León XIV y Rerum novarum: de la revolución industrial a la era digital (III)

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En las entregas de mayo y junio, estuvimos confrontando con los planteamientos liberales algunas de las cuestiones fundamentales de las que se ocupaba la famosa encíclica del papa León XIII –Rerum Novarum, (en adelante, “RR”)– por la importancia que el papa actual, León XIV, le da al enfoque con el que aquel aborda la cuestión social, hasta el punto de haber elegido León como nombre, entre otras razones, por ello (por su “defensa de la dignidad humana, la justicia y el trabajo”, como vimos).

Así, en el artículo de junio concluíamos apuntando a cómo León XIII abordaba la cuestión del salario libremente acordado entre las partes, si bien dejamos para otro artículo su análisis profundo y su confrontación con los principios liberales.

En efecto, ya desde el primer punto de RR, León XIII hace una declaración de principios sobre la cuestión, y, si bien no deja de advertir de los peligros populistas en los que se basan muchos socialistas:

Es difícil realmente determinar los derechos y deberes dentro de los cuales hayan de mantenerse los ricos y los proletarios, los que aportan el capital y los que ponen el trabajo. Es discusión peligrosa, porque de ella se sirven con frecuencia hombres turbulentos y astutos para torcer el juicio de la verdad y para incitar sediciosamente a las turbas.

También destaca, en dicho punto de la encíclica, lo que considera un mal al que hay que enfrentarse:

Sea de ello, sin embargo, lo que quiera, vemos claramente, cosa que en que todos convienen, que es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa, ya que, disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores. Hizo aumentar el mal la voraz usura, que, reiteradamente condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por hombres codiciosos y avaros baja una apariencia distinta. Añádase a esto que no sólo la contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios.

Así, vamos a empezar desarrollando un poco más la doctrina de León XIII sobre los salarios, para después analizar si se trata de una postura conciliable o no con el liberalismo.

1.  la doctrina de rerum novarum sobre los salarios

Además de la declaración de principios que hemos visto más arriba, y que se expone en el punto primero de la encíclica, en toda ella son constantes las referencias al trabajo, a la importancia que el mismo tiene tanto para el trabajador como para la sociedad, y al papel que deben jugar los salarios como medio a través del cual pueda el trabajador sustentarse -a sí mismo y a su familia-. Así, por ejemplo, en el punto 3º de la encíclica se señala que:

Sin duda alguna, como es fácil de ver, la razón misma del trabajo que aportan los que se ocupan en algún oficio lucrativo y el fin primordial que busca el obrero es procurarse algo para sí y poseer con propio derecho una cosa como suya. Si, por consiguiente, presta sus fuerzas o su habilidad a otro, lo hará por esta razón: para conseguir lo necesario para la comida y el vestido.

Destacando en el punto 14º la necesidad de que se produzca una colaboración entre trabajadores y capitalistas, sin que ambas clases sociales se enfrenten o deban considerarse enemigas:

Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo. Es esto tan ajeno a la razón y a la verdad, que, por el contrario, es lo más cierto que como en el cuerpo se ensamblan entre sí miembros diversos, de donde surge aquella proporcionada disposición que justamente podríase llamar armonía, así ha dispuesto la naturaleza que, en la sociedad humana, dichas clases gemelas concuerden armónicamente y se ajusten para lograr el equilibrio. Ambas se necesitan en absoluto: ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro salvajismo.

Destacando, en el punto 15º una serie de deberes que corresponden a cada una de las partes, empezando por los del trabajador:

(…) es decir, llamando a ambas clases al cumplimiento de sus deberes respectivos y, ante todo, a los deberes de justicia. De esos deberes, los que corresponden a los proletarios y obreros son: cumplir íntegra y fielmente lo que por propia libertad y con arreglo a justicia se haya estipulado sobre el trabajo; no dañar en modo alguno al capital; no ofender a la persona de los patronos; abstenerse de toda violencia al defender sus derechos y no promover sediciones; no mezclarse con hombres depravados, que alientan pretensiones inmoderadas y se prometen artificiosamente grandes cosas, lo que lleva consigo arrepentimientos estériles y las consiguientes pérdidas de fortuna.

Pero sin dejar de señalar, también, los deberes propios de los patronos, destacando, como uno de los primordiales, “el de dar a cada uno lo que sea justo”:

Y éstos, los deberes de los ricos y patronos: no considerar a los obreros como esclavos; respetar en ellos, como es justo, la dignidad de la persona, sobre todo ennoblecida por lo que se llama el carácter cristiano. Que los trabajos remunerados, si se atiende a la naturaleza y a la filosofía cristiana, no son vergonzosos para el hombre, sino de mucha honra, en cuanto dan honesta posibilidad de ganarse la vida. Que lo realmente vergonzoso e inhumano es abusar de los hombres como de cosas de lucro y no estimarlos en más que cuanto sus nervios y músculos pueden dar de sí. E igualmente se manda que se tengan en cuenta las exigencias de la religión y los bienes de las almas de los proletarios. Por lo cual es obligación de los patronos disponer que el obrero tenga un espacio de tiempo idóneo para atender a la piedad, no exponer al hombre a los halagos de la corrupción y a las ocasiones de pecar y no apartarlo en modo alguno de sus atenciones domésticas y de la afición al ahorro. Tampoco debe imponérseles más trabajo del que puedan soportar sus fuerzas, ni de una clase que no esté conforme con su edad y su sexo. Pero entre los primordiales deberes de los patronos se destaca el de dar a cada uno lo que sea justo.

Aunque el propio León XIII reconoce, en el mismo punto 15º de la encíclica, la dificultad de establecer la medida de dicho salario:

Cierto es que para establecer la medida del salario con justicia hay que considerar muchas razones; pero, generalmente, tengan presente los ricos y los patronos que oprimir para su lucro a los necesitados y a los desvalidos y buscar su ganancia en la pobreza ajena no lo permiten ni las leyes divinas ni las humanas. Y defraudar a alguien en el salario debido es un gran crimen, que llama a voces las iras vengadoras del cielo. «He aquí que el salario de los obreros… que fue defraudado por vosotras, clama; y el clamor de ellos ha llegado a los oídos del Dios de los ejércitos»”.

Destaca, además, que no se encuentran patronos y obreros en la misma posición para poder velar por sus propios intereses:

Por último, han de evitar cuidadosamente los ricos perjudicar en lo más mínimo los intereses de los proletarios ni con violencias, ni con engaños, ni con artilugios usurarios; tanto más cuanto que no están suficientemente preparados contra la injusticia y el atropello, y, por eso mismo, mientras más débil sea su economía, tanto más debe considerarse sagrada.

Y critica, en el punto 32º, la consideración de que pueda entenderse por “salario justo” simplemente el acordado entre las partes por libre consentimiento:

Atacamos aquí un asunto de la mayor importancia, y que debe ser entendido rectamente para que no se peque por ninguna de las partes. A saber: que es establecida la cuantía del salario por libre consentimiento, y, según eso, pagado el salario convenido, parece que el patrono ha cumplido por su parte y que nada más debe. Que procede injustamente el patrono sólo cuando se niega a pagar el sueldo pactado, y el obrero sólo cuando no rinde el trabajo que se estipuló; que en estos casos es justo que intervenga el poder político, pero nada más que para poner a salvo el derecho de cada uno. Un juez equitativo que atienda a la realidad de las cosas no asentirá fácilmente ni en su totalidad a esta argumentación, pues no es completa en todas sus partes; le falta algo de verdadera importancia.

Así, en el citado punto, la encíclica reconoce que “en lo personal” el obrero es libre de pactar el salario que considere:

Trabajar es ocuparse en hacer algo con el objeto de adquirir las cosas necesarias para los usos diversos de la vida y, sobre todo, para la propia conservación: «Te ganarás el pan con el sudor de tu frente». Luego el trabajo implica por naturaleza estas dos a modo de notas: que sea personal, en cuanto la energía que opera es inherente a la persona y propia en absoluto del que la ejerce y para cuya utilidad le ha sido dada, y que sea necesario, por cuanto el fruto de su trabajo le es necesario al hombre para la defensa de su vida, defensa a que le obliga la naturaleza misma de las cosas, a que hay que plegarse por encima de todo. Pues bien: si se mira el trabajo exclusivamente en su aspecto personal, es indudable que el obrero es libre para pactar por toda retribución una cantidad corta; trabaja voluntariamente, y puede, por tanto, contentarse voluntariamente con una retribución exigua o nula. Mas hay que pensar de una manera muy distinta cuando, juntamente con el aspecto personal, se considera el necesario, separable sólo conceptualmente del primero, pero no en la realidad. En efecto, conservarse en la vida es obligación común de todo individuo, y es criminoso incumplirla. De aquí la necesaria consecuencia del derecho a buscarse cuanto sirve al sustento de la vida, y la posibilidad de lograr esto se la da a cualquier pobre nada más que el sueldo ganado con su trabajo.

Pero para León XIII la justicia natural exige que el salario sea suficiente para alimentar al obrero y a su familia, debiendo, si fuese necesario, actuar la autoridad pública para garantizarlo:

Pase, pues, que obrero y patrono estén libremente de acuerdo sobre lo mismo, y concretamente sobre la cuantía del salario; queda, sin embargo, latente siempre algo de justicia natural superior y anterior a la libre voluntad de las partes contratantes, a saber: que el salario no debe ser en manera alguna insuficiente para alimentar a un obrero frugal y morigerado. Por tanto, si el obrero, obligado por la necesidad o acosado por el miedo de un mal mayor, acepta, aun no queriéndola, una condición más dura, porque la imponen el patrono o el empresario, esto es ciertamente soportar una violencia, contra la cual reclama la justicia. Sin embargo, en estas y otras cuestiones semejantes, como el número de horas de la jornada laboral en cada tipo de industria, así como las precauciones con que se haya de velar por la salud, especialmente en los lugares de trabajo, para evitar injerencias de la magistratura, sobre todo siendo tan diversas las circunstancias de cosas, tiempos y lugares, será mejor reservarlas al criterio de las asociaciones de que hablaremos después, o se buscará otro medio que salvaguarde, como es justo, los derechos de los obreros, interviniendo, si las circunstancias lo pidieren, la autoridad pública.

Para ver cómo entiende León XIII el derecho natural, podemos acudir, por ejemplo, a su encíclica “Libertas Praestantissimum” (en adelante, “LP”), en cuyo punto 7º se señala:

Entre estas leyes humanas hay algunas cuyo objeto consiste en lo que es bueno o malo por naturaleza, añadiendo al precepto de practicar el bien y de evitar el mal la sanción conveniente. El origen de estas leyes no es en modo alguno el Estado; porque así como la sociedad no es origen de la naturaleza humana, de la misma manera la sociedad no es fuente tampoco de la concordancia del bien y de la discordancia del mal con la naturaleza. Todo lo contrario. Estas leyes son anteriores a la misma sociedad, y su origen hay que buscarlo en la ley natural y, por tanto, en la ley eterna. Por consiguiente, los preceptos de derecho natural incluidos en las leyes humanas no tienen simplemente el valor de una ley positiva, sino que además, y principalmente, incluyen un poder mucho más alto y augusto que proviene de la misma ley natural y de la ley eterna.

Por lo demás, queremos también destacar que en la citada LP señala León XIII, en su primera frase, que:

La libertad, don excelente de la Naturaleza, propio y exclusivo de los seres racionales, confiere al hombre la dignidad de estar en manos de su albedrío y de ser dueño de sus acciones.

Destacando, en el punto 17º de RR, que la propiedad es un derecho natural:

Poseer bienes en privado, según hemos dicho poco antes, es derecho natural del hombre, y usar de este derecho, sobre todo en la sociedad de la vida, no sólo es lícito, sino incluso necesario en absoluto. «Es lícito que el hombre posea cosas propias. Y es necesario también para la vida humana».

Si bien su uso está limitado:

Y si se pregunta cuál es necesario que sea el uso de los bienes, la Iglesia responderá sin vacilación alguna: «En cuanto a esto, el hombre no debe considerar las cosas externas como propias, sino como comunes; es decir, de modo que las comparta fácilmente con otros en sus necesidades. De donde el Apóstol dice: “Manda a los ricos de este siglo… que den, que compartan con facilidad”».

2.  ¿Es la doctrina de Rerum Novarum releacionada con los salarios compatible con el liberalismo?

Si bien es cierta la defensa que León XIII hace de la libertad y del derecho de propiedad, muchos liberales no estarán de acuerdo con lo que se afirma en RR sobre la necesidad, según el derecho natural, de que se considere como requisito suficiente para tachar a un salario de justo el que haya sido libremente acordado por las partes. Aún así, si lo analizamos con algo de detalle, la postura de RR respecto de los salarios, que hemos resumido más arria, no está tan lejos de la postura de muchos liberales.

A.   La posibilidad de conculcar los principios de justicia liberales

En efecto, si bien el liberalismo, como corriente de pensamiento, no es monolítica y existen diferentes corrientes, el elemento esencial de su planteamiento es la necesidad de proteger -garantizar- libertad de cada individuo para desarrollar sus proyectos vitales (respetando el mismo derecho en los demás), debiendo destacarse, en consecuencia, no sólo la libertad de acción del individuo para actuar como considere sin que se lo impidan -salvo que con ello afecte a la libertad de otros-, sino también su derecho de propiedad (entendido como el principio que regula la relación entre el sujeto y el entorno material que le rodea y que necesita para alcanzar sus fines) y su capacidad para celebrar pactos con otros individuos y que debe cumplir. Así, sobre dichos principios se puede construir, según los liberales, un entorno jurídico que permite no sólo la coexistencia pacífica, sino la interacción entre individuos que ayude a solventar los problemas de información e incentivos de los que hablan, entre otros, los autores de la Escuela de la elección pública, además de evitar situaciones de poder en las que algunas partes abusen ilegítimamente de su situación imponiéndose a otros.

Si nos quedásemos sólo ahí, se podría afirmar que la postura de RR sobre los salarios a la que nos hemos referido es incompatible con los planteamientos liberales, ya que, si bien la encíclica reconoce, implícita o explícitamente, el valor de la libertad, del derecho de propiedad o de la obligación de cumplir con lo pactado, establece la posibilidad de que se den situaciones en las que esos principios puedan violarse en beneficio de un bien que considera superior, como es el sostenimiento digno y decoroso del trabajador y de su familia.

Sin embargo, muchos liberales, entre ellos Lomasky o Nozick, consideran que pueden existir excepciones a los tres principios señalados más arriba, principalmente en aquellas circunstancias que impidan a los individuos la capacidad de ejecutar los propios fines, ya que, como veíamos más arriba, el objetivo de los tres principios citados era crear las condiciones para que, persiguiendo cada individuo sus propios fines, se pueda conseguir una coordinación mutuamente beneficiosa. Así, vienen a argumentar, si dicha coordinación se hace inviable, al existir circunstancias que impiden la posibilidad de conseguir dichos fines, los principios habrán dejado de tener utilidad y podrían conculcarse (así, no sería ilícito que un sujeto en una barca en medio del océano atente contra la libertad de su compañero obligándole a remar para conseguir llegar a la orilla; como tampoco lo sería que alguien al borde de la inanición atentase contra el derecho de propiedad de otro quitándole la comida que el primero necesita para sobrevivir o que alguien que libremente ha acordado convertirse en esclavo de por vida incumpla el pacto libremente suscrito) Eso sí la violación de tales principios habrían de ser la mínima imprescindible para anular las condiciones que impedían esa interacción coordinada y beneficiosa.

Vemos, pues, que a partir del enfoque liberal que hemos visto, se pueden justificar excepciones o conculcaciones de los principios de justicia con los que se construyen las circunstancias sociales necesarias para lograr el objetivo de su ética: la coordinación beneficiosa de las actuaciones individuales. Para RR también existen excepciones a la libre autonomía de las partes a la hora de acordar libremente un salario. Es más, los supuestos que pueden implicar la excepción son los mismos (inanición, necesidad de la propia conservación), aunque pueda ser distinto el límite en las circunstancias a partir del cual se puedan conculcar dichos principios o lo que se considera como mínima vulneración imprescindible. De hecho, como también se deduce de lo visto, ambas posturas abogan por evitar el abuso ilegítimo del poder.

B.   SOBRE LOS LÍMITES EN LA OBLIGACIÓN DE SOCORREN A LOS DEMÁS EN RERUM NOVARUM

Pero es que, además, el punto 17º de RR destaca, como ya indicamos en los artículos anteriores, que la su doctrina no puede obligar a nadie a socorrer a los demás con lo necesario para los usos personales del que socorre -o de los suyos-:

A nadie se manda socorrer a los demás con lo necesario para sus usos personales o de los suyos; ni siquiera a dar a otro lo que él mismo necesita para conservar lo que convenga a la persona, a su decoro: «Nadie debe vivir de una manera inconveniente».

Distinguiendo, además, entre los deberes de justicia, y los deberes de caridad cristiana que no pueden imponerse por la ley:

Pero cuando se ha atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los indigentes con lo que sobra. «Lo que sobra, dadlo de limosna». No son éstos, sin embargo, deberes de justicia, salvo en los casos de necesidad extrema, sino de caridad cristiana, la cual, ciertamente, no hay derecho de exigirla por la ley. Pero antes que la ley y el juicio de los hombres están la ley y el juicio de Cristo Dios, que de modos diversos y suavemente aconseja la práctica de dar: «Es mejor dar que recibir», y que juzgará la caridad hecha o negada a los pobres como hecha o negada a El en persona: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Todo lo cual se resume en que todo el que ha recibido abundancia de bienes, sean éstos del cuerpo y externos, sean del espíritu, los ha recibido para perfeccionamiento propio, y, al mismo tiempo, para que, como ministro de la Providencia divina, los emplee en beneficio de los demás. «Por lo tanto, el que tenga talento, que cuide mucho de no estarse callado; el que tenga abundancia de bienes, que no se deje entorpecer para la largueza de la misericordia; el que tenga un oficio con que se desenvuelve, que se afane en compartir su uso y su utilidad con el prójimo».

Con ello estamos también viendo la compatibilidad del planteamiento de RR con algunas de las críticas que se hacen desde el liberalismo a posturas socialistas en relación con los salarios. En efecto, como señalan los liberales, si los trabajadores percibieran, como pretenden los marxistas, el “producto íntegro de su trabajo” (percibiendo por completo los ingresos por la venta de los productos y/o servicios -tras descontar lo gastado en insumos-), los capitalistas, o sus empresas, dejarían de recibir remuneración por el capital aportado y desaparecerían -y con ellos el empleo- ante la imposibilidad de reponer el capital, lo cual es claramente contrario al espíritu de RR y a las afirmaciones que hemos visto sobre la necesidad de que trabajo y capital cooperen. De hecho, en el punto 3º de la encíclica, León XIII pone en valor el ahorro como medio para obtener rentas futuras:

Luego si, reduciendo sus gastos, ahorra algo e invierte el fruto de sus ahorros en una finca, con lo que puede asegurarse más su manutención, esta finca realmente no es otra cosa que el mismo salario revestido de otra apariencia, y de ahí que la finca adquirida por el obrero de esta forma debe ser tan de su dominio como el salario ganado con su trabajo.

Pero es que, si el capitalista sólo obtuviese lo imprescindible para sobrevivir él y reinvirtiese exclusivamente lo imprescindible para mantener la estructura vigente de capital, se impediría la innovación y el progreso, destacándose, en el punto 23º de RR, la importancia, entre otros, del progreso de la industria y del comercio como requisitos para la prosperidad de las naciones, objetivo al que deben tender los que gobiernan:

Así, pues, los que gobiernan deber cooperar, primeramente y en términos generales, con toda la fuerza de las leyes e instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya que éste es el cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes. Ahora bien: lo que más contribuye a la prosperidad de las naciones es la probidad de las costumbres, la recta y ordenada constitución de las familias, la observancia de la religión y de la justicia, las moderadas cargas públicas y su equitativa distribución, los progresos de la industria y del comercio, la floreciente agricultura y otros factores de esta índole, si quedan, los cuales, cuanto con mayor afán son impulsados, tanto mejor y más felizmente permitirán vivir a los ciudadanos.

Vemos, por tanto, que en esto también parecen compatibles ambas posturas.

C.   SOBRE EL PAPEL DEL ESTADO

Como veíamos más arriba, el punto 32º de RR establece que puede ser la autoridad pública la última instancia o recurso para garantizar el cumplimiento de la justicia natural. Por tanto, incluso en esto podrían también estar de acuerdo los liberales, si no todos, al menos los minarquistas, que consideran que el Estado puede justificarse si sirve a la consecución de la justicia en los términos que hemos planteado más arriba.

3.  conclusión

A la vista de todo lo anterior, no sólo del presente artículo, sino de los dos anterior, parecería que los planteamientos éticos y económicos de León XIII (y que se deducen de sus encíclicas, especialmente de Rerum Novarum) son perfectamente compatibles con los postulados de los planteamientos liberales.

Lo cierto es, sin embargo, que si se analizan con profundidad no lo son tanto, ya que parten de una muy distinta concepción del hombre, de lo que es la libertad, de lo que es la justicia, de los fundamentos y objetivos últimos de los planteamientos éticos… y que esa diferente cosmovisión puede llevar a conclusiones diferentes si se aplica a la sociedad de hoy. Pero de todo eso nos ocuparemos en próximos artículos.

Serie ‘León XIV y Rerum novarum: de la revolución industrial a la era digital’

(I), (II).

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