Sobre el anarcocapitalismo (III): ¿más o menos Europa?

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Todo apunta a que el gobierno de Donald Trump ha cambiado sus alianzas y, de apoyar incondicionalmente a Ucrania, parece mostrar ahora su preferencia por llegar a acuerdos con el presidente Putin. Al mismo tiempo, inflige una grave humillación a los gobernantes europeos, que parece que no van a ser llamados a la mesa de negociaciones, a pesar de que el conflicto se desarrolla en el espacio europeo.

Algunos acusan de traición a Trump por ningunear a la OTAN y por retirar su apoyo a Zelenski, o mejor dicho, por condicionar su apoyo a una contraprestación en forma de concesiones de minas de tierras raras. Yo no lo llamaría traidor, pues es algo que lleva tiempo anunciando e incluso formó parte de su discurso electoral. Lo que sí rompe en parte es la línea de continuidad en política exterior de los Estados Unidos, en la que los aliados europeos jugaban un lugar central.

En cualquier caso, los líderes europeos se han dado cuenta de que la intención de Trump es dejar de subvencionarles los gastos de defensa, proponiendo incluso la reducción de las bases militares y de los efectivos desplegados en nuestro continente. Para un antiimperialista, y los anarcapitalistas lo somos, no deja de ser una buena noticia, pues supongo que no es razonable esperar que los norteamericanos se encarguen de solventar nuestros problemas y de protegernos otros 80 años más. Algún día tendrían que retirarse y ese momento parece haber llegado, y los europeos tendremos que encargarnos de nuestros desafíos de defensa.

¿Más Europa?

Pero esto abre un nuevo debate en nuestro espacio, que consiste en determinar cuál debería ser el tipo de defensa del que deberíamos dotarnos y si esa forma de defensa implica o no cambios en la configuración de la Unión Europea. La mayoría de las voces que se expresan desde el poder, tanto desde los estados como desde la propia Unión, parecen reclamar “más Europa” tanto en el ámbito político como en el militar. Han encontrado en el abandono norteamericano una ventana de oportunidad para reforzar el proyecto centralizador europeo.

Así, se habla ya abiertamente de incrementar los poderes de la Comisión Europea en el ámbito interno y de expandir la Unión a nuevos países —Ucrania incluida— en el ámbito exterior. Por supuesto, se vuelve a discutir la idea de establecer un ejército único europeo para atender los problemas de la defensa. Creo que llevar a cabo tales medidas sería un inmenso error, pues los objetivos de recuperar influencia en el mundo no solo no se conseguirían, sino que muy probablemente el declive europeo sería irreversible.

Aunque, dicho sea de paso, a veces me sale la vena aceleracionista y reconozco que esas medidas no me disgustan del todo, en el sentido de que acabarían de una vez con este proyecto centralizador que ha llevado a Europa al estancamiento económico, político y cultural. Si algo me disuade de desearlo en serio es que ese proceso no sería ordenado y podría dar lugar a severas disfunciones sociales y económicas, arrastrando a todos los que lo integren sin distinguir justos ni pecadores.

Una unión europea (con minúsculas)

En primer lugar, hay que recordar que Europa está más unida políticamente que nunca en su historia y que, como ya hemos señalado alguna vez, siempre se ha caracterizado por estar dividida y fragmentada. Es más, su éxito económico se debió precisamente a esa fragmentación, como nos recuerdan el olvidado Jean Baechler, Eric Jones o Joel Mokyr, que condujo a una fértil competencia en todos los ámbitos y que impidió que el capitalismo fuese ahogado en sus primeras etapas. A la inversa, fue la centralización uno de los factores que explican el estancamiento y la decadencia de China hasta comienzos del siglo XXI y lo que, a mi modo de ver, impedirá que se consolide como un espacio económico de alto desarrollo.

Nunca llegará a ser Singapur —también de cultura china— porque frenará su crecimiento mucho antes, como se puede constatar viendo su desempeño en los últimos años, ni siquiera Hong Kong, a pesar de que desde que está incorporado a un espacio político más grande crece relativamente mucho menos. Incrementar los poderes de la Comisión solo puede conducir a la creación de un superestado al estilo del chino, que vacíe de competencias a los actuales estados e impida la competencia entre ellos. Si la Comisión se equivoca, se equivoca todo el continente con ella, y careceríamos de parámetros de comparación a pequeña escala. Solo podríamos compararnos con Estados Unidos o China, y no serían buenos referentes dadas las distancias culturales existentes.

Unión Europea: expansión y euroescepticismo

Extender la Unión Europea a otros estados, como Ucrania, Moldavia o Serbia, sería un magnífico regalo para los euroescépticos. No solo complicaría la toma de decisiones, a menos que se eliminasen las posibilidades de veto que aún existen —lo cual dejaría a los estados miembros poco más que como provincias de la UE—, sino que ya se están dando problemas tanto en el ámbito de la política exterior como en la interna con varias de las recientes incorporaciones del este de Europa; mucho más se darían si se incorporasen estados de grandes dimensiones como Ucrania, con conflictos abiertos o latentes con potencias extracomunitarias.

Estos nuevos países serían receptores netos de ayudas y no creo que contribuyesen demasiado a la mejora de la competitividad del espacio, dado que aún cuentan con una fuerte cultura estatista, plagada de empresas públicas heredadas del viejo Estado comunista, y sus grados de corrupción siguen siendo muy elevados. Ayudar a esos países pasaría más por abrir mercados a su producción, algo a lo que, por cierto, se oponen muchos sectores económicos —como el agrario— de varios estados del este de Europa. Una mayor extensión territorial no hará más fuerte a Europa, ni una mayor integración la hará más competitiva.

Otra cuestión que dificultará mucho esta salida es el hecho de que sus sistemas políticos y sociales son muy disímiles entre sí. Los sistemas de bienestar europeos —sanidad o pensiones, por ejemplo— se plantean con principios diferentes en cada país y responden a dinámicas históricas propias y a tradiciones intelectuales endógenas. En Europa hay sistemas sanitarios tipo Beveridge, como el español, en el que los servicios son gestionados de forma directa por el Estado, y otros como el alemán, a base de cajas de seguros (similares a MUFACE en España), de gestión privada y con financiamiento parcial del Estado.

¿Un euroejército?

El problema sería determinar cuál sería la forma de prestación al unificarlos, pues probablemente no contentaría a todos e implicaría problemas y costes de transición a corto y medio plazo. Solo hay que ver lo que sucedió con la simple posibilidad de transferir a los asegurados de MUFACE a la Seguridad Social, para imaginar lo que sería transicionar hacia un modelo de salud unificado en Europa. Además de la forma en que se presten los servicios sociales, habría que discutir cuál debería ser la cantidad gastada en ellos y cuáles deberían ser las prioridades a atender; en esto tampoco parece haber acuerdo.

Si la unificación de políticas sociales ya es compleja, mucho más lo sería la creación de un euroejército unificado. No solo por la integración bajo un mismo sistema de mando de soldados con diferentes idiomas y culturas, sino también por el problema de definir cuáles deberían ser las prioridades en la defensa europea. Y estas no están en absoluto claras ni bien establecidas. Los países del Este y Centroeuropa, supongo, definirán su defensa en relación con Rusia, a la que temen por la posibilidad de que retome el viejo imperio de los zares, Polonia y Finlandia incluidas.

Países como España verán en el norte de África sus potenciales amenazas, mientras que Francia y Bélgica podrían estar más interesadas en controlar sus antiguas colonias en el Sahel o en África Central. No es fácil atender a todos estos espacios a la vez y, supongo, el futuro mando europeo tendría que priorizar unos sobre otros a la hora de requerir armamento, material y recursos humanos. En definitiva, el euroejército tendría que desatender los intereses de algunos de sus miembros para atender los de otros y acabaría siendo dirigido por el país que tuviese mayor influencia política en el conjunto, exactamente igual que ocurre ahora en el funcionamiento de la OTAN.

Rearme, sí o no

El problema de definir al enemigo que justifique una integración militar no es nada claro ni simple, pues, de darse los pactos que se anuncian entre Rusia y los Estados Unidos, el gran país eslavo pasaría de ser enemigo a aliado del priTamncipal miembro de la Alianza Atlántica. Habría que justificar muy bien las razones para armarse contra un “amigo del jefe”. Salvo, claro está, que los países europeos abandonen la OTAN y establezcan un esquema de seguridad propio al margen de los Estados Unidos.

Entonces habría que discutir el fin de las bases militares en territorio europeo, abandonar los programas conjuntos de desarrollo tecnológico y de inteligencia militar, y comenzar a pensar en sustituir nuestro armamento, que en algunos casos requiere permiso norteamericano para operar, sin contar con repuestos ni municiones. Además, dada la naturaleza cambiante de las relaciones internacionales —como estamos comprobando en estos momentos—, resulta peligroso centrarse solo en un enemigo cuyo potencial de conflicto, a mi juicio, se está exagerando deliberadamente, descuidando otras posibles formas de enfrentamiento que no necesariamente tienen que ser armadas.

Pienso, por ejemplo, en el uso de la inmigración como arma o en potenciales ataques terroristas o cibernéticos, incluso desde el interior del propio espacio europeo. Estos no requieren un rearme, sino más bien capacidades policiales o de inteligencia que no suponen tanto gasto. Van a tener razón las afirmaciones del hoy casi olvidado libertario Seymour Melman, quien, en su genial El capitalismo del Pentágono, ya advirtió sobre el complejo militar-industrial norteamericano y su constante capacidad para inventar o redefinir nuevos enemigos con el fin de justificar su propia existencia. Y no cabe duda de que ese complejo militar, junto con la Comisión Europea, serían los principales beneficiados del rearme, al permitirles idear nuevas formas de obtener recursos fiscales con el aplauso de buena parte del espectro político, tanto de derecha como de izquierda.

Serie ‘Sobre el anarcocapitalismo’

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