La impronta cultural de Morante de la Puebla

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A muchos lectores les sorprenderá encontrar aquí —en las páginas del Instituto Juan de Mariana, un centro de estudios liberal— un artículo dedicado a un torero. Y no a uno cualquiera, sino a José Antonio Morante de la Puebla, que ni se declara liberal ni milita en causas políticas afines a las nuestras. Sin embargo, esta sorpresa inicial es precisamente la mejor puerta de entrada para reflexionar sobre una dimensión esencial, y a menudo olvidada, del liberalismo: su naturaleza no política.

El liberalismo no es sólo un conjunto de ideas sobre cómo organizar el poder o limitar al Estado; es, ante todo, una filosofía de vida que defiende la autonomía del individuo y su derecho a crear, sentir y expresarse sin tutela política. En esa esfera no política —la de la cultura, el arte, la imaginación— se juega buena parte de la libertad humana. Y, sin embargo, vivimos en tiempos en los que esa libertad creativa no está plenamente garantizada.

La censura no siempre adopta la forma burda de la prohibición: a menudo se disfraza de paternalismo institucional, de política cultural que reparte subvenciones, de discursos oficiales que deciden qué arte “orienta” o “educa” a la sociedad. En ese contexto, defender el derecho a crear y a emocionar sin permiso se convierte en una forma de resistencia liberal.

Ahí es donde entra Morante.

Durante más de dos décadas, el torero sevillano ha sido el hilo conductor del toreo contemporáneo, un artista que ha sabido capturar la imaginación de millones de aficionados y devolver a las plazas algo que muchos creían perdido: el estremecimiento de la belleza. Con su estética clásica y su personalidad indomable, ha arrastrado en masa a los jóvenes a los tendidos, contribuyendo a una de las etapas de mayor asistencia y vitalidad del toreo reciente.

Morante ha librado, a veces sin pretenderlo, una batalla cultural en dos frentes. Por un lado, desde la excelencia artística, reivindicando la tauromaquia como un arte mayor y demostrando que la libertad creativa —esa capacidad de reinterpretar lo antiguo a la luz del presente— sigue viva. Ha rescatado las tauromaquias más puras, las ha pasado por el tamiz de su sensibilidad y las ha hecho dialogar con los códigos contemporáneos. En un mundo que idolatra la uniformidad y el algoritmo, su originalidad es una lección de libertad.

Por otro lado, Morante no ha rehuido la confrontación política cuando ha sido necesaria. Lo hizo al implicarse directamente en la defensa institucional de la tauromaquia, contribuyendo a que el PSOE acabara absteniéndose en la iniciativa legislativa popular antitaurina y a que PP y Vox coincidieran en algo tan elemental —y tan liberal— como la libertad de acudir a los toros. Su intervención ayudó a recordar que el toreo, más allá de su dimensión artística o económica, es también un terreno donde se dirime la libertad cultural frente al intervencionismo moralizante.

Morante, sin declararse liberal, encarna uno de los valores más profundos del liberalismo: la afirmación del individuo frente al poder, la defensa de la belleza frente a la imposición ideológica y la reivindicación de lo singular en un mundo que castiga la diferencia.

En tiempos en los que la política pretende dictar qué debemos sentir, leer o admirar, un artista como Morante nos recuerda algo esencial: la libertad se conquista y el antiliberalismo… pues se torea.

Foto: Plaza de Toros de Las Ventas (Plaza 1)

2 comentarios

  1. Al hilo de esta interesante puntualización (la naturaleza no política del liberalismo, la necesidad de limitar el poder coactivo del Estado,
    que viene a ser la otra cara de la necesidad de defender la autonomía del individuo –de la persona, de cada persona– y su derecho a crear,
    sentir y expresarse sin tutela política) me gustaría hacer dos comentarios.

    Tienen que ver con sendas lecciones magistrales pronunciadas por Pedro Schwartz y por Félix Ovejero en la universidad de verano de 2021
    en El Escorial que organizaron la Fundación Civismo y New Direction (think tank fundado por Margaret Thatcher), y que refieren al concepto mismo
    de liberalismo (porque me quedé perplejo, y a uno me apunto –el de Pedro Schwartz– pero al otro no, en absoluto).

    Al concepto de liberalismo que no me apunto es al que indicó Félix Ovejero: Para él, un sistema liberal sería aquel que centraliza
    en una única instancia política todo el poder (como condición de libertad de cada ciudadano), como unidad de justicia y decisión.
    Y como modelo presentaba la constitución jacobina del año 1 (o sea, 1793, creo): un poder central, igualdad política y estado del bienestar.

    Aunque valoro la valiente y esforzada actividad de Félix Ovejero en un entorno nacionalista identitario muy beligerante (y homogeneizador
    y excluyente) en su Cataluña natal, no me apunto a ese modo de entender el liberalismo como una constitución jacobina centralista
    (centralista precisamente por ser de izquierdas, dijo, a la vez que se preguntaba que dónde estaban los izquierdistas “no reaccionarios”),
    que concentra todo el poder, y asume el derecho de decidir y regular sobre cualquier cosa y cualquier persona (justificado en un cómputo agregado
    de votos con igual valor –donde situaría él la libertad y la igualdad da cada ciudadano– provinientes de un determinado espacio geográfico.

    Por contra, Pedro Schwartz presentó, en una brillante exposición inagural, el liberalismo como una tradición [1] basada en una ética incompleta de mínimos
    (property rights, free speach…) y llamó a construir sobre la simpatía (por ejemplo The Theory of Moral Sentiments de A. Smith). Además señaló que cada uno, cada persona (además y más allá de esas virtudes procesuales de mínimos) necesitamos algo más para vivir y desarrollar una vida buena [2], meritoria, basada en unas virtudes adicionales “at the concrete level” que varían en cada campo (e incluso en algún caso podrías llegar a ser contradictorias; como el principio de excelencia, que no entra mucho en el liberalismo, y que ilustró con los músicos del Titanic, comparados con el capitán del Costa Concordia, que saltó del barco a las primeras de cambio, o los científicos tratando de descubrir la verdad, o ser bueno en tu profesión, y no solo por el resultado, o un torero y la vergüenza torera cuando no le sale el toro al que piensa hacerle la faena soñada, etc.).

    De estas dos visiones, entiendo que la de Félix Ovejero implica un uniformismo moral de máximos que es incompatible con la libertad (algo así como la democracia totalitaria que denunció Tocqueville, creo).
    Por el contrario, la visión de Pedro Schwartz busca y aplica la libertad y la igualdad en cada concreta actividad, en cada institución emergente, de abajo a arriba, tentativamente, señalando igualmente que “you need community to flourish” (que es distinto de comunitarismo que no distingue esos dos niveles morales).
    ___________________________
    [1] También señaló Pedro Schwartz que más bien que una tradición son dos, una de ellas falsa (individualista racionalista exacervada, ya que todos somos conducidos por diversos “drives, principles, unknowns”.
    [2] Y que si solo se toman las libertades negativas no es suficiente, pues se confunde a la gente, que confunden “what is right with what is good”. Por ejemplo, los precios de mercado nos dicen lo que la gente quiere. Pero lo que es bueno en relación a las virtudes concretas de cada campo (de cada actividad laboral, artística, etc.), es preciso primero encontrarlo/encontrarlas (esto es, no vienen dadas, y las reglas cambian constantemente bastante espontáneamente), y luego hay trabajar fuerte en ello.

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