La ¿nuevos? bloques de la economía global: decisiones políticas y tendencias históricas

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En los debates sobre el estado del mundo solemos caer en dos exageraciones que suelen ir en direcciones opuetas. La primera, pensar que el ciclo de la globalización se ha roto y que caminamos hacia una especie de autarquía generalizada. La segunda, suponer que todo seguirá igual, solo que con unos cuantos titulares más dramáticos sobre aranceles y cumbres fallidas. Entre ambas hay un diagnóstico más plausible y, a la vez, más incómodo: no estamos asistiendo al fin del intercambio global, sino a su reorganización política, a una globalización filtrada, más selectiva y más estratégica, en la que las relaciones económicas dejan de ser neutras y pasan a ser expresiones de una competencia geopolítica que ha vuelto a la mesa con vocación de quedarse. Es decir, nos guste o no, unas relaciones supranacionales donde la geopolítica pasa en muchos casos a tener más peso que la economía y donde la decisión más beneficiosa en términos económicos no es siempre la que se toma.

Neil Shearing, defiende precisamente esa idea en su nuevo libro The Fractured Age. Su argumento, resumido, es que el sistema internacional se está reordenando en torno a dos polos de poder que buscan reducir dependencia del rival y reforzar la interdependencia con aliados, de manera que el comercio no desaparece, pero cambia de dirección, de carácter y de precio. Las empresas seguirán comprando, vendiendo e invirtiendo a escala global, pero cada vez más teniendo en mente cuales son países fiables y países sospechosos, cada vez con más cláusulas de origen y de seguridad insertadas en contratos que antes se firmaban solo con variables de coste y calidad.

Para mí, lo más interesante del marco de Shearing es que evita la nostalgia y el pánico. No estamos en vísperas de un colapso semejante al de los años treinta. Pero tampoco vivimos ya en los años noventa, cuando la promesa de un mercado mundial integrado parecía, para muchos, un destino inevitable. Lo relevante, en su lectura, es que el mundo se irá organizando en torno a un eje estadounidense y otro chino, mientras un grupo amplio de países intentará moverse entre ambos sin hipotecar su margen de soberanía. Esa zona gris, que a menudo tratamos como un capítulo accesorio, será probablemente el gran escenario de la década.

Shearing añade munición cuantitativa a su argumento cuando estima que el bloque que gravita alrededor de Estados Unidos, al incluir a la mayoría de economías avanzadas, sigue siendo incomparablemente más potente que el que se agrupa en torno a China. Comparando en niveles de PIB per cápita actuales, habla de una distribución claramente favorable a Washington y sus aliados, cercana a dos tercios del producto mundial frente a una porción sensiblemente menor para el entorno chino; incluso en paridad de poder adquisitivo, donde el peso relativo chino crece, el bloque estadounidense mantendría ventaja. Reconoce, además, que la fuerza no es solo cuestión de tamaño. Es también diversidad productiva, control de tecnologías base y una arquitectura financiera cuya centralidad, por ahora, no tiene alternativa real.

Hasta aquí, cuesta discrepar. Estados Unidos conserva activos de enorme valor estructural. Sus mercados de capitales siguen siendo un imán natural para el ahorro global. Su sistema universitario, pese a las turbulencias recientes, continúa concentrando talento e investigación científica a gran escala. Su moneda sigue siendo el lenguaje común del comercio y la deuda internacional. Y sus alianzas militares crean dependencias inevitables para países que no están dispuestos a asumir en solitario el coste de su seguridad (y, si no, que se lo digan a la UE). Que todo esto se traduzca, automáticamente, en una victoria cómoda del bloque estadounidense en un mundo más fragmentado es otra cuestión muy diferente.

Aquí es donde el optimismo de Shearing parece excesivo. La razón principal es que el liderazgo geopolítico no se basa únicamente en el stock de activos bajo control de un país, sino una relación de confianza sostenida en el tiempo, y Estados Unidos lleva años jugando con fuego respecto a esa confianza. No hace falta recurrir a frases grandilocuentes para advertirlo. La volatilidad diplomática (por definirlo de manera suave), el recurso cada vez más frecuente a la amenaza arancelaria como instrumento de negociación y la tendencia a tratar a socios geopolíticos como adversarios han desgastado el capital político que permitía a Washington pedir disciplina estratégica a cambio de protección. El atlantismo no se mantiene solo por miedo al otro polo. También se mantiene por la convicción de que la principal potencia liderando el bloque cumple sus promesas incluso cuando le sale caro.

Si esa convicción se debilita, la arquitectura del bloque estadounidense no se derrumbará, pero seguramente se volverá más utilitaria, más condicional, etc. Los países que seguirán vinculados a la seguridad norteamericana puede que, a la vez, busquen alianzas alternativas en áreas tan relevantes como la energía, tecnología o materias primas. No es una rebelión contra EEUU. Es un seguro. Y los seguros se contratan justo cuando se percibe que el riesgo ha aumentado.

El segundo motivo para moderar el entusiasmo es que la tesis de una China incapaz de sostener un crecimiento relevante durante décadas peca de determinismo. Es evidente que el modelo chino ha acumulado desequilibrios, que el sector inmobiliario ha dejado rescoldos incómodos, que la demografía ya no empuja y que la confianza del capital privado se ha debilitado y sigue debilitándose. Pero también es evidente que China sigue teniendo un amplio recorrido de convergencia, que su base de capital humano es extraordinaria y que el Estado, por más rígido que parezca, ha demostrado capacidad de adaptación cuando el coste del error se ha vuelto, en ocasiones, demasiado alto.

La pregunta clave no es si China tiene problemas. Los tiene. La pregunta es si el sistema puede tolerar indefinidamente una economía en ralentización sin que el propio liderazgo revise prioridades. La historia de China recuerda que, cuando el crecimiento económico se encuentra amenazado por la política, las correcciones que parecían inviables pasan a ser urgentes.

Hay un tercer matiz que, desde mi punto de vista, también merece atención. La idea de que, al final, la mayoría de países se verán obligados a elegir un bando es intuitiva, pero no describe bien la sofisticación estratégica de muchas potencias medias. India, Indonesia, Vietnam, Arabia Saudí, Brasil o Turquía han entendido que su valor geopolítico aumenta precisamente porque pueden negociar con ambos, porque ofrecen mercados de escala, capacidad industrial emergente o posicionamientos regionales que ninguna de las potencias centrales quiere regalar al rival. En ese contexto, la “no alineación” no es una posición inteligente. Es una política de poder. Y será uno de los rasgos distintivos de esta década para estos países.

Ahora bien, aceptar estos matices no altera el diagnóstico de fondo. La economía mundial se está fragmentando en el sentido de que las reglas de la interdependencia se escriben con tinta política. Lo que sí altera es el modo de evaluar ganadores y perdedores. En un mundo de bloques, el riesgo es creer que habrá un vencedor neto con saldo positivo sostenido. Lo más probable es un deterioro relativo de la eficiencia global, un aumento de costes de coordinación y una proliferación de redundancias políticas y regulatorias necesarias pero caras. La resiliencia tiene un precio. Y ese precio se paga en capital duplicado, en inventarios colapsados y en cadenas de suministro no centradas ya en la minimización de costes sino de riesgos.

Como podemos leer todos los días, las principales empresas del mundo están reescribiendo sus manuales de compras con criterios de “país seguro” que antes no se empleaban en determinadas industrias. Los contratos de inversión incorporan cláusulas de origen, de trazabilidad y de contenido local que elevan la complejidad regulatoria. Los gobiernos están promoviendo políticas industriales que, en algunos sectores, son imprescindibles para no depender de un único proveedor y, en otros, rozan la tentación proteccionista de siempre. La línea divisoria entre seguridad económica y captura de rentas por intereses nacionales será, probablemente, uno de los debates más difíciles de los próximos años.

También se ve en la política climática. Un mundo menos cooperativo dificulta la coordinación en un área donde el cálculo de suma cero es, sencillamente, irracional. Si las potencias asumen que cualquier ventaja del otro es una derrota propia, el avance en descarbonización corre el riesgo de convertirse en una carrera fragmentada, con estándares incompatibles y con menos incentivos para compartir tecnología. La consecuencia no es solo un problema ambiental. Es también un problema de coste económico a largo plazo.

En este marco, lo más sensato es leer a Shearing como un buen punto de partida, no como un mapa definitivo del porvenir. Su intuición sobre la muerte lenta del viejo multilateralismo es razonable. Su descripción de un comercio que no desaparece, pero se reorienta, es convincente. Su cálculo del peso agregado del entorno estadounidense sirve para recordar una obviedad que a veces se difumina en el ruido: China no compite contra Estados Unidos en solitario, compite contra un conjunto de economías avanzadas que, cuando se coordinan, suman la mayor potencia industrial, financiera y tecnológica que existe.

Aún así, su lectura optimista del futuro del bloque estadounidense y su pesimismo sobre la capacidad de China para recomponer su modelo llevan implícito un supuesto demasiado básico: que los activos de una potencia se sostienen por inercia y que los errores del rival son irreversibles. Ninguna de las dos cosas es verdad. Estados Unidos puede debilitar sus ventajas si erosiona la confianza de sus aliados, si degrada su sistema universitario o científico o si convierte la política comercial en un instrumento discrecional y volatil. Por otro lado, China puede mejorar su desempeño económico si reequilibra su modelo, restituye incentivos al sector privado y vuelve a priorizar el crecimiento de la renta de los hogares frente a los intereses puramente políticos. Lo que decida cada uno en ese terreno doméstico acabará pesando tanto como los grandes movimientos geopolíticos.

Al final, la pregunta relevante no es quién tiene hoy mejores cartas, sino quién dejará antes de jugar contra sí mismo. Ese es el elemento que suele faltar en los análisis macroeconómicos y geopolíticos. El futuro de la economía mundial no dependerá solo de la rivalidad entre Washington y Pekín, sino de su capacidad para preservar sus propios fundamentos internos. El mundo se fragmenta, sí; pero el desenlace de esa fragmentación aún no está escrito, y será más fruto de decisiones políticas concretas que de tendencias históricas inevitables.

Álvaro Martín
Author: Álvaro Martín

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