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Sí, buana

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Si le preguntas a una madre qué es lo que más quiere para su hijo, con toda probabilidad te va a responder “quiero que sea feliz”. Muy pocas te vamos a contestar “quiero que sea libre” pero la diferencia es grande. A menudo, las madres que quieren por encima de todo que sus hijos sean felices están convencidas de que sólo ellas saben mejor que nadie qué es lo que les dará la felicidad a sus hijos. Por eso se dedican a criar hijos obedientes sin darse cuenta de que el resultado será un adulto desorientado que va a necesitar que siempre haya alguien indicándole el camino a seguir.

La profesora Henseler definió a la generación X (nacidos entre 1960 y 1980) como la generación “cuya visión del mundo está basada en el cambio, en la necesidad de combatir a la corrupción, a las dictaduras, al abuso, al sida, una generación en búsqueda de la dignidad humana y la libertad individual, la necesidad de estabilidad, amor, tolerancia y derechos humanos para todos”. Y sin embargo la generación X está criando una generación de niños sumisos, que hoy les obedecen a ellos y a sus profesores pero que mañana buscarán a otros que les manden y les digan qué deben hacer y cómo deben hacerlo. Es como si hubieran encontrado el camino correcto y estuvieran andándolo en la dirección equivocada. Entremedias de la generación X y nuestros hijos, los Z, están los Y, nacidos entre 1980 y 2000, mandándonos claros mensajes que tal vez no queremos ver.

Es todo tan absurdo, en cuanto te fijas un poco. Papá y mamá pasan todo el día fuera de casa, trabajando para poder mantener unos caprichos que sólo poseen pero no disfrutan, porque no tienen tiempo. La casa, la tele y el home cinema, el coche, la segunda residencia con jardín y piscina, la ropa de marca y demás. Papá y mamá pertenecen a esa generación que, supuestamente, buscaba el cambio en el mundo y que, en cambio, ha terminado entrando en la “carrera de las ratas”. Para mantener el absurdo statu quo, necesitan que los niños pasen gran parte del día en la escuela, haciendo cosas que no les interesan, junto a otros niños que se aburren tanto como ellos. Algunos incluso lo pasan mal. Su existencia se limita a inclinarse, estar de acuerdo y obedecer.

Luego les soltamos el discurso de que las cosas han cambiado, de que no deben aspirar a que alguien les dé un trabajo para toda la vida sino que deben perseguir sus sueños y crear su propio trabajo. Hay que emprender, hay que trabajar en internet, hay que ser original y creativo y, sobre todo, hay que convertir la pasión en profesión. Pero ¿cómo van nuestros hijos a dedicarse a aquello que les apasiona si durante toda su infancia les impedimos experimentar libremente para descubrir qué es lo que realmente les gusta? Les entrenamos durante años para ser elogiados y recompensados cuando hacen lo que se espera de ellos y esperamos que después, por arte de magia, se desprogramen y sepan descubrir sus habilidades y sus pasiones y convertirlas en un modo de vida. Nunca antes una generación había sido tan esquizofrénica para con sus hijos. Predicamos una cosa mientras hacemos otra. Les cortamos las alas mientras les exigimos que vuelen. Hemos asumido la idea de la evolución mientras se ha tratado de nosotros superando a las generaciones anteriores. Cuando somos nosotros los que debemos ser superados, nos negamos. A nuestros hijos deberíamos decirles que sí más a menudo, confiando en ellos. Y también deberíamos permitirles decir que no más a menudo, abriendo la puerta a la argumentación y al diálogo y sabiendo que, algunas veces, serán ellos quienes tengan la razón.

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