Moncloa está de fiesta mayor. No sé yo si son los calores veraniegos o simple autosugestión por la que les ha armado Bárcenas desde las portadas de los periódicos. Los brotes verdes quedaron atrás y ya hablan abiertamente de recuperación en marcha. Se apoyan en las cifras de la EPA de julio que, como ya advertí en su momento, iba a ser benigna debido a una temporada turística excelente. Pero como si nada. No importa que prácticamente todos los expertos coincidan en lo coyuntural del “milagro” y lo estructural de nuestra crisis. El Gobierno ha decidido vivir al día y preocuparse exclusivamente por seguir vivo y coleando mañana.
Por si los datos de la EPA no fuesen suficientes ahora se agarran a cualquier cosa. El pasado jueves en el Senado Mariano Rajoy, entre fin de cita y fin de cita, fue desgranando las incontables fortalezas de nuestra economía que, según él, ya está curada y sólo es cuestión de dejar tiempo para que el enfermo se levante y ande. Eso, claro, es lo que le gustaría a él. Las cosas, sin embargo, son muy diferentes. En el mundo real, ese que amarga tanto la vida a los políticos, no basta con desear algo mucho para que suceda, es necesario algo más. Pero Rajoy, asediado por sus propios errores, fruto todos de su vaguería congénita mezclada con la prepotencia que es marca de la casa Génova, poco más puede decir en su defensa y en la de su nefasta gestión durante los últimos veinte meses.
Es cierto que en España algunas cosas van mejor. La primera y más visible es la balanza comercial. Vendemos fuera mucho más que antes e importamos menos. Lo primero es achacable a los sacrificios sin tasa que los empresarios han hecho para evitar el cierre. Al Gobierno no le cabe ningún mérito en ello. En todo caso muchos deméritos, todos fiscales de orden montoriano. Nunca antes las empresas españolas habían tenido que pagar tantos impuestos como ahora, nunca tantos habían trabajado durante tanto tiempo para tan pocos. Las exportaciones tiran sí, pero no gracias al Gobierno, sino, como diría el maestro Rodríguez Braun, a pesar del Gobierno.
La balanza comercial, no obstante, es una simple relación entre lo que se compra y lo que se vende. Ahora vendemos más porque las empresas son más eficientes y competitivas, pero también importamos menos, bastante menos que hace cinco años. Esto no es así porque a los españoles nos haya dado un repentino ataque de patrioterismo comercial, sino porque estamos sin blanca. Quitando el petróleo, el gas y los suministros que precisa la industria, en España cada vez se importan menos bienes, y no tanto porque se estén sustituyendo por producción nacional, sino por el hecho, comprobable por cualquiera en la calle, de que no se consume o se consume poco.
Esto el Gobierno lo sabe, pero prefiere callarlo, porque ahí tocan una fibra muy sensible que afecta directamente a todos. No venimos de la miseria, sino de un país próspero que gastaba sin medida y se endeudaba alegremente. Los españoles nos habíamos habituado a consumir, a gastar en definitiva hasta que nos cayó esta.
Lo que Rajoy no pudo decir en la Cortes fue que la reforma laboral había ahorrado la destrucción de 225.000 empleos en el último año. Esto se lo reservó para que Báñez presumiese tras el Consejo de Ministros. 225.000 empleos, ni uno más ni uno menos, que ya hay que hilar fino, de ahí el cachondeo que hay montado en Internet a cuenta de las cuentas de doña Fátima. Un linchamiento injusto porque el cálculo no lo ha hecho ella, sino el ministerio de Economía. Bien, el número no me lo creo –lo mismo podrían haber dicho 225.000 que 337.473–, pero sí que la reforma laboral le ha ahorrado al país una destrucción de empleo aún mayor. El problema es que no podremos nunca cuantificarlo. El sistema económico es demasiado complejo y no podremos saber jamás las razones concretas que mueven a un empresario a evitar un despido. Lo que sí parece obvio es que, tras la relativa flexibilización del mercado laboral, muchos que hubiesen ido a la calle han conseguido mantener el empleo y otros tantos que no tenían trabajo han conseguido hacerse con uno. Esto es una certeza que compartimos todos los que vivimos en el mundo real y no en una covachuela administrativa.
Si el Gobierno está tan contento con su reformilla laboral –llamar reforma a eso me parece excesivo– no tiene más que profundizar en ella y liberalizar aún más el mercado. La liberalización siempre funciona en el medio y largo plazo. Tal vez los más afuncionariados e improductivos anden de mala uva porque se les acaban sus privilegios, pero el resto ganaremos, especialmente los más jóvenes y los más esforzados. Para febrero del año próximo bien podrían anunciar la segunda reforma, aunque ahora eliminando de una vez la negociación colectiva. Con eso sería para conceder a Báñez dos orejas y la vuelta al ruedo. No sucederá, claro, pero, como en Moncloa es fiesta, lo mismo nos dan una sorpresa.