Las tropas nacionales, al mando de Varela, en un movimiento también carente de sentido estratégico, se desviaron hacia aquél punto para liberar a los asediados. Aquella historia de resistencia y liberación se convirtió en todo un símbolo por parte de aquél bando y, más tarde, del régimen instaurado por el General Franco.
Se acaban de cumplir, hace una semana, 73 años de aquello. Ha dado tiempo para que terminase la guerra, se disolviese un régimen autoritario por el hecho natural de la muerte del dictador y se instaurase una democracia con tres decenios. Tuvo un valor simbólico que fue efectivo sólo en la guerra y que se agotó por completo con el régimen, al margen de que sirva de alimento para la nostalgia de unos cuantos.
Militarmente, la liberación del Alcázar de Toledo fue un sinsentido, pero tenía todo el valor político porque se había convertido en todo un símbolo, muy potente tanto para un bando como para otro. Este jueves hemos sabido que el Gobierno va a eliminar las huellas del fracasado asalto republicano, y de la resistencia entre muros derruidos. Curiosamente, vuelve al Alcázar para continuar con el asedio y revive, para matarlo, el viejo símbolo. Si eso es contradictorio, ¿cómo puede casar todo ello con las apelaciones constantes a la memoria histórica? ¿Cómo se revive la memoria borrando los rastros del pasado?
La explicación más sencilla y más certera es que este Gobierno está embebido en un sectarismo sin medida, al que da curso con todo el descaro. Pero hay más. Como el régimen descrito por George Orwell en 1984, que quería escribir una neolengua y trucar las huellas del pasado, el de Zapatero quiere crear una neohistoria, al menos en la conciencia de una gran parte de la población. Los libros de historia están ahí, y sus letras, ordenadas con mayor o menor maestría en palabras, frases, párrafos e ideas, quedan a salvo de la labor del Gobierno de luchar contra el pasado. Pero el Gobierno espera que gran parte de la población quede a salvo de tener que leerlos.