No todos los políticos son igual de nocivos. Valga como botón de muestra el paso de Mariano Rajoy por La Moncloa.
La tentación es caer en el tópico: todos los políticos son iguales. Y es que, como acertadamente nos enseñó la Escuela de la Elección Pública, ese lugar común encierra una extraordinaria dosis de verdad. Pero, al cabo, no todos los políticos son igual de nocivos. Valga como botón de muestra el paso de Mariano Rajoy por La Moncloa.
Tras arrasar en las elecciones legislativas de 2011 por incomparecencia del rival, Mariano Rajoy y el Partido Popular se enfrentaban a la no excesivamente ardua tarea de mejorar la herencia de alocado keynesianismo del gobierno protopodemita de Zapatero. Contaban con todo el poder en las Cortes Generales y controlaban buena parte de los municipios y autonomías. No se trataba de exigirles reformas de corte liberal, teniendo en cuenta que desde el prócer gallego hasta prácticamente el último concejal del partido, así como una importante mayoría de sus votantes, vivían instalados en el consenso socialdemócrata, pero, al menos, sí cabía esperar una política tecnocrática y sensata, en la línea, por ejemplo, del Plan de Estabilización de 1959 de Ullastres y Navarro Rubio.
Nada más lejos de la realidad. Mariano Rajoy perpetró un gobierno de adocenados funcionarios que decidió que el desorbitado gasto público que padecíamos —muy superior al que nos podíamos permitir— resultaba intocable; que palió el grave problema del déficit con sangrantes subidas de impuestos y eliminaciones de deducciones fiscales; que creó una suerte de banca pública socializando pérdidas entre todos los contribuyentes; que se posicionó siempre en favor de los grupos organizados de presión en detrimento del conjunto de la sociedad; y que no promulgó nada en el BOE, salvo la muy timorata excepción de la reforma laboral, que supusiera un aumento de las libertades de los españoles.
Pero con todo y con eso, lo peor de estos cuatro años es que el gobierno ha colado a la opinión pública que adoptaba unas necesarias medidas impopulares y que la austeridad era un peaje ineludible. Así, Rajoy ha quedado en el imaginario colectivo como poco menos que el gran liquidador del Estado de Bienestar y de las conquistas sociales, cuando, en realidad, ha sido uno de sus máximos valedores, pues, más allá de la retórica, ni medidas impopulares ni austeridad. Tan solo una economía sostenida por la respiración artificial del BCE.
El estadista del Marca, aparentando ser lo que no era y apareciendo a ojos de la gente como un servidor de los mercados, a pesar de haberse comportado como un enemigo, ha dilapidado el ya de por sí escaso crédito del liberalismo —o siquiera una versión lejanamente parecida—en una sociedad tan paternalista como la española. Y, de esa manera, ha abierto la puerta al monstruo del populismo bolivariano. Veremos si acaba entrando. Desde luego, el camino no se le podía presentar más despejado.