El liberalismo ofrece una salida al nacionalismo de unos u otros: la libre asociación o desasociación de las personas de una comunidad política.
El 11 de septiembre es la fecha en la que el nacionalismo catalán organiza su aquelarre anual en las calles «del pequeño país de ahí arriba»: la quintaesencia del colectivismo, la desaparición del individuo y la apoteosis del pueblo «como unidad de destino en lo universal».
Pero la respuesta que se arroja desde «la meseta» tiene lugar en términos similares: la soberanía nacional reside en el conjunto de los españoles, que es el único sujeto legitimado, como así sucedió hace casi cuarenta años, para determinar la pertenencia de Cataluña al Estado español.
Ante este panorama —y dejando al margen cuestiones como la manipulación histórica, el adoctrinamiento escolar o la instrumentalización del separatismo para enmascarar la corrupción—, el liberalismo ofrece una salida: la libre asociación o desasociación de las personas de una comunidad política, esto es, la negación a la comunidad política del derecho a imponer a cada individuo su particular ideal de vida. Los estatistas de un lado niegan a los catalanes el derecho a decidir; y los de otro conceden ese derecho únicamente a los catalanes. El liberalismo, en cambio, propugna el derecho a decidir de la manera más descentralizada posible: de españoles, a catalanes, a barceloneses… acabando, sin ánimo de ser exhaustivos, en los habitantes del barrio de Pedralbes. Libertad frente a Estado-nación.