Skip to content

¿Y nuestras libertades? No extiendan más el estado de alarma

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

Debemos dejar el confinamiento obligatorio únicamente para aquellos que estén infectados.

El pasado día 2, el expresidente socialista de la Comunidad de Madrid, Joaquín Leguina, y otros economistas publicaban un manifiesto criticando las medidas liberticidas aplicadas por el Gobierno en la lucha contra el covid-19.

Los autores del citado texto arremeten principalmente contra el confinamiento obligatorio de la población, tachándolo de «ineficaz, humillante, traumatizante y destructivo». Y no les falta razón.

Cuando el sábado 14 de marzo el Consejo de Ministros decretó el estado de alarma durante dos semanas, algunos entendimos que era la única manera de paliar las consecuencias de la negligencia de los que no habían tomado medidas preventivas con anterioridad. Un parche para no colapsar los servicios de atención médica ante un aumento exponencial de contagios y muertes. Incluso dos semanas más tarde, cuando el Congreso de los Diputados aprobó su prórroga, y ante la incapacidad del Gobierno para conseguir tests de detección rápida a fin de proceder a chequeos masivos de la población, seguimos pensando que no había más remedio que mantener esa situación. Sin embargo, tras el cierre completo de los denominados ‘servicios no esenciales’, y teniendo en cuenta la voluntad gubernamental de prorrogar el confinamiento hasta el próximo día 26, o aún más allá, algunos nos hemos empezado a mosquear.

Mientras que en países como Corea del Sur o Taiwán han optado por confinamientos selectivos (bien solo de infectados, bien de algunas de las ciudades más afectadas), tras la realización masiva de tests, la adopción de medidas de protección precoces (cuando aparecieron los primeros casos) para todos los ciudadanos o la suspensión temprana de vuelos procedentes de las áreas chinas con más infectados, en nuestro país se empezó a actuar cuando llevábamos más de 4.200 infectados y 120 muertos. Pese a que a algunos nos costaba imaginar que lo que estaba sucediendo en esos países pasase también en España, el Gobierno tenía suficientes datos (y precedentes) como para establecer controles preventivos mucho más respetuosos con las libertades individuales de los ciudadanos y mucho antes de lo que se hizo. Sin embargo, decidimos adoptar el modelo chino e italiano.

Como bien comenta el expresidente Leguina, lo que empezó siendo un estado de alarma que, según nos dijeron, no tenía por qué durar más de cuatro semanas, se ha convertido en un «arresto domiciliario» indiscriminado y decretado sin juicio ni sentencia previa. El más leve de los tres estados excepcionales, recogido en el artículo 116 de nuestra Constitución, está previsto para catástrofes, crisis sanitarias o paralizaciones graves de los servicios públicos como consecuencia de huelgas (como sucedió en 2010 con la de los controladores aéreos). Hasta ahí todo parece correcto. La situación actual entra dentro de esos escenarios. Dicho estado excepcional contempla la merma justificada de multitud de derechos y libertades fundamentales, como el derecho de propiedad o la libertad de movimiento. Ello exige que su aplicación tenga la duración estrictamente necesaria, ni más ni menos. Pese a que, para evitar abusos del Ejecutivo, su prórroga requiere la aprobación del Legislativo, eso no quiere decir que la situación deba alargarse ad eternum. Más de cuatro semanas de estado de alarma es algo que parece que se aleja de las previsiones que hacen de su aplicación algo razonable. Sin ir más lejos, el estado de excepción, recogido en el mismo artículo constitucional, y que se contempla para situaciones más graves relacionadas con alteraciones en el ejercicio de los derechos fundamentales, está previsto para un máximo de 30 días (también prolongables por el Congreso).

Sin pretender entrar en un debate jurídico, sí me gustaría analizar los potenciales riesgos para la libertad que esta situación presenta. En primer lugar, la extensión del estado de alarma no solo supone una vulneración flagrante de los derechos y libertades individuales de los ciudadanos en pro de una supuesta seguridad, sino que sienta un precedente para el tratamiento de futuras situaciones similares pero menos graves. Abre la puerta a la aprobación de medidas todavía más restrictivas (los toques de queda aplicados en países latinoamericanos o de Europa del Este, por ejemplo) y, aun peor, al mantenimiento a posteriori de algunas de las medidas restrictivas (como sucedió tras el 11-S). No solo eso: también da pie a la instauración de una narrativa antiglobalista nacionalista que nos lleve a renunciar a los beneficios de una economía abierta y global en un mundo abierto y global. No solo Trump, también políticos de nuestro país se han referido en diversas ocasiones al SARS-CoV-2 como «virus chino».

Si bien no es fácil identificar la delgada línea entre lo aceptable y lo abusivo, una reclusión obligatoria y extendida en el tiempo de los ciudadanos de un país democrático empieza a parecer lo segundo. Sobre todo cuando, como decía, existen alternativas mucho más respetuosas para con las libertades individuales y mucho menos dañinas para la economía que una paralización total y obligatoria de la misma.

Los ciudadanos tenemos el deber moral de permanecer vigilantes ante los abusos de los gobernantes y, cuando lo creamos necesario, de responder con contundencia. Sin embargo, la situación actual hace muy difícil esa respuesta. Mientras desde el Gobierno se limita el acceso a la información mediante la filtración de las preguntas de los medios de comunicación, la reclusión limita la reacción ciudadana a caceroladas y tweets mosqueados. Una situación ideal para un Gobierno que rehuye la asunción de responsabilidades.

Es por ese motivo que debemos plantar cara. Apelando a la madurez de los ciudadanos y exigiéndoles hacer gala de su responsabilidad individual, debemos reclamar el cese del estado de alarma, así como apoyar la toma individual de medidas de seguridad pública y en pro de la detección masiva de positivos sintomáticos y, sobre todo, asintomáticos. Y que se deje el confinamiento obligatorio únicamente para aquellos que estén infectados, exigiendo el uso de material de protección a quienes decidan continuar con sus vidas. Pero en ningún caso podemos seguir apoyando la merma de nuestras libertades como única respuesta.

Más artículos

El día en que faltaban pisos

El tema de la vivienda es, sin duda, el principal problema de la generación más joven de país, podríamos decir de la gente menor de 35 años que no ha accedido al mercado de vivienda en la misma situación que sus padres, y no digamos ya de sus abuelos.