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Una aproximación a la libertad lingüística

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Se hace imprescindible acabar con un sistema, el de la inmersión en catalán, que crea contribuyentes de primera, los catalanoparlantes, y de segunda, los castellanoparlantes.

Después de cuatro décadas de monocultivo del catalán en el ámbito de la educación pública en Cataluña, la famosa inmersión lingüística que obliga a todos los alumnos a utilizar el catalán como lengua vehicular en la enseñanza, parece que algo se mueve. A rebufo de la aceleración que los separatistas catalanes han llevado a cabo en los últimos meses y de la consecuente respuesta del Estado español, ha surgido, siquiera de manera tímida, un rechazo desde algunos sectores políticos que viene a señalar la injusticia de esa situación para los millones de catalanes, aproximadamente la mitad, cuya lengua materna es el castellano.

Lo que viene sucediendo en Cataluña en relación a este particular cuenta con un añadido especialmente hipócrita y lacerante: los prebostes políticos que han impulsado este liberticida sistema se cuidan luego de llevar a sus hijos a colegios privados sin inmersión en catalán.

Vaya por delante que la solución que el liberalismo ofrece a un conflicto de este tipo no puede ser más clara y contundente: privatización total y absoluta de la educación, tanto de los centros como del currículo. Solo de manera muy subsidiaria podría tener cierto sentido una mínima intervención del Estado en este ámbito para ofrecer una cobertura educativa a quienes en un momento dado carecen de recursos.

De esta manera, con la privatización de la educación, debates tan polémicos como el que se está planteando en Cataluña a propósito de cuál debe ser la lengua en la enseñanza carecerían de sentido: cada centro elegiría libremente el idioma en el que se impartirían las clases. Y sería decisión de los padres optar por uno u otro (o por ofertas mixtas dado el caso).

Pero como un escenario así está más cerca de la ciencia-ficción que de la realidad, debe ofrecerse una respuesta al aquí y al ahora. Y, en ese sentido, que el Estado garantice que en Cataluña los padres puedan escoger en la enseñanza cualquiera de las dos lenguas que en esa región son oficiales resultaría una buena aproximación al mejor de los mundos posibles. Así, no habría que obligar a estudiar en catalán a los castellanoparlantes que no lo deseasen y, del mismo modo, tampoco tendrían que verse sometidos a una inmersión en español los catalanoparlantes que no lo aprobasen.

Los nacionalistas catalanes, para justificar la dictadura lingüística que han impuesto, suelen argumentar que el español es un gigante que hablan cientos de millones de personas en todo el mundo mientras que el catalán es una lengua minoritaria en peligro. Por tanto, es necesaria una intervención política que salve el amenazado idioma catalán de su desaparición. Esta visión, no por totalitaria menos extendida, supone un ataque a los derechos individuales más básicos, pues atribuye derechos a las lenguas y no a sus hablantes.

En definitiva, se hace imprescindible acabar con un sistema, el de la inmersión en catalán, que crea contribuyentes de primera, los catalanoparlantes, y de segunda, los castellanoparlantes. A falta de una verdadera y necesaria libertad educativa, que al menos unos y otros puedan elegir la lengua vehicular de sus hijos.

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