Por supuesto el dato impresiona, sobre todo después de haber oído a lo largo de casi una década que la globalización y los mercados libres habían conseguido sacar de la miseria a la mayoría de la población y que la pobreza iba siendo cada vez un problema menor.
Para rematar, el PMA relacionó este ininterrumpido crecimiento en el número de hambrientos con la progresiva disminución de las ayudas alimentarias de la comunidad internacional. Las dudas pues resurgen, ¿acaso el capitalismo no es capaz de promover el desarrollo del Tercer Mundo de manera tan eficiente como el intervencionismo estatal?
Bueno, no tan rápido. En realidad es falso que ésta sea la primera vez en la historia en la que sucede esto: en 1970, con la mitad de la población que ahora, el número de hambrientos también se situó en 1.000 millones, cifra en la que prácticamente permaneció durante toda la década. Vamos, que el titular de la FAO y de la PMA –organismos encargados de gestionar parte de esas ayudas– no pretende transmitir una (manipulada) información al mundo, sino promover el alarmismo para continuar, como observaba Peter Bauer, quitando el dinero a los pobres de los países ricos para dárselo a los ricos de los países pobres.
Y es que en los temas de crecimiento suele existir un grave problema de perspectiva que los intervencionistas suelen emplear para embaucarnos. Cuando hablamos de pobreza extrema, malnutrición o insalubridad, buscamos soluciones inmediatas y definitivas. Sin embargo, en estos asuntos, el tiempo es esencial y lo es por dos motivos.
Primero, debemos recordar que el estado natural del ser humano es lo que hoy llamaríamos pobreza, esto es, una carencia casi absoluta de medios materiales con los que satisfacer sus necesidades. La espectacular prosperidad económica de la que ahora disfrutamos las clases medias haría enrojecer de envidia a los faraones o a los monarcas absolutos del pasado; el crecimiento sostenible de nuestra riqueza es un fenómeno casi anecdótico en la historia del ser humano, apenas 200 años que realmente no superan los 40 si de auténtico desarrollo global hablamos.
No en vano, el tema preferido de los economistas clásicos en el s. XVIII y el s. XIX era estudiar por qué unas naciones se enriquecían mientras otras no despuntaban. Adam Smith denominó su obra Una investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones, lo que denota que su mayor preocupación era explicar la dispar evolución de las sociedades de su época.
Y desde luego no es casualidad que unas naciones sean ricas y otras pobres. El enriquecimiento de una sociedad es un proceso muy lento y complejo que no puede resolverse con cuatro soluciones facilonas arbitradas desde una burocracia política. Si lo que deseamos es que una sociedad salga por sus propios medios de la pobreza –esto es, que no malviva parasitando a las economías ricas–, es necesaria la confluencia de un entramado institucional respetuoso con la propiedad privada y de una progresiva acumulación de capital a través del ahorro. Ambos factores pueden promoverse, aunque no imponerse, mediante la liberalización del comercio y de los flujos internacionales de capital –la maldita globalización–, pero por sí solos no son garantía ni de que un Estado tercermundista vaya a ser respetuoso con la propiedad de nacionales y extranjeros, ni de que la población abandone su cultura de autoabastecimiento para integrarse en un esquema de división internacional del trabajo.
De momento, por desgracia, el librecambismo está en retroceso en el mundo y las ínfulas proteccionistas están resurgiendo con la excusa de la crisis económica. No es que hayamos gozado hasta la fecha de un auténtico comercio libre –sin restricciones arancelarias, cuotas a la importación, sectores, como el agrícola, artificialmente mantenidos con subvenciones…–, pero los tiempos no parecen propicios para que los mercados sigan abriéndose camino.
El segundo motivo que hace necesaria una cierta perspectiva en temas de desarrollo es que, precisamente por la complejidad y la lentitud del proceso, los cambios de un año a otro no suelen ser demasiado relevantes, y se vuelve preciso observar series con un mayor recorrido histórico.
Sin entrar a valorar las definiciones y las mediciones que la PMA –una agencia dependiente de las Naciones Unidas– realiza sobre el número de hambrientos, la aparente evolución catastrófica que se desprende de la noticia exagera la realidad. En este gráfico, por ejemplo, podemos observar un inquietante aumento de su número en el mundo: de 857 millones en 2001 a 1.002 en 2009. En una de las décadas de mayor crecimiento (al menos aparente) de nuestra historia, el número de hambrientos ha aumentado en casi 150 millones.
Lo que oculta el gráfico es que, durante ese mismo período, el número de individuos en el mundo se ha incrementado en más de 600 millones. Dicho de otra manera, unos mercados relativamente libres, a pesar de sufrir la mayor crisis de la historia reciente, han sido capaces durante la última década de crear riqueza y alimentos para 450 millones de nuevas personas. De hecho, entre 2001 y 2006 pese a que la cifra absoluta de hambrientos se incrementó ininterrumpidamente, su porcentaje sobre el total de la población en el Tercer Mundo disminuyó desde el 16% al 15%. Sólo con la crisis ha vuelto a repuntar este año hasta el 16,6%.
Aunque, como digo, no conviene perder la perspectiva. En 1970 este porcentaje alcanzaba el 37%, en 1980 el 29%, en 1990 el 20% y en 1996 el 18%. Pero tampoco se trata de que, como parece, hayamos perdido con la crisis más de una década, es que en esa década han aparecido en el mundo mil millones de bocas más que alimentar.
Y los problemas, pese a las cifras, se concentran cada vez más en el África subsahariana. Hace 40 años el 43% de la población asiática –gracias a la impagable impronta del comunismo– pasaba hambre, hoy sólo el 15% (y ello pese a que su población se ha duplicado); en el África subsahariana, sin embargo, el porcentaje apenas ha variado del 35% al 31%.
África sigue siendo el farolillo rojo del desarrollo precisamente porque no se ha incorporado a la globalización: sus índices de libertad económica siguen siendo desastrosamente bajos y ello impide, en última instancia, cualquier tipo de prosperidad. De hecho, a poca libertad que se les conceda a los africanos, como en el caso de Botswana, rápidamente saben aprovecharla para generar riqueza.
Pero esto supone un proceso lento, para el que no existen vías rápidas. La PMA se queja de que los gobiernos han dejado de dar tanto dinero como antes en ayuda al desarrollo, sin embargo esta crítica está lejos de ser imparcial, ya que, como apuntaba, la PMA es uno de los organimos que gestiona esas millonadas.
Desde 1950, los países ricos han entregado a los pobres 2,3 billones de dólares en ayudas, algo así como dos veces el Plan Marshall. Y, sin embargo, el resultado ha sido decepcionante. En el gráfico puede observarse la destructiva influencia que la ayuda a África ha tenido sobre el crecimiento del continente: a más ayudas, más estancamiento.
Como explica el experto en temas de desarrollo William Easterly, la ayuda al Tercer Mundo, aparte de los nocivos efectos que pueda tener a la hora de consolidar regímenes tiránicos, promueve la especialización económica de las sociedades pobres, no en bienes y sevicios que les permitan insertarse en la división internacional del trabajo, sino en los bienes y servicios que los burócratas creen que son mejores para ellos, lo cual dilapida su tiempo, sus recursos y su riqueza.
Puede que la crisis –consecuencia, no lo olvidemos, de las políticas intervencionistas en materia monetaria– haya supuesto un parón en el desarrollo y en la reducción de la pobreza que se inició hace cuatro décadas. Pero desde luego, la erradicación del hambre no vendrá de la mano de gobiernos y burocracias ahítos de quitarle más dinero al empresario, sino de la continua extensión de los mercados a todos los lugares del mundo… incluyendo a África.