Si alguna razón de ser tendría el Estado, ésta sería la de garantizar el derecho a la vida y a la integridad física de sus habitantes, con el consiguiente encarcelamiento de quienes atenten contra tales derechos.
El Estado de Colombia, gracias al impulso de su máximo representante, el presidente Juan Manuel Santos, y las FARC, un grupo terrorista marxista-leninista —el más atroz que ha conocido Iberoamérica— que desde 1964 lleva tratando de implantar su totalitario modelo de sociedad con secuestros, violaciones, torturas y asesinatos salvajes, han llegado a un acuerdo de paz, sellado en La Habana de los sanguinarios hermanos Castro y auspiciado por el tonto útil de turno, en este caso Bergoglio, por medio del cual los criminales comunistas serán, gracias a una nueva Constitución, absueltos e integrados en la vida civil y política colombiana a cambio de la entrega de las armas.
Clama al cielo que muchos vean todavía en el Estado, en el Estado democrático y de derecho para más señas, una institución benefactora preocupada por garantizar la justicia y el orden social, cuando vez tras vez comprobamos que se trata única y exclusivamente de una organización al servicio de los intereses electoralistas de la clase política del momento. Y el ejemplo de este apretón de manos, tratándose de igual a igual, entre una entidad que supuestamente ampara a casi 50 millones de personas y una banda terrorista formada por unos pocos miles de miembros, es significativo. Porque si alguna razón de ser tendría el Estado, ésta sería la de garantizar el derecho a la vida y a la integridad física de sus habitantes, con el consiguiente encarcelamiento de quienes atenten contra tales derechos.
Pero el Estado colombiano no solo se ha mostrado incapaz de acabar durante estos últimos 52 años con una banda de facinerosos, que ha cometido los peores crímenes con amplia impunidad, sino que para remate absuelve a sus integrantes y les da carta de naturaleza política, con lo que eso supone: sentar las bases para la bolivarianización del país.
Por último, aunque no menos importante, una perversa derivada del Estado paternalista que vela por todos nosotros: la fortaleza de las FARC no se puede entender sin el narcotráfico. Su inmenso poder, su capacidad de extorsión, se explica a partir de la cocaína. ¿Y quién prohíbe el tráfico de drogas con la lógica consecuencia de permitir que se enriquezcan y empoderen aquellos que se dedican a operar —normalmente los peores elementos de la sociedad— en el mercado negro? Respóndase usted mismo.
2 comentarios
No veo cual es el problema
No veo cual es el problema con el ingreso de las FARC al Estado, son dos caimanes del mismo pozo. Venezuela se Bolivarianizo sola sin ningún tipo de tratado de paz con nadie; en otras palabras, el estado benefactor nos lleva a este desastre que hoy padecemos en Venezuela.
Mi solución habría sido permitir que las FARC se secesionaran en el territorio que controlaban, creo que habría sido mejor y mas barato para el colombiano de a pie.
Las Farc nunca han buscado
Las Farc nunca han buscado crear un Estado, via la secesión. Su andadura es la criminalidad. El tema no es la visión política de este grupo genocida, de hecho es compartida, y en forma refinada, por amplios sectores de la intelectualidad colombiana. Lo que pedimos, y cualquiera persona lo haría, es que los criminales de delitos horrendos deben ser encarcelados, o en su defecto dados de baja.Lo que pedimos los colombianos es que no nos asesinen en las carreteras; que los niños y niñas no sean reclutados y violados; que el comerciante, no sea extorsionado; que el ciudadano de a pié no sea secuestrado, asesinado y que así y todo cobren su rescate a la familia. Pregunto.: ¿Estamos pidiendo mucho? Vuelvo y pregunto: ¿es razonable, justificable o deseable que aquellos genocidas que diariamente destruyen la vida de la nación se alcen con el poder político para gobernar 49 millones de personas y de contera seamos los colombianos quienes paguemos con nuestro salario las pretensiones de ese grupo homicida ? Pues es eso lo que se consigna en ese ignominioso tratado de 297 páginas.