A menudo los liberales ocupamos una parte importante de nuestro tiempo analizando el motivo por el cual el liberalismo no es la doctrina imperante. Jamás nos encontramos con escasez de razones. Desde la complejidad relativa de nuestras ideas hasta la dinámica de las decisiones colectivas, pasando por teorías conspirativas, todas las excusas nos parecen bien fundamentadas. En cambio, rara es la ocasión en la que responsabilizamos a los liberales, es decir, a nosotros mismos, de la parca representación de nuestras ideas en todos los ámbitos sociales.
Sin embargo, lo cierto es que, sea por el pesimismo de unos, sea por una retórica rebuscada de otros, los principales responsables del escaso avance de las ideal liberales entre la población somos nosotros mismos. No hay más que escucharnos, especialmente a los economistas, hablar del valor descontado de la productividad marginal para defender la libertad de precios de los factores de producción y nos damos cuenta de dónde está la clave del problema.
Esto no siempre ha sido así. A mediados del siglo XIX hubo una generación de liberales que supo transmitir la defensa de la libertad individual de manera sencilla, profunda y convincente al mismo tiempo. Bastiat, Molinari o Chevalier son algunos de los grandes hombres que ahorraron tiempo y esfuerzo en relamerse las heridas y se dedicaron en cuerpo y alma a explicar las bondades de una sociedad libre en versión para todos los públicos. Su destreza como publicistas y activistas liberales fue tal que muchas de sus grandes aportaciones teóricas han quedado en el olvido.
Pero quizá el propagandista más importante de la época, y acaso de todos los tiempos, fue el inglés Richard Cobden. Este hijo de un pequeño agricultor de Sussex nació en 1804 y exprimió al máximo los 61 años que vivió. Muy pronto destacó por su perspicacia empresarial y después de varias ocupaciones se estableció en Londres donde montó una agencia de venta de artículos de algodón. Ya entonces dedicó su tiempo libre a devorar libros sobre economía. Hasta aquí todo entra dentro de una cierta normalidad. Lo interesante es que al joven Cobden no le satisfacía el mundo intervencionista en el que vivía y no estaba dispuesto a quedarse con los brazos cruzados. Así que armado de un desbordante entusiasmo y buenas lecturas decidió emprender una cruzada.
Con la colaboración de un puñado de personas, Cobden logró dos éxitos deslumbrantes. En 1846 logró la abolición de las Leyes de Granos al frente de la maravillosa Liga contra las leyes de granos, mientras que en 1860 consiguió, con la inestimable ayuda de Chevalier, sacar adelante un tratado para la reforma liberalizadora de las relaciones comerciales internacionales. El primero de estos sonados éxitos es interesante no sólo porque acabó con una infame ley que causaba empobrecimiento y hambrunas sino porque la teoría económica esperaría un fracaso en su cruzada quijotesca. En efecto, se daban todas las circunstancias para que su esfuerzo quedara en nada. Los afectados eran muchos pero no estaban agrupados, siendo pequeño el perjuicio en término de sobreprecio por persona comparado con el coste para un reducido grupo de iniciar un movimiento o una reclamación formal contra estas odiadas leyes. En cambio, los privilegiados por la norma eran pocos, políticamente poderosos y muy bien organizados. Además, el beneficio que obtenían en forma de renta de monopolio era suficientemente suculento como para invertir grandes sumas en detener toda actividad contraria a las agresionistas leyes de granos.
¿Cómo logró Cobden superar estas barreras que en principio se le antojan a cualquiera como infranqueables? El método usado por este héroe decimonónico fue el mantenimiento de una incesante agitación con la que logró ir asociando a miles de personas que, animados por su contagiosos discursos entusiastas, creían que había muchísimo que ganar con la defensa del bien y las armonías que surgen en un mundo de intercambios pacíficos y, en cambio, muy poco que perder en esa batalla de ideas. Y eso aunque las posibilidades de éxito fueran pocas.
A primera vista podría parecer que era un soñador; y es posible que de hecho lo fuera. Pero lo cierto es que era un soñador muy realista. Sabía perfectamente que las ideas tenían un enorme poder pero al mismo tiempo era consciente de que la razón intelectual no era suficientemente potente como para cargar sus causas con el peso necesario como para derribar es status quo que se oponía a un régimen de libertades individuales. Así que ya desde sus primeros pasos al frente de la Liga confesó a su hermano que le parecía que “en este asunto puede infundirse un espíritu moral y hasta religioso, y que si es agitado del mismo modo que lo ha sido la cuestión de la esclavitud, se volverá irresistible”.
A día de hoy Richard Cobden sigue siendo el ejemplo perfecto de una persona que reúne un conjunto de virtudes difícilmente coincidentes en un solo hombre: conocimientos teóricos, experiencia práctica, facilidad de palabra, entusiasmo contagioso, amplia visión de los parabienes de la libertad, clara idea de las estrategias alternativas que permiten impulsar las políticas liberalizadoras y un perfecto entendimiento de los incentivos que impiden el avance de la aplicación de las ideas liberales. Si ponemos todas estas características en la mente de un hombre y le añadimos un esfuerzo aparentemente inagotable nos encontramos con uno de los más grandes activistas liberales de todos los tiempos; un hombre a quien tenemos mucho que agradecer y de quien tenemos mucho que aprender (si queremos ver cómo se aplican nuestras ideas).
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