestado contra el futuro presidente son unos radicales que odian su propio país. ¿Casualidad? No lo creo: era un cebo tan suculento que resultaba predecible que alguien picara.
Sigo sin saber cómo será el Donald Trump presidente. Es de temer que mantenga muchas de sus posiciones antiliberales y, al hacerlo, cambie el discurso del Partido Republicano en esa dirección, lo cual sería una pésima noticia. Pero también cabe la esperanza de que lleve a cabo muchas de las propuestas más liberales que tenía en cartera y que se adivinan en sus nombramientos. Y si así fuera, desde luego sería un presidente mucho mejor que Bush y Obama y, precisamente por ello, mucho más odiado. Pero si queremos saberlo debemos, yo el primero, deshacernos de las caricaturas que lo han pintado como una suerte de Hitler del siglo XXI o como una celebridad cuyas ideas son ocurrencias de cuñado, e intentar evaluarlo con otros ojos. Porque quizá las caricaturas acaben teniendo razón, pero no tiene esa pinta.