Cuando escuché las crónicas de los telediarios vespertinos sobre lo acontecido en las elecciones norteamericanas lo cierto es que me asusté. Debacle, catástrofe, desastre sin precedentes o el fin de una era, fueron algunas expresiones utilizadas para sintetizar los efectos de la derrota republicana. Alarmado llamé a mi amiga Joanne, natural de Virginia y residente en ésta, para ofrecerle asilo político en mi casa, pero rápidamente me tranquilizó asegurándome que los medios de comunicación españoles tal vez habían exagerado un poco. De hecho, los argumentos con que los demócratas habían vencido son completamente distintos a los que la izquierda europea, no digamos la española, esgrime con fiereza en las contiendas electorales, así que no es de prever que a corto plazo se declare la dictadura de los soviets desde las escalinatas del Capitolio.
Reducir la derrota del Great Old Party a los efectos de la posguerra de Irak es no conocer la realidad del electorado norteamericano. Es cierto que la mayoría de la población se manifestaba en las encuestas descontenta con la marcha de la posguerra de Irak, como también lo es que, por delante de este asunto, ha habido otros motivos que han determinado el cambio de voto como el elevado gasto público o los últimos escándalos en la administración Bush. Un estudio de campo hecho público unos días antes de la consulta electoral por expertos del partido republicano lo dejaba bastante claro: La mayoría de electores confiaba más en los demócratas que en el GOP para bajar los impuestos (42% frente al 29%), reducir el déficit público (47-22) y limitar el gasto de la administración (38-21).
Por otra parte, en los resultados individuales también se aprecia este sesgo que relativiza los efectos electorales de la guerra iraquí. Por ejemplo Joe Lieberman, firme defensor de la intervención en Irak, aplastó en Connecticut a Ned Lamont ("Ned the red"), furioso partidario de la huida preventiva, y de los cinco congresistas republicanos que votaron contra la guerra de Irak, tres de ellos han perdido su asiento en la cámara de representantes.
La clave de la derrota electoral está en que el votante conservador se siente traicionado en multitud de asuntos por sus representantes políticos. Por tanto no se trata de que los partidarios de Bush se hayan sentido fascinados súbitamente por la oferta electoral de la izquierda americana, sino que exigen a su presidente llevar a cabo las políticas conservadoras que le auparon a la presidencia. Quienes se han vuelto de centroizquierda no son los votantes republicanos, sino sus líderes políticos; por eso han sido castigados. El partido republicano se comprometió en 1994 reducir el gasto público y lo ha duplicado desde que Bush está en la Casa Blanca, prometió reducir el tamaño del gobierno y lo ha aumentado más del doble, aseguró que suprimiría el departamento de educación y devolvería las competencias a los distintos estados y en cambio ha duplicado los fondos destinados a este órgano federal. En otros países, pongamos España, el incumplimiento de las promesas electorales no tiene la menor relevancia; en los Estados Unidos sí.
El partido de Bush ha perdido estos comicios por alejarse de su base electoral. Es una lección que sin duda resultará valiosa de cara a las próximas presidenciales. Convendría además que algún partido conservador europeo, sin ánimo de señalar, extrajera también alguna enseñanza de lo ocurrido esta semana a sus colegas del otro lado del charco. Las traiciones a los principios se pagan muy caro. No sólo en los Estados Unidos.