Ahora Casado no tiene tiempo para jugar con las contradicciones, como Sánchez o Iglesias.
Casi tres horas de reunión con Pablo Casado y un día de reflexión progresista le han llevado a Pedro Sánchez a pronunciar un juicio político que podría haber sido un exabrupto de Celia Villalobos: Casado es un “radical” y un “extremista”.
Podemos hacer un repaso por todas las contradicciones, hipocresías y falsedades que entraña el hecho de que Sánchez, ¡Sánchez!, llame extremista a Pablo Casado. El líder del PSOE comanda el voto de 85 diputados, de 350 que tiene nuestra Cámara Baja, y para alcanzar la mitad más uno necesita el concurso de un partido que se sitúa a la izquierda de Izquierda Unida, a quien ha engullido (Podemos), de dos que llaman a la revuelta contra las instituciones y cuyos líderes son racistas (ERC y PDeCat), de otro partido endófobo, que no xenófobo (PNV), más otros de la rehala nacionalista. Podemos continuar el repaso por el hecho de que Sánchez quiere levantar a un muerto para enterrar políticamente a los vivos que tienen la desfachatez de no votar a la izquierda, pero que para él los extremistas son otros. Y así seguiríamos por un consabido y monótono camino señalado por mojones de sectarismo y contradicciones.
Pero para qué. Pedro Sánchez vive contradicho. Es como la segunda ley de Newton del discurso político. A toda afirmación suya se le opone otra de igual magnitud y en sentido contrario. Su enemigo, Pablo Iglesias, dice siempre eso de que hay que vivir con las contradicciones. Pero mientras que Sánchez se ahoga en un discurso que va en todas direcciones, Iglesias desayuna y merienda incongruencias, sobre las que avanza en un juego dialéctico de afirmaciones contradictorias. Tesis y antítesis, de las que sólo se desliza una síntesis posible: el poder absoluto. Es una lectura pedestre, pero muy útil, de la izquierda hegeliana. Es Lenin, en definitiva. Pedro Sánchez no, él vive en el equilibrio entre fuerzas y mensajes en brutal colisión, prometiendo una Constitución en la que no creen ni él ni sus socios. Sánchez, que quiere hacer de la exhumación de Franco un acto político, debería leer una buena biografía del dictador para saber lo que es manejar apoyos contradictorios. Pero ¿qué va a saber él?
No. La cuestión relevante aquí es esa mención al extremo y la radicalidad. Más allá de la cara dura de Sánchez, y de las tragaderas de sus votantes y simpatizantes, ¿qué sostiene el discurso del líder del PSOE de que su homólogo del PP es la nueva vieja extrema derecha? ¿Qué permite que Oscar Puente, alcalde de Valladolid, compararlo con Matteo Salvini?
El PSOE, y la izquierda en general, le concede al líder del PP, sea cual fuere, el sempiterno puesto del líder de la extrema derecha. Da igual lo que haga o lo que diga. Puede parecer burdo, pero es una posición más sutil de lo que parece. “Extrema derecha”, en el lenguaje de la izquierda, quiere decir inaceptable para la democracia. Y la izquierda reconoce, de este modo, que ella es incapaz de asumir que la derecha, por más que abrace el conservadurismo, o reniegue de él, sea o no liberal, haga o no suyas las campañas de la izquierda, tenga legitimidad para gobernar el país, aunque gane unas elecciones. Es la izquierda la que no acaba de asumir el juego democrático. Es la izquierda (en general) la que es tan extrema que no acepta que los españoles que no piensan igual tienen los mismos derechos políticos.
Esta concepción de la política tiene varias ramificaciones. La izquierda (siempre en términos generales, no de cada uno de quienes se definen así) no puede asumir al conjunto de la sociedad como parte de una comunidad. Es normal que sea así, pues sus bases ideológicas le llevan a ver una oposición existencial entre las fuerzas de progreso y las que se resisten al cambio. Las primeras contribuirán a solucionar los gravísimos problemas que vivimos, mientras que las segundas prefieren mantener todas las iniquidades actuales a tener que aceptar un cambio. Esa parte conservadora de la sociedad, puesto que transige con la injusticia, no está en el mismo plano moral, o político, que quienes quieren remozar todo vestigio de desafuero. Por eso la derecha no tiene legitimidad.
Pero emerjamos de las profundidades de la izquierda al plano del discurso del momento, a un terreno en el que no se pierda un lector de eldiario.es. A Casado le han otorgado el papel de Saurón por varios motivos. El principal es que ha dado muestras más que sobradas de que no va a dejar que derriben la arquitectura institucional del 78, sobre cuyos cascotes se quiere erigir una nueva constitución. Ha advertido de que no transigirá en la cuestión catalana; es decir, española. Y ha dado muestras de tener el valor moral de asumir una política razonable en materia de inmigración. Si es capaz de todo ello, Casado es capaz de no asumir como propias las posiciones de la izquierda. No es Rajoy. No acepta las barreras invisibles que le impone la izquierda. Y eso es inaceptable.
Pablo Casado ha visto en primera fila a dónde ha conducido la estrategia de Mariano Rajoy. El registrador expulsó de su partido a quienes quisieran hacer del PP un partido liberal o conservador. Renunció a la política. Dio por hecho que gestionar la economía, hacer que las cuentas cuadren y retocar un par de mercados sería suficiente. Y se equivocó.
Ahora Casado no tiene tiempo para jugar con las contradicciones, como Sánchez o Iglesias. Camina recto, y parece no asumir más ataduras de las necesarias. De modo que ha vuelto la extrema derecha española; es decir, la intolerancia de la izquierda.