La automatización de los servicios de reparto: ¿amenaza o solución?

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Hace unos años hubo un encendido debate sobre si los kioskos de autoservicio (esas pantallas táctiles para hacer pedidos) estaban robando puestos de trabajo en los restaurantes de comida rápida, pese a que en el subconsciente colectivo ser “cajero del McDonalds” era considerado el trabajo con menor estatus en nuestra sociedad. Hoy el debate ha evolucionado, y es que parece que en unos años los riders podrían sufrir un destino parecido de la mano de pequeños robots autónomos que entregan a domicilio.

Estonia, el nuevo referente europeo

Recientemente, estuve de viaje en Estonia, un país al que muchos liberales miran con una paradójica mezcla de envidia y admiración. A menudo citada como un ejemplo de pragmatismo económico por los defensores de políticas liberales, Estonia ha logrado, a pesar de su modesta extensión territorial y población, posicionarse como una vanguardia en innovación y digitalización. Su atractivo régimen fiscal, caracterizado por la ausencia de impuesto sobre los beneficios reinvertidos, ha fomentado un clima de inversión y emprendimiento vibrante.

Sin embargo, la receta del éxito estonio va más allá de los impuestos bajos. Una apuesta temprana y decidida por la digitalización de la administración pública y los servicios, la simplificación burocrática extrema y una mentalidad abierta a la adopción de nuevas tecnologías han creado un ecosistema único. Esta combinación de políticas promercado con una visión de futuro tecnológica ha permitido que florezcan startups innovadoras y que se atraiga talento internacional, demostrando que la audacia en las reformas y la inversión en capital humano digital pueden catapultar incluso a las naciones más pequeñas al liderazgo económico y tecnológico.

Recuerdo que con mis amigos nos estuvimos refiriendo a Estonia como la Andorra del báltico, y parece que el tiempo ha tornado la broma en hecho.

Una de esas empresas estonias que supo aprovechar este entorno fue Bolt, que como Uber, tiene también de un servicio de entrega de comida a domicilio: Bolt Food. Algo que me pareció muy curioso (y no voy a mentiros, también adorable) fue que las entregas de Bolt Food las realizasen pequeños robots autónomos, que desde lejos se veían algo así como un cruce entre un coche teledirigido y Wall-e, el entrañable robotito de Pixar. En lo personal, como laboralista en ejercicio activo, estos repartidores mecanizados me dieron mucho que pensar, y es que en su momento la aparición de los repartidores de aplicaciones de comida cambió el panorama del derecho laboral español.

El impacto de la “ley rider”

La famosa sentencia sobre los repartidores de Glovo marcó un punto de inflexión al cuestionar la figura del trabajador autónomo en el contexto de las plataformas digitales. El Tribunal Supremo, en varias resoluciones, determinó que la relación entre Glovo y sus repartidores no era de un trabajador independiente, sino de un empleado por cuenta ajena. Argumentó que Glovo ejercía un control significativo sobre la actividad de los repartidores a través de la geolocalización, la asignación de pedidos, el sistema de puntuación y la organización del servicio, elementos propios de una relación laboral y no de una autonomía real.

Esta jurisprudencia sentó un precedente importante, impulsando la promulgación de la conocida como “Ley Rider” y obligando a las plataformas a reconocer los derechos laborales de sus repartidores, transformando así el concepto de autónomo en este sector específico de la economía digital española.

Ante una jurisprudencia tan vehemente, uno no puede sino pensar que aquellos que criticaban las condiciones laborales de los repartidores se alegrarían de que un trabajo tan penoso y tan mal regulado no tenga que ser llevado a cabo por personas. Diantres, creo que todos podemos estar de acuerdo en que la introducción de maquinaria pesada controlada remotamente supuso el fin de un trabajo históricamente tan duro como el de la minería. Nos encontramos con escenarios similares, ¿no?

Resulta llamativo observar la reciente controversia suscitada por la incursión de robots autónomos en el reparto a domicilio, especialmente cuando la crítica más vehemente proviene de sectores políticos que, paradójicamente, abogaron con fervor por la regulación de los repartidores de plataformas como Glovo.

Esta aparente contradicción revela una profunda paradoja en su visión del progreso y el mercado laboral. ¿Acaso la mejora en la eficiencia, la reducción de costes para el consumidor y la propia evolución tecnológica deben frenarse en aras de una concepción estática del empleo?

La insistencia en demonizar la automatización, contrastada con la previa demanda de intervención para proteger a los trabajadores de las apps, sugiere que la preocupación subyacente no reside en las condiciones laborales o los derechos de los consumidores, sino en una agenda más ideológica: la creación artificial de puestos de trabajo como un fin en sí mismo y la perpetuación de un conflicto capital-trabajo que justifique su continua injerencia en la economía.

Tres falacias para un dilema

Como ya he señalado, ¿os imagináis a un sindicato enviando a los mineros de nuevo a las minas porque qué dicen que los robots roban puestos de trabajo? Estaríamos ante un auténtico disparate, ¿verdad? Históricamente, la extracción de carbón y otros minerales era una labor extremadamente riesgosa, con derrumbes, explosiones de gas metano, enfermedades pulmonares (como la silicosis) y accidentes frecuentes que causaban numerosas muertes y lesiones graves.

Salvando las diferencias, no puedo evitar pensar en el reparo que uno siente, cuando se abstiene de pedir comida a domicilio, cuando las condiciones climatológicas son adversas o en el peor momento de una crisis como la del coronavirus, condiciones que un robot repartidor puede capear sin problemas.

La obsesión por crear puestos de trabajo a través de la regulación o la oposición a la automatización representa una forma de intervencionismo estatal que distorsiona el mercado laboral, conduciendo a una mala asignación de recursos y a una menor eficiencia económica general. No hay que olvidar que al final del día el trabajo es un medio para alcanzar la producción de bienes y servicios que satisfagan las necesidades y deseos de los consumidores. Por lo tanto, forzar la creación de empleos innecesarios, como Keynes sugirió irónicamente con su ejemplo de cavar y tapar zanjas, desvía recursos valiosos y reduce la productividad global.

Como señaló Schumpeter, con su destrucción creativa; nuevas tecnologías y métodos de producción desplazan empleos obsoletos, pero al mismo tiempo crean nuevas oportunidades y roles que a menudo son más cualificados y mejor remunerados.

Esto me lleva a la segunda falacia, y es que estas innovaciones suponen una pérdida para todos, salvo para el empresario, cuando la realidad es que el objetivo de la actividad económica es la satisfacción del consumidor al menor costo posible. Los consumidores tienen derecho a beneficiarse de los avances tecnológicos a través de precios más bajos y mejores servicios. Impedir la automatización para mantener empleos artificialmente infla los costes y restringe las opciones de los consumidores. Las empresas tienen el derecho a adoptar las tecnologías que consideren más eficientes para ofrecer sus productos y servicios. Restringir esta libertad en nombre de la creación de empleo es una violación de sus derechos de propiedad y de la libertad contractual.

Como alguien que ha vivido una era en la que lo único que podías pedirte en casa eran pizzas, no me resultaba descabellado el progresivo encarecimiento de los servicios de reparto a domicilio, pues no hay que olvidar que el repartidor debe cobrar su comisión y el restaurante ha de sacar beneficio. La automatización puede liberar a los individuos de trabajos tediosos y peligrosos, permitiéndoles dedicarse a actividades más productivas, creativas o incluso al ocio, lo que en última instancia puede enriquecer la sociedad. La especialización y la división del trabajo se ven impulsadas por la tecnología.

Finalmente, nos encontramos con la última falacia, y es que toda esta lucha contra la innovación y el progreso se amparan bajo el estandarte de la protección al trabajador, cuándo en realidad se trata del viejo deseo de enfrentar dialécticamente a trabajadores y empresarios. La resistencia al progreso tecnológico, disfrazada de protección laboral, revela una estrategia preocupante.

Al demonizar la automatización y los avances como la robótica en el reparto, se fomenta artificialmente una narrativa de conflicto irreconciliable entre empresarios ávidos de eficiencia y trabajadores amenazados por la obsolescencia. Esta confrontación orquestada no es más que una cortina de humo para justificar una mayor intervención estatal en la economía. Los burócratas y legisladores, erigiéndose en los supuestos protectores de la clase trabajadora, encuentran en esta lucha un pretexto para expandir su poder regulatorio y perpetuar su propia existencia (con los generosos salarios públicos que eso implica), financiados a través de los impuestos que gravan la productividad y la innovación.

En última instancia, esta persecución del progreso no busca el bienestar general, sino la consolidación de una clase política que se beneficia de la fricción económica y la limitación de la libertad empresarial y de elección del consumidor. Esos mismos políticos luego querrán implementar una jornada laboral de cuatro días sin querer aumentar la productividad o la competitividad, lo que en última instancia es como comer carne por el vegetarianismo.

Así pues, si algún día tu pedido de sushi llega sobre las ruedas de un entrañable robotito, no pienses que nos estamos adentrando en un futuro distópico en el que los seres humanos seremos declarados obsoletos. Por el contrario, considera que hemos dado un paso hacia una economía más eficiente que nos hará a todos un poco más ricos. 

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