Ya no se puede ser europeo en Europa

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McCloskey nos cuenta que Europa experimentó un gran enriquecimiento sin precedentes que tuvo su inicio alrededor del siglo XVIII. Este aumento sustancial de la cantidad y calidad de los bienes y servicios no se explica por la acumulación de capital, el comercio, los recursos naturales o tecnológicos, sino por un cambio ideológico y retórico muy particular que modificó la estructura social y moral de Occidente.

Las ideas que dan lugar al gran enriquecimiento tienen que ver con el surgimiento de una cultura de la innovación y la apertura como el motor del progreso humano y del reconocimiento de la dignidad y la libertad como el combustible de ese motor. En la Europa que describe McCloskey, los individuos comunes, libres, esperanzados y creativos buscaban respeto, dignidad y progreso a través de la prudencia, la honestidad y el buen nombre, pero también mediante la audacia, la valentía y la responsabilidad personal.

Leer a McCloskey nos deja con una pregunta inevitable: ¿qué pasó con esa Europa? ¿Cómo la cuna de la libertad, la sociedad abierta, el comercio, la diversidad, la creatividad, el arte y la innovación pasó a ser una de las regiones más estancadas y estériles del mundo? Esa Europa que, como dice Bastos, nunca estuvo unida y de ahí su grandeza, hoy casi no se encuentra en el continente y está prácticamente desaparecida bajo el paraguas de la Unión Europea.

La retroalimentación

Las ideas y la cultura se retroalimentan con el mundo material y el entorno, al igual que las instituciones formales e informales que surgen en una comunidad política. Por eso los cambios son tan difíciles de inducir, los rumbos tan difíciles de frenar y aún más de girar. La retroalimentación positiva dio paso al gran enriquecimiento; la retroalimentación negativa está dando paso al gran estancamiento europeo actual. Un estancamiento que no solo es económico, sino también cultural y moral.

El jacobinismo homogeneizador europeo no deja que nadie se salga del carril

En este artículo no pretendo repetir lo que ya todos los liberales sabemos: que Europa —y en particular la Unión Europea— se ha convertido en un territorio hostil al capitalismo, la innovación y el emprendimiento. Lo que quiero subrayar es algo aún más preocupante: Europa no es solo un lugar difícil para empresarios o inversores, sino también para cualquiera que intente salirse del molde, que quiera escapar de la carrera de la rata, adoptar un estilo de vida alternativo o, simplemente, hacer las cosas a su manera. En Europa no solo se obstaculiza la riqueza y la creatividad; se persigue cualquier forma de diferencia.

Las viviendas procustianas (el caso español)

En mi opinión, España hoy se divide entre quienes compraron vivienda antes de la pandemia y quienes lo hicieron después —o aún no han podido hacerlo. Las condiciones hipotecarias, las cuotas mensuales y el tipo de vivienda que pudo adquirir alguien en 2019 son incomparablemente mejores que las de quien compró en 2024. Esto, por supuesto, agrava la desigualdad patrimonial. Y en muchos casos esa desigualdad no se debe a que quienes compraron en 2019 sean mucho mejores especuladores que quienes compraron 5 años después, sino por factores externos: la vivienda se ha encarecido por restricciones a la construcción y, sobre todo, por la lluvia de estímulos mal canalizados tras 2020, que alimentaron la inflación inmobiliaria.

Pero lo que más me sorprende es cómo la maraña regulatoria hace imposible resolver el problema de la vivienda de manera creativa. El mercado inmobiliario español funciona con una lógica procustiana: todo debe encajar en una estructura rígida y limitada. Por ejemplo, es prácticamente imposible aumentar la oferta verticalmente, y tampoco se permite cerrar áticos o balcones para ganar habitabilidad, aunque sea tu propiedad y eso suponga perder un espacio exterior

Tampoco hay margen para soluciones de bajo coste: ni casas rodantes, ni pequeñas cabañas prefabricadas en terrenos familiares, ni ampliaciones discretas. La Agencia Tributaria y los ayuntamientos vigilan cada año mediante imágenes aéreas y satelitales, penalizando cualquier edificación no registrada.

Y el terreno rústico, que podría ser una vía de escape, está bloqueado. Terrenos en ubicaciones muy demandadas se mantienen en esa categoría porque el ayuntamiento no los incluye en su plan general, no les provee de los servicios básicos o los protege para usos agrícolas o por razones medioambientales. Este terreno no urbanizable está muchas veces cerca de las principales ciudades, si buscamos en idealista terrenos de este tipo en ciudades como Valencia, encontramos que algunos están a menos de una hora caminando desde el centro de la ciudad y se conservan así, en algunos casos, para mantener «identidad agrícola tradicional de la zona».

Así funciona este mercado: ni quienes tienen dinero pueden presionar para construir más, ni quienes tienen poco pueden solucionarlo con alternativas modestas a las afueras. Todo está amarrado a un corsé legal e institucional que a diferentes escalas impide que la vivienda responda a la necesidad real de las personas.

Llevar un estilo de vida autosustentable u off-grid

Ser hippie o nómada en Europa es más difícil que en EE. UU., no solo porque no es fácil —ni legal— vivir en viviendas móviles o prefabricadas, sino porque ser autosustentable, alimentarte de tu propia comida y vivir al margen financieramente implica asumir enormes riesgos legales y fiscales.

Irte a la montaña, montar algunas tiny houses o casas alternativas como domos y rentarlas por Airbnb es un negocio complicado de consolidar en países como Francia, Alemania o España, donde te arriesgas a sanciones, demoliciones o problemas legales por no cumplir las mismas normativas que una vivienda convencional en términos de códigos técnicos, aislamientos o normativa energética. Si quisieras cumplir todos esos requisitos, el coste burocrático encarecería un proyecto que, justamente, buscaba ser sencillo y autosuficiente.

De igual forma, una actividad tan típicamente europea como viajar en autocaravana es cada vez más complicada. En las redes sociales de este tipo de viajeros abundan las denuncias sobre las restricciones al aparcamiento y la presión de los ayuntamientos, que parecen más interesados en echarlos que en facilitarles la estancia. Además, las regulaciones medioambientales hacia los vehículos limitan la circulación de autocaravanas y encarecen cada vez más los modelos nuevos.

Vivir completamente fuera de la red —algo tan presente en la historia europea— hoy implica rayar la ilegalidad. En países como Alemania o los Países Bajos existe la obligación de conectarte a las redes oficiales de agua, alcantarillado y electricidad. Está permitido consumir los alimentos que has cultivado, pero necesitas licencia para venderlos; tus animales deben estar debidamente registrados y, en algunos casos, incluso necesitarás un permiso para recolectar agua de lluvia. 

El parque automotor europeo cada vez más homogéneo

A pesar de que la Unión Europea haya cavado su propia tumba y enterrado a su mercado automovilístico, hubo una época en la que los coches europeos se caracterizaban por su competitividad, innovación y diversidad, atendiendo tanto al mercado que buscaba lo económico y práctico como al que aspiraba al lujo y la exclusividad.

Hoy, la oferta automovilística en Europa es mucho más limitada que la que vemos en países como Dubai, Estados Unidos, Asia o incluso Hispanoamérica. Los coches antiguos han sido prácticamente expulsados del mercado, mientras que en Estados Unidos muchos de esos vehículos son restaurados y vuelven a circular. Y permiten una auténtica convivencia de tecnologías y estéticas distintas.

La razón por la que ni la clase media ni la clase alta podrán comprar el coche de sus sueños en Europa está en las regulaciones: las normas de seguridad, emisiones, eficiencia energética y compatibilidad técnica son extremas. Las restricciones sobre materiales, altura, peso y consumo hacen que modelos comunes en otros países no puedan venderse aquí o resulten prohibitivos de adaptar. Al final, el parque automovilístico europeo acaba siendo una fila interminable de vehículos casi idénticos: compactos, híbridos o eléctricos, de poca cilindrada, con diseños parecidos y cada vez menos espacio para modelos raros, potentes o excéntricos.      

Los pequeños pueblos no se salvan, y no se salvarán

Cada pueblo europeo tiene su historia, su arquitectura y sus particularidades. A diferencia de las grandes ciudades, los pueblos siempre han representado la oportunidad de establecer lazos más cercanos con los vecinos, desarrollar una cultura local y construir y mantener órdenes institucionales de abajo hacia arriba. Sin embargo, esa ventaja de los pueblos frente a las ciudades ha sido arrebatada.

Los pueblos europeos, que hoy se vacían de forma alarmante, no logran ofrecer nada distinto o mejor a sus jóvenes para que se queden, ni a nuevos jóvenes para que emigren. Los ayuntamientos, en muchos casos, implementan programas de incentivos económicos en forma de subsidios y ayudas para atraer nuevos pobladores. Pero estos programas fracasan porque no permiten que surjan sinergias ni órdenes espontáneos: el pueblo termina siendo solo un lugar un poco más barato y tranquilo que la ciudad, pero sin identidad propia ni oportunidades reales.

Para repoblar estos pueblos habría que permitirles ser y ofrecer algo genuinamente diferente al resto del país; hacer una propuesta al estilo de lo que Europa una vez fue. Andorra es un buen ejemplo de lo que podrían ser otros pueblos catalanes si tuvieran la libertad de modificar radicalmente su fiscalidad, sus políticas sociales, laborales y migratorias.

Conclusión

Muchas veces ponemos el foco en lo difícil que es emprender, ser empresario, pionero en sectores como la inteligencia artificial o convertirse en un gran inversor en Europa. Pero creo que pasamos por alto algo más profundo y cotidiano: hoy, la Unión Europea es un entorno cada vez más adverso para los jóvenes de clase media. No solo para quienes aspiran a grandes logros, sino para quienes quieren salir, aunque sea un poco, de la carrera de la rata; vivir de forma alternativa, complementar su trabajo con un pequeño negocio, construir una modesta cartera de inversión o reconectar con la naturaleza sin que todo se convierta en una cadena de obstáculos legales y fiscales.

El problema no es sólo económico, sino cultural e institucional: el jacobinismo homogeneizador europeo impone normas rígidas que aplastan la creatividad local, limitan la libertad de elección y bloquean cualquier intento de autonomía. Ese es el gran drama: no es solo difícil ser un innovador o ser un gran empresario en Europa; es difícil, y cada vez más, ser libre a pequeña escala.

juandemariana
Author: juandemariana

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