Si le suenan oscuras estas palabras, es que todavía no ha pasado por las 1.100 páginas de la novela de Ayn Rand, una falta quizás explicable, pero que deberá remediar en cuanto pueda.
Se iba a llamar “la huelga”, por la que protagonizan en la obra aquellas personas que se aman a sí mismas y lo que hacen; lo suficiente como para sentir orgullo por el resultado de su trabajo. En consecuencia, no permiten que los demás se lo arrebaten ni consentirían vivir con el fruto ajeno. No se han dejado arrastrar por el éxito de que hablaba: el de las ideas colectivistas, socialistas, que impregnan la mayor parte de la sociedad, y que en la novela llevan, inexorablemente, a una crisis social sin precedentes, mucho mayor que la que estamos viviendo ahora. O quizá no, porque a medida que se profundiza esta crisis económica, la sociedad se vuelve más abyecta y genuflexa ante los mensajes del poder, y se dispone a entregar a los políticos el control sobre sus vidas.
La huelga de La Rebelión de Atlas no se queda en bajar los brazos y esperar a que la muerte acabe con una existencia mermada, a medias propia y a medias de “la sociedad”. Es una huída a una nueva Atlántida, en la que se crea esa sociedad libre en la que el egoísmo se convierte en generosidad, y no la generosidad en esclavismo. Nosotros, que podemos conocer la superficie de la Tierra palmo a palmo sin salir de nuestro salón, no podemos soñar con que un puñado de héroes creará en tierra ignota una nueva sociedad a la que nos podemos adherir si juramos vivir sólo de nuestros propios medios.
Pero nos quedan, al menos, otras formas de huelga. Podemos negarnos a trabajar para el Estado. Pagar sus cuentas, por aquello de no ir a la cárcel, pero no ponernos directamente a su servicio. También tenemos derecho a ignorarle, es decir, a rebelarnos civilmente contra sus imposiciones más injustas. No tenemos porqué lanzarnos a las barricadas, pero sí desatender alguna de sus exigencias más absurdas. Y, por último, podemos repudiar los servicios que nos ofrece por lo que nos quita en impuestos. ¿Educación pública? Pues nos vamos a la privada. ¿Sanidad? No en la seguridad social. Y así todo. De hecho, los españoles, independientemente de su querencia o repugnancia instintiva hacia el Estado, lo están haciendo. Hagamos lo propio.