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La riqueza

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Hay ideas que resisten el paso del tiempo y del discurso humano sin encontrar el único destino que les aguardaría en una sociedad que busca el progreso y la verdad: el olvido. Una de las más pertinaces es la idea de que la sociedad es, en moderna expresión, un juego de suma cero. Es decir, que la riqueza es fija y que lo que se pueda ganar, por un lado, se tendrá que perder por el otro. Hay una primera versión de esta idea más inmediata y sencilla, que predice que si unos se hacen más ricos tendrá que ser “a costa” o en perjuicio de otros. Si tiramos de la manta hacia un lado, el otro quedará descubierto. Otra versión más compleja considera que si nos enriquecemos ahora tendrá que ser a costa de nuestro futuro.

En cierto sentido, es una idea muy chocante. Porque incluso cualquier bachiller español, y estamos tirando por lo más bajo, sabe que en los últimos siglos ha aumentado el número de personas en el mundo y las sociedades se han hecho más prósperas. Si indaga en la historia familiar podrá tener incluso información de primera mano. ¿Cómo es posible, entonces, que sobreviva dicha concepción?

Quizás lo que uno tiene en mente cuando piensa que la riqueza está, o incluso es fija, es que la identifica con lo material. Puesto que la cantidad de materia, y en consecuencia de bienes materiales, seguiría el razonamiento, no puede crecer más allá de un límite, la riqueza tiene que encontrarse con él, si no es que lo ha hecho ya. Por otro lado, penosamente acostumbrados a la escasez como estamos, nos repugna la idea de que la podamos vencer potencialmente sin límite. Y por último, considero que debe de haber algún elemento atávico en ciertas concepciones básicas sobre lo que es la sociedad, que habría quedado impreso en nuestro instinto a base de forjarlo durante milenios en sociedades tribales.

La idea de una riqueza fija es un error. Lo que llamamos riqueza es el valor de los medios con que nos servimos para satisfacer nuestras necesidades. Acerquémonos un poco más a lo concreto. El valor de un bien económico, por ejemplo, un trozo de terreno, depende del valor de lo que podamos producir con él. Pero con una parcela de tierra se pueden hacer infinidad de cosas distintas y qué hagamos de ella depende de la decisión que tome el dueño. Por ejemplo, puede cambiar de cultivo a otro que ha percibido que podría recibir mucha demanda ahora insatisfecha. O puede destinarlo a usos no agrícolas como un campo de golf, un centro de recreo, un edificio. El valor varía, porque su función en la satisfacción de nuestros deseos, la posición en el proceso productivo que lleva al consumo, también cambia.

En última instancia, tanto el valor de nuestras necesidades como el uso que podamos hacer de nuestros recursos para satisfacerlas, dependen de las ideas y el conocimiento. Partimos de múltiples necesidades insatisfechas, y buscamos los medios más adecuados y potentes para cumplirlas. En esa búsqueda está nuestro intento de que el uso de los recursos con que contamos nos acerquen en lo posible a la plena satisfacción de nuestros deseos; y como ese uso depende del conocimiento que tengamos de las relaciones causa-efecto entre los recursos y nuestras necesidades, la ampliación del conocimiento permite acrecentar la riqueza. Y puesto que el conocimiento y las ideas no tienen límite potencial, siempre podremos incrementar nuestra riqueza sin más que hacer mayor nuestro saber práctico (aunque tenga un trasfondo científico) que nos acerque a un uso más remunerador de los recursos. Tanto individualmente, como en relación con otros recursos, y con las instituciones sociales.

Es decir. Siempre hay un mejor uso de los recursos, porque siempre hay necesidades por cumplir. Puesto que este mejor uso depende en parte nuestro conocimiento y este es en potencia ilimitado, siempre hay oportunidades para acrecentar la satisfacción de nuestras necesidades. La riqueza, aunque tenga en parte una naturaleza material, no tiene un carácter material como siempre se ha dicho. El carácter básico de la riqueza es profundamente humano y deriva de nuestras ideas tanto sobre nuestras necesidades como de la forma de satisfacerlas.

La eterna condena de la escasez es, curiosamente, una razón para la esperanza. Porque el que siempre tengamos fines por cumplir quiere decir que siempre hay hueco para el progreso.

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