Mediante el terror robespierrista que tanto admiraba se acabaría imponiendo violentamente un nuevo orden.
Se cumple el segundo centenario del nacimiento de Karl Marx. El legado de este alemán de origen judío, terrorista subversivo en su juventud y propagandista y activista político en su madurez, no ha podido ser más nocivo.
Las ideas que le han hecho célebre estuvieron profundamente equivocadas. El valor de los bienes y servicios no dependen de las horas de trabajo que hay detrás de ellos, sino de la utilidad que les atribuimos los consumidores. Las clases sociales no existen: los pobres se pueden enriquecer y los ricos empobrecer, en el mercado no hay derechos adquiridos y, más aún, en las sociedades libres la mayoría de las personas pertenece a una generalizada “clase” media. La teoría del subconsumo para explicar las crisis (considerar que el empresario tiene que aumentar la retribución del trabajador para que consuma lo producido, en lugar de poner el foco en que el empresario debe tener libertad para readaptar sus planes a las necesidades del momento) es de un burdo que asusta. El capitalista no explota al trabajador puesto que la plusvalía es la remuneración que obtiene el empresario por haber adelantado su dinero (pago por la renuncia a la preferencia temporal) y por haber asumido la incertidumbre de un proyecto (pago por la renuncia a la aversión al riesgo). La nacionalización de los medios de producción impide el cálculo económico y trae consigo una economía esclerotizada, de apenas subsistencia en el mejor de los casos y, desde luego, sin crecimiento ni innovaciones. Y así podríamos seguir con todas sus ocurrencias económicas, muchas de ellas refritos de añejas ideas erradas.
Pero sin duda lo peor de Marx es que fue el ideólogo del infierno totalitario comunista que comenzó a caer sobre buena parte de la humanidad unas décadas después, a partir de 1917, y del que todavía no nos hemos recuperado del todo.
El asalto sangriento a los cielos del poder político y la implantación de una dictadura del proletariado ilimitada son ideas abiertamente explícitas en el Manifiesto comunista. Marx incitaba a hacer tabla rasa con el pasado, a laminar las instituciones tradicionales (los hijos son propiedad del Estado, la religión es el opio del pueblo, los bienes inmuebles y las herencias deben ser confiscadas) y a inocular el odio en la sociedad a través de una dialéctica de buenos (unos proletarios con los que jamás se cruzó) y malos (el resto). Así, mediante el terror robespierrista que tanto admiraba, la aniquilación de sectores enteros de la población, se acabaría imponiendo violentamente un nuevo orden que dejaría expedito el camino a la clase dirigente para traer el paraíso a la tierra.
No son de extrañar, en ese sentido, los fuertes vínculos documentados entre el filósofo de Tréveris y el satanismo. Que el siniestro recuerdo de Moses Mordechai Marx Levi pese siempre sobre sus todavía muchos seguidores.