La unidad de cuenta como causa esencial del dinero

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Quienes me leen saben que soy un firme defensor de Carl Menger. Estoy convencido de que sus teorías sobre el valor, el intercambio y el dinero son las que mejor explican la realidad, por encima de cualquier otra teoría desarrollada desde entonces. De hecho, no fue hasta bien entrado el siglo XXI que algunos autores comenzaron a desarrollar su teoría en una línea verdaderamente fiel a Menger: Carlos Bondone, Antal Fekete, José Ignacio del Castillo y Juan Ramón Rallo destacan entre ellos.

Quisiera resaltar que este artículo surge de una serie de conversaciones muy productivas con Juan Ramón Rallo, de quien tanto he aprendido hace ya casi 20 años, y a quien desde aquí quiero enviarle mi más cariñosa felicitación por su merecidísimo Premio Instituto Juan de Mariana 2025. Su labor incansable, tanto como teórico riguroso como divulgador brillante al servicio de la Libertad, lo hacen más que merecedor de este reconocimiento.

¡Enhorabuena, profesor, y gracias una vez más por tanto!

Por supuesto, cualquier error que pueda haber en este artículo es responsabilidad únicamente mía. En mis artículos y en redes sociales suelo invocar una y otra vez, algunos dirán que cual papagayo, los razonamientos mengerianos. Pero no lo hago por devoción acrítica, sino porque creo sinceramente que su teoría sigue siendo la que mejor explica la realidad. Y, aunque muy rara vez considero pertinentes las correcciones que le hacen otros autores, nada me impide ni me impedirá señalar lo que considero un error en su obra si es que alguien lo identifica.

Un posible error es haber identificado la función de medio de intercambio como la causa esencial del dinero. Carlos Bondone en su momento propuso que, si bien la unidad de cuenta podría no ser la función esencial del dinero, sí que era la más importante porque servía para facilitar el cálculo económico. Pero en sus trabajos más recientes ha evolucionado esta posición para afirmar que, en efecto, la unidad de cuenta sí que es la causa del dinero y es su función esencial. Y aunque me ha costado varios años conseguir asimilar sus argumentos, he conseguido llegar por fin a la conclusión clara de que Bondone tiene toda la razón.

En la tradición de pensamiento de la escuela austriaca la expresión “cálculo económico”, nos hace pensar automáticamente en precios, pues Ludwig Von Mises excluía tajantemente que sobre el valor se pudieran realizar cálculos cardinales de ningún tipo. Y visto así, el cálculo económico solo puede ser una consecuencia de los precios, y los precios son una consecuencia del intercambio. 

La clave que nos ofrece Bondone está precisamente en revisar este orden causal de la teoría económica de la siguiente forma: El intercambio es anterior a los precios y al dinero. Y que cualquier intercambio requiere calcular cantidades previamente. 

Y yo añado que el cálculo económico es también necesario para valorar. Menger establece que un objeto sólo tiene valor cuando la cantidad deseada por los sujetos supera a la cantidad disponible para estos sujetos. Esto aplica también a toda mercancía, incluido el dinero. Eso sí, para que algo pueda ser mercancía y por tanto eventualmente dinero, debe tener además valor de cambio.

Pongamos un ejemplo sencillo: un cepillo de dientes ya usado o una dentadura postiza tienen valor de uso para su propietario, pero no valor de cambio para terceros (salvo casos muy excepcionales). Por lo general, nunca entran en el tráfico mercantil. El dinero, por el contrario, necesita sí o sí valor de cambio para poder circular.

Y aquí es donde entra en juego la unidad de cuenta: no podemos estimar si la cantidad deseada supera a la disponible sin antes definir una unidad con la que cuantificar esa cantidad. No hablamos de unidades estandarizadas, sino del concepto básico de unidad que ya usaban los hombres del Paleolítico: una manzana, un bisonte, una nuez.

La unidad elegida dependerá del acto de valoración: Bien puede ser un cántaro de agua, o un río entero si de lo que se trata es de negociar que tribu o nación es la propietaria del río. Pero debe haber alguna unidad, porque sin unidad no puede haber cuantificación, y sin cuantificación no puede concebirse la escasez, y por tanto el valor subjetivo. 

Hay que recordar que el valor subjetivo significa que la cantidad que necesita el sujeto es mayor que la cantidad disponible para ese sujeto.  Menger no utilizaba el término “escasez” para referirse a este concepto, y por una muy buena razón. Y es que es muy fácil interpretar escasez como mera rareza o escasez física objetiva, cuando él quiere referirse a escasez económica utilizando muy insistentemente la expresión “relación cuantitativa” entre la cantidad necesitada y la cantidad disponible. Por tanto, fue muy previsor al no utilizar el término “escasez” para evitar confusiones.

Por cierto, no quiero dejar de subrayar que en la cantidad necesitada ya va incluida la importancia o preferencia. 

El valor, como fenómeno subjetivo, surge cuando se identifica una necesidad insatisfecha. Y lo notable es que esa necesidad no requiere que el bien que la satisface exista realmente. Basta con que el sujeto lo conciba —aunque sea vagamente— como una posibilidad. En la Edad Media, alguien podía desear un “aparato para comunicarse instantáneamente a distancia”, aunque no existiera aún el teléfono. Esa necesidad ya genera valor subjetivo: Tenemos una unidad deseada aunque sea totalmente abstracta e indeterminada (“algo que me sirva para comunicarme”), frente a cero disponibles.

Este punto es esencial: el valor no está en los bienes y existe antes que los bienes. Y eso permite entender cómo el valor impulsa la acción humana. La necesidad mueve al individuo a buscar, imaginar o crear aquello que la satisfaga. Y para ello, incluso en un proceso interno como el intercambio intrapersonal o autístico de Robinson Crusoe, se requiere una unidad que permita valorar, calcular, comparar.  Para Crusoe posiblemente la unidad más conveniente para cuantificar serán sus horas de tiempo, y aquí saludamos muy de lejos a Marx.

Pero dejemos atrás a Marx y abracemos con entusiasmo al gran Ludwig von Mises, al menos para reconocerle que señala muy acertadamente que toda acción humana implica un intercambio. Ahora bien, todo intercambio presupone valor, y el valor, a su vez, presupone unidad porque como hemos dicho antes es ineludible pensar en cantidades necesitadas y disponibles. Todos intercambiamos nuestro tiempo y recursos para intentar obtener cosas que hemos decidido que tienen valor para nosotros. Y no podemos decidir si algo tiene valor o no sin unidad que cuantifique las cantidades.

El intercambio, ya sea intrapersonal o interpersonal es un acto que busca la satisfacción de un fin o necesidad, y presupone escasez.  Nótese que la mera posesión o atesoramiento ya es en sí mismo un intercambio intrapersonal en el tiempo. Esta presunción de escasez está presente tanto en Menger como en Mises, pues este último sólo considera susceptibles de intercambio los medios, y excluye del concepto de medio aquello que no es escaso (bien no económico en los términos de Menger).

La unidad que utilizamos para llegar a la conclusión de escasez es un concepto independiente del intercambio. El desarrollo y perfeccionamiento de estas unidades, comienza como “almacenes de valor” dentro del intercambio intrapersonal en el tiempo, por ejemplo estimamos que a igualdad de capacidad nutritiva, las nueces son mejor medio de intercambio en el tiempo que las castañas, simplemente porque duran más.  Esto ya lo hacen incluso las ardillas aunque sea instintivamente, consumen los frutos menos duraderos y atesoran los más duraderos.

La causa de que se intercambien intrapersonalmente las nueces y no las castañas es la mayor estabilidad de su valor, en este caso de uso. No hay que perder de vista que la finalidad del intercambio no es otra que preservar o aumentar el valor, no intercambiar por intercambiar.

Esto se traslada exactamente igual al intercambio interpersonal, y en un proceso de descubrimiento las mercancías que tienen cualidades más aptas para el intercambio que las hacen más intercambiables o vendibles (duraderas, divisibles, homogéneas, limitadas en cantidad, etc), son relativamente más estables en su valor y por tanto más convenientes para comparar el valor que se entrega versus el que se recibe en un intercambio.  

Las cualidades de las mercancías que facilitan su más fácil intercambio (vendibilidad) bien podrían ser la causa de que el valor de sus unidades marginales sea relativamente más estable en el tiempo gracias a sus cualidades (de nuevo nueces vs. castañas).

Y por estabilidad no me estoy refiriendo a la estabilidad ya final de lo que ya es dinero, sino al concepto más básico de estabilidad que es más bien conservación del valor, o que decaiga relativamente más despacio que el de otros bienes, como el sencillo ejemplo de las nueces frente a las castañas.

En conclusión, esta mayor conveniencia como unidad de cuenta más estable, en el sentido de que intercambiarlas intra e interpersonalmente suponen un menor quebranto económico, serían la causa de utilizarla como medio de atesoramiento o posición de seguridad o liquidez.  Démonos cuenta que nuestros colchones de tesorería modernos son, en esencia, exactamente lo mismo que el stock de nueces de la ardilla, que ya es un intercambio intrapersonal en el tiempo. 

Luego, y con lógica consecuencia los distintos bienes compiten como medio de intercambio interpersonal o mercancía, y finalmente la mercancía cuyo valor es relativamente más estable que las demás, aquella que es mejor unidad de cuenta, pasa a ser dinero.

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