Hace ya meses que los inversores internacionales no conceden más crédito al sector público, ante la evidencia de que la clase política no está dispuesta a ajustar el sobredimensionado entramado público a su nivel real de ingresos fiscales. De hecho, desde finales del pasado año, y gracias a las inyecciones extraordinarias de liquidez concedidas por el Banco Central Europeo (BCE), los agentes foráneos han reducido su exposición a España de forma sustancial en detrimento de los bancos españoles, que han hecho justo lo contrario. Pero el balón de oxígeno concedido por Draghi hasta el pasado abril fue desaprovechado de manera irresponsable por el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, más preocupado por las citas electorales y las encuestas que por el bienestar de los españoles. Los Presupuestos de 2012 eran su última oportunidad, y la desperdició.
Los datos no arrojan lugar a dudas. El conjunto del sector público registró el pasado año un déficit del 9,44% del PIB, apenas 1.000 millones de euros menos que en 2010, de forma que siguió gastando cerca de 100.000 millones más de lo que ingresó. La evolución del déficit hasta el primer semestre de 2012 tampoco muestra el menor signo de mejoría, tras situarse en el 8,56% del PIB semestral (4,3% anual), cuando el objetivo fijado por Bruselas es del 6,3%. El propio Gobierno ya admite que el ejercicio cerrará con un descuadre fiscal del 7,4%, y eso en el mejor de los casos.
Si a todo ello se añaden unos Presupuestos para 2013 en los que el gasto público, lejos de retroceder, crece otro 5,5% interanual –de 362.065 a 382.048 millones–, el resultado no puede ser más descorazonador. Rajoy y su equipo han claudicado antes siquiera de intentar hacer los deberes. La imprescindible austeridad pública sigue siendo un mito o, lo que es peor, una farsa, un cuento, una vergonzosa mentira de cara a la opinión pública. El diagnóstico del PP es completamente errado. El Ejecutivo ha intentado reducir la brecha fiscal que arrastra al Estado hacia la insolvencia a base de subir impuestos, exprimiendo aún más a individuos y empresas, en un vano intento por recuperar el nivel de ingresos propio de la burbuja crediticia que tuvo lugar hasta 2007, sin percatarse de que tal recaudación era pura ficción, al igual que la ilusoria riqueza inmobiliaria de los españoles.
Diagnóstico errado, resultado catastrófico. El enfermo ya ha entrado en coma irreversible, está clínicamente muerto, a la espera de una inyección de adrenalina por parte de las autoridades comunitarias en forma de rescate soberano y compra de deuda. Este escenario,previsible desde 2009, ya es tan sólo cuestión de días, quizá semanas. España será rescatada y tutelada directamente por Bruselas, siempre y cuando así lo decida Alemania –la que pone el dinero–. España ya no depende de sí misma, sino de las autoridades europeas. Se abre, pues, un nuevo escenario. Sin embargo, incluso con rescate de por medio, seguiremos rumbo al despeñadero hasta que no emprendamos una reforma drástica del sector público. Es decir, el debate sobre el rescate está próximo a su fin, no así la quiebra soberana, ya que la ayuda europea tan sólo servirá para comprar algo más de tiempo.
Si la clase política sigue empeñada en suicidarnos, el año que viene la pregunta será mucho más dramática: España, ¿dentro o fuera del euro?