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La Revolución de la muerte y la descivilización

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La Revolución de Octubre no fue una buena idea que salió mal, sino que fue una idea criminal desde el principio.

Se cumplen 100 años de la Revolución bolchevique. Nada hay que celebrar. Nada hubo de rescatable en aquel golpe de Estado llevado a cabo por una fanatizada, organizada y raquítica minoría de rusos encabezada por Lenin, Trotski y Stalin. Todo lo contrario. El asalto al Palacio de Invierno supuso el comienzo del periodo más trágico y oscuro que ha conocido la historia: la implantación del comunismo sobre buena parte del mundo con las consecuencias ya sabidas de más de 100 millones de muertos, un brutal cercenamiento de las libertades y miseria a raudales.

La Revolución de Octubre no fue una buena idea que salió mal, sino que fue una idea criminal desde el principio. Una idea que inexorablemente solo podía conducir a la más terrible desesperanza, salvo para esa minoría autoproclamada representante del pueblo y que con puño de hierro logró sojuzgar (mientras disfrutaba de innumerables privilegios) a una mayoría que, cuando no fue directamente laminada o enviada a campos de concentración, vivía bajo una total opresión política y civil y padecía un sistema económico que apenas permitía una triste subsistencia, sin acceso a innovación alguna.

Pero Lenin y su horda no surgieron de la nada, sino que fueron hijos de la Revolución francesa, que les enseñó el camino para la creación del hombre nuevo sin importar el coste en vidas que tan siniestro objetivo iba a implicar, y de Marx y Engels, que les confirieron el andamiaje teórico con el que justificar sus crímenes. 

La ya centenaria Revolución, en fin, recoge cualquier maldad imaginable (y que posteriormente hemos visto en otros regímenes totalitarios): la utilización de la mentira sistemática como gran arma política, la creación de una despiadada policía secreta para maniatar a la sociedad, el exterminio de sectores enteros de la población al ser considerados por su mera existencia enemigos potenciales del régimen y una absoluta devastación del cuerpo social tras la destrucción de instituciones tradicionales como la familia, la religión, etc., y sustituirlas por una forzosa y perruna obediencia al Estado en todos los órdenes.

Toca ahora acordarse de las victimas del comunismo que han sido y continúan siéndolo en Corea del Norte, Cuba, Zimbabue y Venezuela (en China y Vietnam los comunistas, asustados ante la barbarie que el socialismo real había producido, han abierto el régimen para poder mantenerse en el poder). Y seguir batallando intelectualmente hasta que a esa siniestra ideología no le quede un solo ápice de legitimidad. 

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