El problema es que el Sánchez les ha salido rana, les ha palmado seis elecciones seguidas en solo dos años.
La crisis en el PSOE prosigue su inexorable curso hacia el delirio. Un delirio que bien podría saldarse, si se dan las condiciones, con la liquidación por derribo del principal partido de la izquierda española y columna vertebral del sistema del 78. No se me ocurre mejor metáfora de la crisis terminal en la que nos encontramos que los enloquecidos acontecimientos de los últimos tres días en Ferraz. Ninguna de las dos crisis anteriores del PSOE –la del 79 con la dimisión (y vuelta) de Felipe González y la de 2000 cuando apareció en escena un tal José Luis Rodríguez Zapatero– se aproximó a los virulentos odios y pendencias de la actual. El PSOE, como la antigua Cartago, tal vez no resista su tercera destrucción.
Las del 1979 y 2000 vinieron precedidas por sendas derrotas electorales. En la primera González forzó a los compromisarios del 28 Congreso a renunciar al marxismo como seña de identidad histórica del partido. Era el peaje a pagar si querían llegar algún día a libar de las mieles monclovitas. Los militantes, que aún no se habían engolfado con la moqueta, se resistieron y hubo que convocar un congreso extraordinario meses después, congreso del que González salió ya ungido como César augusto del socialismo español. El partido sería suyo durante casi veinte años en los que quien se movió un milímetro se quedó fuera de la foto.
La implosión del felipismo tras la debacle de PSOE en las urnas de marzo de 2000 con Joaquín Almunia al frente trajo una renovación integral personificada en la figura de Zapatero, la nada con sifón, un joven y desconocido diputado leonés, al que los mandarines de las federaciones y del aparato escogieron como un hombre de transición para la segunda legislatura aznarista, que no habría de ser la última porque el del bigote chapoteaba en una holgada mayoría absoluta. Pero Zapatero, que llegó a la secretaría general contra pronóstico, también gobernó contra pronóstico. Al parecer a la nada sí que le habían puesto sifón.
El zapaterismo se cimentó sobre un acuerdo entre facciones primero y sobre el ejercicio del poder después. Desaparecido el segundo las segundas tuvieron que verse las caras de nuevo. Trampearon al principio con Rubalcaba, con experiencia y mano izquierda de puertas adentro pero viejo y desgastado de puertas afuera tras tres décadas de uso y abuso del poder. En estas estaban cuando a principios de 2014 irrumpió Podemos en el panorama político. Los líderes de Podemos no aspiraban –no aspiran, de hecho– a ocupar con otro nombre el menguante espacio de Izquierda Unida, querían –quieren– apoderarse de toda la izquierda, lo que implicaba liquidar al PSOE, ya fuese por fusión o por absorción.
Todo lo que los barones, representantes ya de partidos distintos con intereses muchas veces opuestos, pudieron poner sobre la mesa tras maratonianas negociaciones fue a otro hombre de paja de un corte muy similar a Zapatero, un maniquí de El Corte Inglés con buen porte y la cabeza más vacía que una gala de Los Pecos. El problema es que el maniquí les ha salido rana, les ha palmado seis elecciones seguidas en solo dos años. Y el gachó no parece tener propósito de enmienda, de manera que no quedaba otra que sacarlo por la fuerza. En esas están. Sánchez resistirá hasta el último suspiro pero terminará saliendo, aunque solo sea por sonrojo tras el espantoso ridículo que ha hecho el partido durante esta última semana de septiembre.
La pregunta que todos se hacen, empezando por los mismos barones, es quién ocupará la silla aún caliente del guapo Sánchez. No hay candidatos de consenso por la simple razón de que el PSOE ya no es un solo partido. Las tendencias hace tiempo que se transmutaron en banderías y las banderías pronto serán partidos distintos con liderazgos autónomos que decidan ir por su cuenta arrimándose a unos o a otros en función de sus intereses electorales. Ese es el drama del PSOE. Si termina disolviéndose o transformándose en un partido eminentemente andaluz y extremeño le hará al PP el más preciado regalo, el de convertirse en la única fuerza política con implantación nacional. En Génova tal vez les parezca una excelente noticia porque son y siempre fueron así de lerdos y cortoplacistas. Para el país, sin embargo, es una tragedia que no tardará en devolvernos amargos frutos.