La hidra identitaria, decía en mi anterior artículo. Y me refería a tres cabezas de esta ideología multiforme: el feminismo, el nacionalismo, y la ideología identitaria de derechas, que en España encarna Vox. Junto al feminismo de tercera ola debí incluir el racismo de enésima ola, que ahora vuelve con una fuerza inusitada.
El artículo ha motivado una respuesta. No ha sido del nuevo racismo, ni del tardofeminismo, sino de un destacado miembro de Vox, el profesor José Francisco Conteras. Contretas es catedrático de Filosofía del Derecho por la Universidad de Sevilla, y diputado por esa provincia por la formación de Santiago Abascal. Es un intelectual reputado, y defiende el conservadurismo dentro de una raíz liberal, partiendo del robusto tronco del iusnaturalismo. En defensa del liberalismo conservador es el título de uno de sus libros, absolutamente recomendable.
Esta era mi advertencia sobre Vox:
“Una de las declaraciones más chocantes de Cayetana Álvarez de Toledo es la que dice: ‘Vox no es un partido de derechas. Se parece más a la izquierda’. Yo así lo creo. Como el Partido Popular, Vox se ha mimetizado con la izquierda. Pero no en el punto de llegada (la sociedad perfectamente igualitaria en el pensamiento, con clones progresistas como trasuntos de ciudadanos que el PP parece buscar para España), sino en el método. Vox es la derecha identitaria que yo critiqué ya en 2018”.
Yo compartí mi artículo en Twitter, y Francisco José Contreras dejó una ristra de respuestas para que mis seguidores en la red social pudieran encontrar varias referencias contrarias a lo que yo podía defender. Voy a hacer la labor de reconstruir la respuesta de Contreras, y de darle contestación.
El profesor distigue entre identidades disolventes y victimistas, que dividen la sociedad en “tribus querulantes”, que reclaman reparaciones por la violación sistemática de sus derechos. Esas tribus se crean a partir de la división de los individuos en función de su sexo, raza u orioentación sexual.
Frente a estas identidades están las familias y naciones. A diferencia de las primeras, éstas no dividen. Antes al contrario, congregan a las personas para transmitir la vida y la cultura. Esa unión favorece una comunidad de deberes, pues esa unión natural compele a cada individuo a cuidar de lo que va más allá de sí mismo.
Esa división no es operativa, porque lo relevante es si una realidad social se ha creado de forma paulatina y relativamente libre, y por tanto responde a las aspiraciones y las decisiones de millones de personas durante un largo tiempo, o son una construcción ideológica, una etiqueta que se coloca a parte de la sociedad, o a alguna institución, con el ánimo de representarla de forma sencilla, cargada de ideología, para su manipulación política. En el primer caso, estamos hablando de lo que podríamos llamar instituciones naturales. En el segundo, de una construcción ideológica identitaria.
Contreras identifica lo que él quiere defender con esas instituciones naturales: el país, la familia nuclear, y demás. Pero teme, como muchos conservadores, que la libertad no sea suficiente. Hay que proteger a la familia de la homosexualidad (y del celibato, imagino), pues no contribuye a la reproducción, a “transmitir la vida”, como dice él. El país, la comunidad política, también está amenazada por la llegada de personas de culturas distintas. Y hay que proteger al ganado autóctono, y no mezclar churras con merinas, bovinos todos.
Eso se hace con prohibiciones y barreras a la libre actuación del hombre, y eso no se justifica solo. Es necesario recurrir a una ideología que sea eficaz justificando nuestra sumisión a la fuerza del Estado, y que esté de moda para que todo el mundo la pueda entender: la ideología identitaria.
Por ejemplo, lo que podamos entender por “familia tradicional”, y que es sólo una de las formas naturales de familia que ha dado la historia: se mete esa fórmula en un congelador, al abrigo de los avatares de la historia, de los cambios sociales, de las preferencias individuales, de lo que cada uno, simple y llanamente, decide hacer con su vida. Lo congelamos convirtiendo una realidad social en una identidad, fija, y con nuestra propia carga ideológica (heterosexual bueno, homosexual malo). Y ya lo tenemos.
No tiene en cuenta Contreras que si la institución está viva y es feraz para la felicidad de quienes la adopten libremente, no necesitará de ninguna prohibición por parte del Estado. Y que si sucumbiera (cosa que no va a ocurrir) por los cambios de hábitos por parte de nuestra sociedad, y se convierte en otra forma de vida elegida libremente por una mayoría, y mantenida durante generaciones, será que hay motivos de peso para que ese comportamiento se adopte y perpetúe.
Dirá el profesor, con razón, que cae sobre nosotros una lluvia ácida de propaganda identitaria por grupos que hacen de su activismo un lucrativo negocio, un negocio en el que pagamos para que nos insulten y para que nos vendan la burra de que vivimos sojuzgados por nuestra cultura, y de que ellos nos van a liberar. Cierto. Y debemos acabar con la tremenda injusticia de que el Estado utilice nuestro dinero para decirnos lo que tenemos que pensar. Por cierto, que este principio vale para todos.
La comunidad política puede ser un punto de encuentro, si responde al precipitado histórico de una convivencia en común durante siglos. Entonces, cada persona nace en esa sociedad y se identifica con ella, porque comparte con el resto una serie de instituciones (el lenguaje, la moral, la cultura…) así como de hitos históricos que sirven de vehículo y representación de esa pertenencia compartida.
Pero eso no es el nacionalismo. El nacionalismo es una ideología identitaria, que parasita el ser histórico de un país para convertirlo en el instrumento de su visión política. El país, convertido en nación (un concepto esencialmente democrático), es ahora el vehículo por el que se podrá lograr una visión ideológica y estrecha de la sociedad. Los nacionalismos españoles han recurrido al terrorismo, a la discriminación legal, al acoso, a las prohibiciones… Y la lucha contra el nacionalismo no es otro nacionalismo alternativo, sino la defensa de España como realidad histórica, y de los españoles como ciudadanos con plenos derechos.
Por supuesto que “el individuo abstracto no existe”, y que sus creencias y afinidades, su sentimiento de pertenencia o de ser con otras personas parte de algo común forma parte de lo que hace a cada individuo único. Y que son sus querencias, sus inclinaciones, su apero sentimental, lo que le da un sentido a su vida. Pero esas inclinaciones, preferencias y pertenencias son suyas, no pueden ser impuestas por un ideólogo identitario, de izquierdas o de derechas.
¿A qué responde Vox? ¿A la derecha identitaria, a la imagen opuesta, por especular, de la izquierda, o a una opción plenamente liberal, que confía en la libertad de todos aunque esa libertad dé entrada a formas de vida alternativas a las tradicionales, en la confianza de que éstas en realidad no han perdido su eficacia? A estas preguntas no soy yo quien tiene que responder.
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