Subir impuestos es dañino para la actividad económica por cuanto termina socavando la oferta de trabajo o de capital que contribuye a generar el PIB. De ahí que, en medio de una crisis tan devastadora como la que estamos experimentando, deberíamos evitar lastrar cualquier incipiente recuperación con la losa de nuevos tributos: al contrario, lo que necesitamos en estos momentos, además de controlar la pandemia para que podamos regresar lo antes posible a la normalidad, es incentivar la oferta de trabajo y de capital para acelerar la recuperación.
Sin embargo, es cierto que, en el contexto actual, también hay otros riesgos que debemos tener muy presentes a la hora de elaborar unos presupuestos: en particular, la evolución de los pasivos estatales —que previsiblemente superarán el 120% del PIB en 2020— debería ser objeto de profunda consideración si queremos evitar males mayores en el medio plazo. O dicho de otra manera, aunque subir impuestos sea dañino a corto plazo, elevar descontroladamente la deuda pública es dañino a largo plazo (e incluso podría serlo a corto si aumentara de manera extraordinaria), de ahí que, a falta de recortes más ambiciosos del gasto público que contribuyan a equilibrar nuestras cuentas, incrementar progresivamente la tributación para reconducir nuestro endeudamiento estatal podría ser la menos mala de las alternativas que este Gobierno hiperestatista se muestre dispuesto a considerar.
El problema es que una parte muy sustancial del alza tributaria que le ha comunicado a Bruselas el Ejecutivo de PSOE-Podemos no va dirigida a disminuir nuestro déficit público de 2021, sino a financiar nuevos —e innecesarios— aumentos del gasto. Me refiero, cómo no, a la revalorización de las pensiones y al sueldo de los empleados públicos en un 0,9% para supuestamente garantizarles a estos colectivos el mantenimiento del poder adquisitivo de sus ingresos.
Aun sin considerar su coste, no existe demasiada justificación para ninguna de estas dos medidas. En 2020, las pensiones ya se revalorizaron un 0,9% y los sueldos públicos un 2%, mientras que, en estos momentos, el IPC se mantiene en territorio negativo. De ahí que, cuando cierre el año, a buen seguro nos encontraremos con que tanto pensionistas como empleados públicos habrán visto aumentar sus ingresos reales durante esta calamitosa pandemia (cuando, en cambio, la inmensa mayoría de trabajadores y empresarios del sector privado han visto menguar sus ingresos reales). Es más, si la inflación prevista para 2021 es del 0,9% (tal como asegura el Gobierno), incluso congelando las pensiones y los salarios públicos en 2021, los pensionistas no verían mermado su poder adquisitivo y los funcionarios experimentarían una ganancia durante el período 2020-2021. Así pues, la justificación que nos ofrece el Ejecutivo para subir un 0,9% las rentas de ambos colectivos es una justificación falaz: si se tratara de mantener el poder adquisitivo de sus ingresos, en 2021 deberíamos congelarlos, y no revalorizarlos.
Máxime cuando, además, el coste conjunto de ambas medidas superará los 3.000 millones de euros. Por ponerlo en perspectiva, 3.000 millones de euros es lo que el Gobierno espera recaudar como resultado del incremento de la fiscalidad indirecta (1.509 millones de euros), del aumento de la fiscalidad directa (550 millones de euros) y de la implantación de la tasa Google (968 millones de euros). ¿Tiene sentido deprimir los ingresos de los comerciantes a través de una mayor fiscalidad indirecta, o desincentivar la oferta de trabajo cualificado mediante una mayor tributación directa, o minar las posibilidades de digitalización de nuestra economía merced a un nuevo impuesto contra los servicios digitales para incrementar durante esta muy grave crisis el poder adquisitivo de pensiones y empleados públicos?
No, no tiene ningún sentido económico pero, en cambio, sí tiene un claro sentido político: en España hay 3,22 millones de empleados públicos y 9,76 millones de pensionistas. Por consiguiente, estamos hablando de casi 13 millones de votos sobre 37 millones de ciudadanos con derecho a voto, esto es, más de un tercio del censo electoral. Todo pasa, en suma, por utilizar el dinero del conjunto de los contribuyentes para intentar comprar el voto de 13 millones de personas. La reelección antes que la recuperación.