Mis abuelos maternos vivían en la calle Bravo Murillo, casi esquina con Reina Victoria. Muchos de mis recuerdos de la infancia son de esa calle, sus comercios, y sus gentes. Desde hace algunos años, cada vez que visito la zona me asombra contemplar la manera en la que puede cambiar un lugar en tan poco tiempo, simplemente por ser habitado por personas muy diferentes en apenas unos escasos lustros.
Para un español doblar la esquina de Reina Victoria y entrar en Bravo Murillo es como cruzar la frontera con otro país. Nadie te pide el pasaporte, los autobuses siguen siendo de la EMT y las bocas de metro siguen el formato habitual, pero nada de eso te quita la sensación de que allí el extranjero eres tú.
No es algo nuevo, el cambio comenzó a principios de los años 2000, y en 2010 ya estaba bastante consolidado. Mientras los políticos locales se han dedicado a poner palos en las ruedas de los pocos proyectos urbanísticos de la zona, los edificios degradados del barrio se han ido llenando uno a uno por población inmigrante, la única dispuesta a vivir en inmuebles humildes de más de 70 años.
La incomodidad que uno sufre al sentirse extranjero en su propia ciudad es una simple sensación. Es humana y como tal hay que aceptarla. Tan absurdo es aferrarse a ella y buscar rocambolescas explicaciones que te justifiquen, cómo rechazarla sin más como algo simplón y poco sofisticado.
Seguramente esta introspección que llevo haciendo desde hace tiempo me ha dado algo de ventaja sobre mis amigos y conocidos. Porque en el Madrid de 2025 ya no hace falta entrar en Bravo Murillo para sentirse extranjero, es una sensación que se da en buena parte de la ciudad. Pasa si bajas al metro, si entras en un intercambiador de autobuses, en cualquier barrio de clase media y, sorprendentemente, en los de clase alta. Sociológicamente no deja de ser interesante que en las calles de mayor estatus económico de la capital de España el acento predominante no sea el castellano.
El INE nos dijo en agosto que la población había crecido en 119.811 personas en el segundo trimestre del año. Cualquier persona que frecuente los núcleos de transporte de Madrid sabe que esos datos no pueden estar bien. Montarse en un autobús interurbano de 60 plazas y contar a los autóctonos con los dedos de una mano es una experiencia común para cualquier madrileño desde antes del verano. A poco que escuches las conversaciones, te das cuenta de que una parte importante de los inmigrantes llevan pocos meses, o incluso semanas, en España.
No estamos ante una conspiración. Los datos oficiales siempre van con retraso a la realidad. Y seguramente nos iremos enterando de los números reales en pocos meses. El gobierno, y parte de la oposición, han dejado negro sobre blanco que estamos ante algo deseado y fomentado.
La inmigración tiene sus pros y sus contras. Para la clase política española tiene algo que anhelan: más cotizantes para pagar pensiones. El crecimiento económico que conlleva el aumento de población tampoco le viene mal a nadie. Por otro lado, las desventajas del fenómeno son más sutiles; la degradación de servicios públicos, el aumento de la inseguridad y la confrontación social se miden en lustros, no en meses. Así que, dado estos factores, es previsible que la ola migratoria vaya a más durante el final de año y principio de 2026.
Por eso es especialmente importante aislarse del ruido de las redes sociales y buscar algo firme a lo que agarrarse para entender qué estamos viviendo. Uno de los mejores libros para ello es Migrations And Cultures: A World View de Thomas Sowell. Es una gran obra que nos habla de las diferentes migraciones que se han producido en el mundo y qué consecuencias tuvieron para las culturas de aquellos lugares.
Cuando millones de personas fluyen a un lugar, las consecuencias no se pueden simplificar en blancos y negros. Sowell intenta navegar entre toda esa complejidad y no da la clave que debería guiar cualquier debate sobre inmigración: las culturas no son iguales; difieren en eficiencia para tareas como transmisión de conocimiento o adaptación, y el éxito surge de comportamientos y préstamos culturales, no de políticas o protestas.
La cultura española, la castellana y la madrileña se va a enfrentar a un desafío: sobrevivir e influir a millones de inmigrantes en muy pocos años, intentando extraer de ellos lo bueno que traen, y mitigando lo malo. Nada sobrevive a este fenómeno sin mutar y convertirse en algo nuevo: esperemos que el afán de mantener a flote el barco del Estado elefantiásico español no lleve demasiado lejos la capacidad de nuestra sociedad en este reto.