La elección de un nuevo Papa es siempre una magnífica ocasión para comprobar cómo una organización milenaria como la Iglesia católica es capaz de pervivir en el tiempo, haciendo uso de sus propias normas y en ausencia de un poder político que las regule. Muchas veces he puesto el ejemplo de la Iglesia como anarquía organizada, porque en ella son fáciles de percibir muchos de los rasgos que la definen y porque podrían servir de ejemplo de autoorganización para otro tipo de instituciones sociales o incluso comunidades en un futuro.
Es cierto que existe jerarquía en el ámbito eclesial, tanto a nivel territorial, con obispos y conferencias episcopales estatales –por cierto, un gran error, pues la Iglesia es católica y fue concebida antes de la existencia de los propios estados modernos–, como en la Santa Sede con su curia de cardenales y secretarios alrededor del Pontífice. Pero esta jerarquía es voluntaria, esto es, aceptada por las partes, no impuesta por la fuerza física. Esto es, cualquiera puede abandonar la Iglesia Católica y unirse a otra o a ninguna a voluntad, incluidos sus cargos jerárquicos, y puede volver a ella cuando quiera, siendo bien recibido, salvo casos extremos de excomunión, que también puede ser levantada.
Aunque no siempre fue así, ni en todas partes es lo mismo, la Iglesia contemporánea opera en prácticamente todo el mundo fuera de las estructuras del estado, habiendo sido abandonado su estatus de religión oficial del estado en casi todos aquellos países en los que este privilegio le era reconocido. Se dice en ocasiones que la Iglesia, o cualquier otra organización religiosa, precisa de un marco legal básico que defienda la libertad religiosa, esto es, que precisa de algún tipo de estado previo para poder operar, pero se obvia un aspecto muy importante: que la Iglesia como tal en sus orígenes no solo no nació del poder político, sino que lo hizo contra él. La Iglesia fue capaz de organizarse y sobrevivir a persecuciones organizadas durante siglos, que llevaron al martirio o a la prisión a muchos de sus miembros.
La Iglesia también predicó la fe a pueblos sin estado, como muchas tribus en territorios sin colonizar; fue reprimida en muchos otros estados, sean de otra religión oficial, comunistas o simplemente anticlericales, y padeció en épocas de revueltas, revoluciones o guerras civiles. Incluso a día de hoy está proscrita legalmente en varios estados. Esto es, la Iglesia no siempre disfrutó del favor oficial y de los privilegios de estados confesionales, sino que es una organización que es capaz de funcionar perfectamente al margen de las estructuras estatales. Es más, me atrevería a decir que, gracias a conservar muchos de sus rasgos originales, es capaz de cumplir mejor con sus labores fuera del estado que dentro de él.
Cuando se asocia con él acaba por adoptar muchos de los rasgos negativos del estado, burocratizándose, lo que lastra su credibilidad y acaba priorizando los objetivos del estado antes que los suyos. De hecho, podemos observar que su vitalidad a día de hoy es menor allí donde estuvo asociada al poder, y al contrario, allí donde fue perseguida o no disfrutó de prebendas, es donde su situación es comparativamente mejor. No nos equivocamos si afirmamos que la Iglesia como tal es una organización anárquica, en el sentido estricto de la palabra, y que a esa anarquía debe precisamente su duración en el tiempo y su extraordinaria capacidad de adaptación.
No es este un texto confesional, pero desde luego Dios nuestro Señor, al instituirla, no pudo pensar en mejores principios de diseño. Cabe entonces preguntarse cuáles son los principios que ha usado a lo largo del tiempo y que le han permitido no solo pervivir en el tiempo, sino expandir el número de fieles a lo largo de los siglos, proceso que sigue hasta hoy. El mundo católico tiene cada vez más fieles, excepto en el mundo occidental, especialmente en Europa, con matices, pero crece en Asia y África, hasta el punto de que autores como Manlio Graziano se atreven a hablar del siglo Católico en su libro homónimo sobre la estrategia geopolítica de la Iglesia Católica.
En escritos anteriores apuntamos que los estados se organizan internamente en anarquía atendiendo a principios de orden económico –esto es, incentivos selectivos para sus miembros, sean estos beneficios o evitar perderlos– y valores ideológicos que los cohesionan, como ideologías, tradiciones o códigos de honor compartidos por sus miembros. Si los estados priman sobre todo los beneficios materiales para sus miembros, la Iglesia, sin descuidar del todo lo crematístico o los bienes de posición, como estatus o prestigio, ha incidido en el aspecto ideológico, en este caso la creencia en los mismos principios religiosos, expresados en forma de dogmas o tradiciones de obligatoria observancia si se quiere formar parte de la misma.
La Iglesia tiene unos dogmas que la definen y distinguen de las demás iglesias y que obligatoriamente deben ser aceptados para formar parte de ella, pero formar parte de ella no es obligatorio. El Credo Niceno, que se declama en todas las misas, es una buena síntesis de las creencias de un católico. Establecerlas fue un proceso secular, en el que una mera letra bastaba para ser excluido de la comunión, como es el caso de los debates con los arrianos sobre la naturaleza de Jesucristo y Dios Padre. Una letra en griego marcaba la diferencia entre considerarlos de la misma naturaleza o de naturaleza similar, lo que obviamente no es lo mismo e implicaba consecuencias teológicas muy relevantes. Este culto por la ortodoxia del dogma es una forma de que la Iglesia católica no se confunda con otras o se desnaturalice y caiga en el eclecticismo y la irrelevancia.
El número de creyentes no es lo relevante, sino el mantenimiento de la creencia tanto en el tiempo como en el espacio, de ahí lo importante que es no hacer concesión alguna en los dogmas. De hacerlo, simplemente se disolvería. Solo pueden permitirse cambios en cosas accesorias, pero nunca en el núcleo central de su doctrina. Por eso, los que claman por la actualización de la organización, lo que en el fondo están pidiendo es su disolución. Recordemos las sabias palabras de Georges Sorel, quien en sus Reflexiones sobre la violencia afirmaba que la Iglesia perdura porque no cambia; si cambiara, haría ya mucho tiempo que estaría acabada.
Otro aspecto que permite mantener una organización estable sin necesidad de coerción es el uso de la liturgia. La liturgia incluye desde el vestido, los ritos y las formas del culto y el calendario eclesiástico, que solo con ver los trajes del oficiante o las velas encendidas nos permite saber en qué tiempo estamos y cuáles van a ser las pequeñas variaciones de la misa. El toque de campanas, ya casi perdido, con sus toques según el tipo de celebración a realizar, también ilustra al fiel del tipo de culto que se va a celebrar. La liturgia católica es la misma o muy semejante en todo el mundo, lo que permite mantener la unidad en la diversidad de culturas del mundo.
El principio de subsidiaridad, en el que lo que se puede resolver a nivel local no se sube a niveles superiores –esto es, una descentralización muy flexible–, impide que la curia de Roma se vea desbordada por la enorme cantidad de problemas que pueden surgir en una entidad con 1500 millones de fieles, a la vez que permite al centro disponer de información tácita de todas y cada una de sus parroquias de ser necesario. Los mecanismos de financiación, tanto del culto como de sus obras sociales, siguen un esquema similar, con parte de sus rentas aportadas al obispado o a Roma, según sus necesidades y disponibilidad de medios, lo que incluso permite subsidios cruzados entre diócesis. Esta anarquía ordenada pudo comprobarse perfectamente en el cónclave celebrado estos días pasados.
El Papa fue elegido, con la asistencia del Espíritu Santo, que guía, pero no ordena la elección, de entre los miembros del colegio cardenalicio, que son todos hombres de Iglesia, pero entre los que no existen relaciones estrictas de poder entre ellos. Podría decirse que existen grupos organizados dentro de los cardenales electores, pero son relaciones de afinidad cultural o doctrinal, no grupos de fuerza. Estos grupos, dado el sistema de votación existente de mayoría de dos tercios pensado para que salga un papa que no enfade a la mayoría más que uno muy popular, deben pactar entre sí y llegar a acuerdos. En el pasado pudiera ser de otra forma, pero hoy en día esto no implica una imposición forzosa y violenta de una minoría sobre el resto.
Aunque el sumo pontífice sea reconocido internacionalmente como la cabeza de un estado, esto no implica que la organización interna del Vaticano sea como la de un estado convencional; de hecho, podríamos decir que sus centenares de habitantes viven en uno de los territorios más libres políticamente del mundo, pues las relaciones entre sus dirigentes y sus escasos ciudadanos no están regidas por relaciones de fuerza, sino de exclusión. No está pensada como estado, sino como una entidad para garantizar la independencia del papado del poder temporal.
Podría ser un excelente modelo de organización de una sociedad sin estado, incluyendo su previsión social, si los católicos por fin comenzásemos a observarla con ojos distintos de los que estamos acostumbrados. Estoy seguro de que el nuevo Papa León XIV será capaz de conservar la Roca de Pedro en su esencia, para que pueda servir de faro a la humanidad durante varios milenios más, hasta el fin de los tiempos. De momento, todo parece indicarlo.