Durante décadas hemos dado por hecho un reparto de papeles claro: los bancos centrales se ocupaban de la inflación y de suavizar el ciclo, y los ministerios de Hacienda supuestamente se encargaban de la sostenibilidad de las cuentas públicas. Ese arreglo, consolidado desde mediados de los noventa con la independencia de las autoridades monetarias y el establecimiento de objetivos de inflación, funcionó razonablemente bien mientras la deuda era manejable y el crecimiento nominal ayudaba. Hoy ese mundo ya no existe del todo. El volumen de pasivos soberanos, la cicatriz de dos grandes crisis y la sensibilidad social al coste de la vida han vuelto a difuminar la frontera entre lo monetario y lo fiscal.
El régimen dominante de aquellos años (metas de inflación, tipos de cambio flexibles y bancos centrales concentrados en los niveles de precios) descansaba sobre una condición no declarada: que las decisiones sobre el precio del dinero no pusieran en aprietos la financiación del Estado. Con niveles de deuda más reducidos y vencimientos bien distribuidos, esa condición se cumplía. En el presente, cada movimiento de tipos repercute, con retraso, pero con fuerza, sobre la factura de intereses que el Tesoro va refinanciando. Ese bucle convierte una decisión “técnica” en una cuestión con consecuencias presupuestarias y políticas tangibles.
El péndulo histórico ayuda a interpretar el cambio. En los años cincuenta y sesenta, la gestión del ciclo descansaba con naturalidad en la política fiscal, y los bancos centrales raramente eran independientes. Los tipos se movían mirando al tipo de cambio o a las necesidades del gobierno. A partir de los noventa, el péndulo giró: se blindó la independencia de las autoridades monetarias y se dejó al gobierno el trabajo de medio plazo. Aquella “separación” redujo la inflación y estabilizó expectativas. Pero coincidió con un mundo de menor endeudamiento y menor complejidad financiera que el actual.
Después llegó la ruptura. La crisis financiera global llevó los tipos a cero y obligó a desplegar herramientas que pocos esperaban ver a esa escala: compras masivas de activos para estabilizar mercados, apuntalar el crédito y evitar una depresión. La pandemia redobló el esfuerzo. El resultado fue un cambio estructural: una parte significativa de la deuda pública quedó en manos de los propios bancos centrales. Deshacer ese movimiento, es decir, dejar vencer títulos sin reinversión o venderlos, no es una mera operación contable. Exige dosificar ritmos, calibrar impactos y gestionar episodios de tensión que pueden disparar primas de riesgo o destapar fragilidades en el sistema financiero.
En este contexto, es ilusorio sostener que las decisiones monetarias no tienen consecuencias fiscales. Un alza de tipos para contener la inflación eleva, con el paso de los trimestres, la carga de intereses y reduce el margen presupuestario. A la inversa, una rebaja abarata el coste de la deuda y aligera la presión sobre el gasto. La independencia del banco central no borra esa interdependencia; obliga a gestionarla con prudencia. De ahí que veamos combinaciones que hace unos años habrían sorprendido: aumentar el tipo de interés mientras se utilizan instrumentos de estabilidad financiera o reinversiones selectivas para evitar disfunciones en ciertos segmentos del mercado de bonos.
El espejo de la posguerra suele aparecer en este debate. Entonces, con deudas muy elevadas, muchos países practicaron lo que hoy llamamos represión financiera: tipos administrados, controles de capital, tratamiento regulatorio favorable para la deuda pública y, en la práctica, rendimientos reales negativos para el ahorrador. Como mecanismo de reducción de la ratio deuda/PIB funcionó, pero a costa de distorsionar la asignación del capital y de incubar tensiones inflacionistas. Aunque un regreso pleno a ese mundo es improbable en economías abiertas, con mercados de capital globales y marcos legales más robustos, sí conviven hoy rasgos “blandos” que facilitan la colocación del pasivo soberano sin llegar a controles duros.
También han cambiado las expectativas sociales. Tras años de encarecimiento de la vivienda y de la cesta de la compra, los costes de la política monetaria son visibles y se discuten a diario. Ese ruido no debería dictar decisiones, pero condiciona la comunicación. Si un banco central compra bonos para contener un episodio de volatilidad mientras mantiene un sesgo restrictivo en tipos, necesita explicar con nitidez que no está dando marcha atrás en su objetivo de precios, sino usando instrumentos distintos para riesgos distintos. En economías con alto endeudamiento, la comunicación pasa a ser una herramienta esencial para preservar la credibilidad.
Europa añade una dificultad extra. Un único banco central convive con múltiples estados y con primas de riesgo que tienden a incrementarse cuando el mercado percibe trayectorias fiscales divergentes. Evitar que esa fragmentación rompa la transmisión de la política monetaria ha exigido instrumentos específicos y una guía clara: no se trata de financiar déficits de forma permanente, sino de impedir que una volatilidad desproporcionada desactive el canal de tipos. Es un equilibrio delicado por diseño. Si se interviene poco, el mecanismo se atasca; si se interviene demasiado, se diluye la señal de disciplina que deben enviar los mercados.
¿Qué hacer, entonces? No hay recetas mágicas, pero sí una agenda razonable. Para los bancos centrales, la prioridad sigue siendo devolver la inflación al entorno objetivo de forma sostenible. El resto de variables (tamaño del balance, ritmos de reinversión, facilidades extraordinarias) deben subordinarse a ese fin y ejecutarse con previsibilidad. Conviene evitar compromisos que alivian hoy y atan de manos mañana. Para los ministerios de Hacienda, la receta es menos vistosa pero igual de importante: distinguir gasto corriente de inversión, blindar partidas que elevan la productividad, dejar trabajar a los estabilizadores automáticos en las recesiones y consolidar cuando la economía lo permite.
La gestión activa del pasivo público es otra palanca a veces infrautilizada. Alargar vencimientos cuando existe ventana de mercado, diversificar la base inversora, evitar concentraciones de refinanciación y reducir la exposición a tipos variables, amortiguan el impacto de futuras subidas del precio del dinero. A ello se suma la importancia de una senda fiscal creíble y bien comunicada: cuando el mercado confía en la trayectoria, la prima de riesgo se contiene y el coste de financiación baja. No todo depende del banco central; un Tesoro que planifica y explica bien su estrategia, hace más eficaz la política monetaria y, además, ahorra recursos al contribuyente.
Conviene no olvidar el lado de la oferta. La vía menos dolorosa para reducir la ratio deuda/PIB no es inflar la economía ni recortar a ciegas, sino crecer más y mejor durante un periodo prolongado. Eso exige reformas que eleven la productividad, refuercen la seguridad jurídica, impulsen la competencia y el capital humano, y simplifiquen un marco regulatorio que a veces desincentiva la inversión. La política monetaria puede ganar tiempo; no puede crear crecimiento sostenido. Si se la fuerza a compensar carencias estructurales, solo se desplaza el problema y se agrandan los costes futuros.
De ahí que convenga huir de dos espejismos simétricos. No volveremos a la separación aséptica de los noventa, porque el tamaño de la deuda y la complejidad del sistema financiero hacen que cada decisión tenga varias derivadas. Tampoco vamos camino de un dirigismo financiero a la antigua usanza. Nos movemos hacia un terreno intermedio en el que la coordinación técnica es imprescindible, pero la confusión de roles sería letal. Coordinar es compartir información, calendario y diagnóstico; subordinar es renunciar al mandato. Mantener esa diferencia clara es parte de la tarea de los bancos centrales.
El reto político es sostener esa frontera con instituciones. Las leyes que fijan mandatos y salvaguardas importan mucho. Cambiar las reglas cada pocos años, o dejar resquicios para interferencias de corto plazo, encarece la financiación y deteriora la confianza. En cambio, la estabilidad normativa reduce primas de riesgo y permite que la política monetaria funcione mejor. La ciudadanía acepta con más naturalidad sacrificios temporales cuando percibe que responden a objetivos claros y a marcos que no se tuercen según la conveniencia del momento.
La economía política de la próxima década se jugará en ese espacio de interdependencia. Los bancos centrales deberán resistir el ruido y terminar el trabajo de reconducir la inflación, aunque el camino sea gradual. Los gobiernos tendrán que ordenar prioridades, revisar programas que nacieron “temporales” y se hicieron permanentes, y apostar por reformas que sostengan el crecimiento potencial. Si ambos cumplen, las líneas dejarán de ser difusas no porque se separen, sino porque se vuelvan previsibles y coherentes. Y la previsibilidad es, en última instancia, lo que demandan familias, empresas e inversores.
No es una promesa de un camino fácil. Es la constatación de que, con niveles de deuda elevados, no hay atajos indoloros y que las políticas públicas deben madurar al ritmo de los desafíos. La alternativa (forzar a los bancos centrales a mirar hacia otro lado o fiarlo todo a la inflación como impuesto encubierto) ya la conocemos y no termina bien. Mejor asumir cuanto antes que lo monetario y lo fiscal seguirán cruzándose, y que de esa interacción dependerá buena parte del crecimiento y del bienestar de los próximos años.