El pasado 28 de julio fue el día en que se certificó la muerte del tratado de Kioto. Ya nunca volverá a tener la relevancia que tuvo en el pasado. Se acabó. Ocupará un lugar poco digno en los libros de historia, y quedará enterrado como un fracaso de Naciones Unidas. Uno más. El lector se extrañará pensando cómo es posible que no le suene el asunto. Que muy poco de ello haya podido saber por televisiones, radios, periódicos. ¿Cómo es posible, si nos han estado machacando con el dichoso tratado, si nos han intentado producir noches de insomnio culpándonos de un inevitable fin del mundo causado por nuestro inaceptable deseo de vivir mejor? Yo tampoco tengo la respuesta.
Pero vamos al hecho. ¿Qué se produjo el 28 de julio que certificara el fin de Kioto? Un acuerdo firmado entre los Estados Unidos, Australia, China, India, Japón y Corea del Sur, que es muy diferente del firmado años atrás en la ciudad japonesa. El nuevo acuerdo, cuyo largo nombre tiene por acrónimo APPCDC, es de carácter voluntario y abarca a los países que emiten el 40 por ciento de los gases de efecto invernadero. Kioto (que no incluía ni a China ni a India), está basado en reducciones obligatorias de las emisiones. Países como los dos gigantes que acabo de citar, emiten cerca del doble de gases de efecto invernadero por dólar producido, y es por ahí por donde el nuevo acuerdo quiere lograr un desarrollo más limpio. El APPCDC prevé la transferencia de tecnologías limpias por parte de los países desarrollados, a los que lo están menos y usan, en consecuencia, otras más obsoletas. Es una apuesta por la tecnología y el desarrollo económico, opuesta a la filosofía del otro tratado.
El protocolo de Kioto es uno de esos fantasmas que se niegan a aceptar la realidad de su desaparición en este mundo. No es ya que no incluyan a las dos naciones llamadas a ser las primeras contaminantes del mundo, es que tampoco ha sido ratificado por los Estados Unidos. Incluso este país es más cumplidor del tratado que varias naciones europeas que presumen de haberlo firmado, como es el caso de España. No olvidemos que de 2001 a 2004 las emisiones europeas han aumentado un 3,6 por ciento, mientras que las de los Estados Unidos se han reducido ligeramente. Pero ahí sigue el viejo tratado, paseando su espectro por los despachos de políticos y empresarios.
El fracaso de Kioto, no nos engañemos, ha sido político, como política fue su inspiración. La evolución del clima siempre fue una excusa, una tea con la que amenazar conciencias. El objetivo fue siempre otro. Lo explicó claramente Jaques Chiraq en una reunión en La Haya de la Unión Europea: es “el primer paso para un gobierno auténticamente global”. No es el único que lo ha reconocido. Además, el APPCDC no ha pasado por el filtro ecologista de Naciones Unidas y Unión Europea, que han quedado por completo al margen. Este acuerdo podría ser un primer ejemplo de cómo las dos instituciones se pueden convertir en irrelevantes, o más bien de cómo lo son cada vez más. Los ecologistas están que trinan. Ven cómo se aleja el juguete de Kioto con el que deseaban controlar los recursos mundiales, Naciones Unidas mediante. Y comprueban cómo, en contra de sus deseos, hay naciones que han tomado la decisión de seguir creciendo, mejorando el nivel de vida de sus ciudadanos. No es un buen momento para el movimiento ecologista.
Lo que ha triunfado es la concepción de que un medio ambiente mejor solo puede conseguirse por la vía de un mayor desarrollo. Cuanto más ricos seamos, más medios tendremos para conseguir lo que queramos, como por ejemplo reducir las emisiones contaminantes, o las que tengan efectos perversos de otro tipo, como es el “invernadero”. Imponer la pobreza en los países ricos, como quieren los ecologistas, no nos traerá ningún efecto positivo; tampoco en el campo medioambiental.