Por Cláudia Ascensão Nunes. El artículo La democracia, en peligro fue publicado originalmente por FEE.
La Unión Europea acaba de presentar el llamado Escudo Europeo de la Democracia. El nombre, aunque prometedor, afirma “proteger” la democracia sobre la base de dos pilares que, en principio, deberían suscitar preocupación: combatir la “desinformación” y la “interferencia extranjera”.
Con ese fin, la UE creará un nuevo Centro Europeo para la Resiliencia Democrática, destinado a recopilar datos de los Estados miembros sobre manipulación informativa; manipulación e interferencia informativa extranjera (FIMI); y fenómenos clasificados como desinformación. El mismo paquete incluye también una red europea de verificadores de hechos independientes y un Observatorio Europeo de Medios Digitales, que estará dotado de capacidades de monitorización y análisis durante elecciones o momentos de crisis.
En cuanto a las elecciones libres y el riesgo de interferencia extranjera, la Comisión propone además financiar “periodismo independiente”. La ironía de que el periodismo financiado por instituciones políticas nunca pueda ser genuinamente independiente parece pasar desapercibida para la Comisión.
El Escudo Europeo de la Democracia se presenta como una iniciativa para “reforzar” la democracia en un momento en que la Unión teme un aumento de hostilidades externas. Sin embargo, al examinarlo de cerca, revela signos profundamente inquietantes para la propia democracia que afirma defender, empezando por el hecho de que no se basa en amenazas objetivas y definidas jurídicamente, sino en categorías inherentemente subjetivas como “desinformación”, “interferencia extranjera” o “crisis informativas”. La subjetividad de estos conceptos permite un margen de interpretación tan amplio que no solo corre el riesgo de convertirse en un instrumento de control político; casi parece diseñado como tal.
La Unión Europea es, al fin y al cabo, una entidad supranacional sobre la que la mayoría de los europeos no se siente plenamente informada, gobernada por una Comisión que no es elegida directamente por la ciudadanía. Por tanto, carece de la legitimidad democrática —y moral— para dictar cómo deben funcionar las democracias nacionales.
En los últimos años, la propia noción de “desinformación” se ha convertido en una herramienta ambigua y expansiva, que permite a gobiernos e instituciones establecer una narrativa oficial sobre lo que es aceptable, otorgándose autoridad moral para clasificar y eliminar opiniones consideradas “tóxicas” o “engañosas”. Esto conduce a una infantilización del ciudadano, como si el simple hecho de pensar de forma independiente fuese de algún modo sospechoso.
Además, el Escudo permite a la Comisión activar “mecanismos de respuesta conjunta” siempre que considere que existe una “crisis informativa”. Este es otro concepto indefinido y vago, que centraliza en la Comisión el poder de activar medidas excepcionales, como presionar a plataformas de redes sociales, dirigir medios de comunicación y coordinar campañas informativas. En la práctica, funciona como una forma de emergencia informativa permanente, sin supervisión democrática efectiva.
Al transformar a los verificadores de hechos en actores integrados dentro de una estructura institucional europea, la Comisión crea una autoridad para arbitrar la verdad política, una función incompatible con la democracia liberal, que depende del libre choque de ideas y de la pluralidad de interpretaciones.
Incluso el simple acto de supervisar las elecciones nacionales en cada Estado miembro concede a la Comisión un poder que no debería poseer, dado el principio de subsidiariedad, según el cual la Unión debe intervenir solo cuando los Estados no pueden actuar por sí mismos. Las elecciones nacionales son asuntos internos y deben seguir siéndolo.
Permitir que Bruselas ejerza influencia directa sobre la supervisión electoral abre la puerta a un escenario peligroso: la posibilidad de impugnar o incluso invalidar resultados nacionales bajo el pretexto de la “desinformación” o la “interferencia extranjera”. Este riesgo es aún mayor en un momento de ascenso de partidos euroescépticos en varios Estados miembros, incluidos aquellos que son pilares de la propia Unión.
En Francia, el Rassemblement National obtuvo un 31,37% en las elecciones europeas de junio de 2024, el mejor resultado de cualquier partido francés en 40 años. En Alemania, AfD obtuvo un 20,8% en las elecciones federales de 2025 y aparece con regularidad por encima del 25% en las encuestas nacionales.
Estos dos países son considerados Estados clave de la UE, no solo por su peso económico —juntos representan en torno al 40% del PIB de la UE—, sino también por el papel político estructurante que desempeñan en el proyecto europeo. El llamado motor franco-alemán suele determinar la dirección de la integración europea.
Si la Comisión Europea adquiere el poder de intervenir en la supervisión de elecciones nacionales precisamente en los países que sostienen la arquitectura de la UE, estaríamos ante un precedente institucional del que no habría retorno y que podría resultar desestabilizador para toda la Unión.
Para empeorar las cosas, la creación del Escudo coincide en la misma semana con la propuesta de la Comisión de una unidad europea de inteligencia, destinada a coordinar o agregar información de los servicios de inteligencia nacionales. Esta coincidencia sugiere un movimiento concertado hacia la centralización del poder informativo y de seguridad en Bruselas, sin un debate público significativo.
La democracia europea no necesita un “escudo” para controlar el discurso, supervisar elecciones o financiar a la prensa. Necesita ciudadanos informados, medios verdaderamente libres e instituciones que respeten la soberanía democrática de cada país, comenzando por una reforma interna de la propia Unión Europea. La UE debe volverse más transparente y, paradójicamente, más democrática, otorgando más poder de decisión al Parlamento Europeo, elegido por los europeos, y reduciendo el poder de la Comisión, que carece de legitimidad directa.


