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Chapuza sí, ¿pero racismo?

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Si uno analiza la gestión que Bernanke ha hecho de la crisis —dejemos de lado la que hizo del boom crediticio, cuando incluso llegó a negar que existiera burbuja inmobiliaria alguna— puede distinguir tres fases en su política monetaria y sólo una de ellas resulta medianamente aceptable. Desde luego, un pobre historial para seguir siendo lo que algunos llaman la autoridad económica más importante del mundo.

En la primera de estas fases, que se extiende desde los primeros signos de la crisis de liquidez en agosto de 2007 hasta la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008, la Fed acometió una política monetaria que se dio en llamar qualitative easing. Básicamente, Bernanke se limitó a gestionar los activos de la Reserva Federal para inyectar “liquidez” en el conjunto del sistema bancario, pero sin incrementar sus pasivos. Lo que hizo fue, pues, cambiar los mecanismos de financiación a disposición de la banca degradando la calidad de los activos de la Fed.

La razón es fácil de entender: la política monetaria tradicional (operaciones de mercado abierto) supone que la Fed compra temporalmente la deuda pública de los bancos a cambio de dinero. El problema, claro, es que los bancos necesitaban en esos momentos mucho más dinero que deuda pública tenían, y Bernanke optó por prestarles dinero contra colateral muy variado (en general, los activos basura que tenían en sus balances). Nacieron así tres nuevos mecanismos de financiación (el Term Auction Facility, el Primary Dealer Credit Facility y el Term Security Lending Facility) y los tipos de interés se redujeron del 5,25% al 2%.

Los resultados de esta política ya pueden analizarse a la luz de la historia: Bernanke no solucionó ni mucho menos los problemas de liquidez de la banca y, a cambio, favoreció una brutal depreciación del dólar y la creación de una de las burbujas de materias primas más intensas de la historia que sólo contribuyeron a agravar la situación de la economía real por todo el mundo.

La segunda de las etapas de la política monetaria de Bernanke, conocida como quantitative easing, comienza tras la quiebra de Lehman Brothers y se extiende hasta finales de 2008. En esos momentos, la enorme incertidumbre asociada al sistema financiero provoca que los bancos privados dejen de prestarse dinero entre sí y pasen a depositarlo en los baúles de la Reserva Federal, por lo que el pasivo del banco central, que hasta entonces apenas había incrementado, aumenta más de un 100%.

En apenas unos meses, la Fed se encuentra con casi un billón de dólares en depósitos que proceden de un mercado interbancario drenado de fondos, circunstancia que deja al sector bancario sin sus mecanismos tradicionales de financiación.

Ante este incipiente pánico bancario, la Fed tiene dos opciones: o actúa como intermediario entre los bancos (desarrollando la función que venía cumpliendo el interbancario) o deja quebrar a grandes partes del sistema financiero, enfrentándose a una más que segura contracción secundaria. Y aquí, afortunadamente, Bernanke tomó la decisión acertada: crear o ampliar los mecanismos de financiación a corto plazo de la Fed para sostener el sistema.

Así, en pocas semanas, el banco central comienza a utilizar el dinero que había recibido en depósito para prestarlo a corto plazo al resto de bancos (ampliando el Term Auction Facility), a las empresas (favoreciendo el descuento de su papel comercial con el Commercial Paper Funding Facility) y a los bancos centrales extranjeros (mediante los swaps de divisas) para que pudieran implementar políticas en dólares análogas a las suyas.

Este conjunto de decisiones fueron grosso modo sensatas y estuvieron orientadas hacia la buena dirección: aplacar el pánico y permitir la normalización del crédito. Los resultados han sido de momento positivos, ya que la banca no ha quebrado, las malas inversiones se han ido purgando, la mayoría de los créditos ya se han devuelto y, en definitiva, el dólar no se ha resentido.

No es que fuera necesario ser un genio para llevar a cabo este tipo de políticas —el presidente del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet, hizo lo mismo y con menos errores—; en realidad, bastaba con haber leído y entendido a Walter Bagehot. Por muy nocivos que resulten los bancos centrales —sobre todo a la hora de engendrar el ciclo económico— en la medida en que se arrogan el monopolio de la banca de emisión, su política no puede ser la de quedarse de brazos cruzados en medio de un pánico cuando la banca privada dispone de colateral de suficiente calidad.

Por tanto, y desde esta perspectiva, durante el cuarto trimestre de 2008 Bernanke sí estuvo bastante acertado el frente de la Reserva Federal. Cuestión distinta, por desgracia, es lo que podríamos denominar la tercera fase de su gestión de la crisis, que muchos analistas consideran una especie de apéndice de la segunda cuando sus diferencias son más que notables.

A finales de diciembre de 2008 y mediados de marzo de 2009, la Fed anunció que iba a utilizar los depósitos de los bancos para iniciar sendos programas de compra de bonos hipotecarios por valor de un billón de dólares y de 300.000 millones de dólares de deuda pública respectivamente. Semejantes planes no tenían nada que ver con el sensato objetivo de evitar una contracción secundaria, sino con un absurdo intento por reactivar el crédito en la economía mediante la reducción artificial de los tipos de interés a largo plazo (lo que en los años 60 se llamó Operación Twist).

El problema es que Bernanke no ha logrado su objetivo —y de haberlo logrado habría engendrado sólo otro ciclo económico— y en cambio sí ha hipotecado el futuro de la economía estadounidense y de su moneda. La Fed se ha endeudado masivamente a corto plazo (depósitos a la vista) para invertir a largo plazo (bonos hipotecarios y deuda pública), esto es, justo la insostenible estrategia financiera que nos ha abocado a la crisis actual.

Los riesgos de esta estrategia son enormes y, obviamente, aun no podemos juzgarlos desde un punto de vista histórico. Baste tener presente que cuando los bancos privados quieran retirar sus depósitos —esto es, cuando la demanda de crédito reflote gracias a la eventual recuperación económica—, la Fed tendrá que liquidar a toda prisa más de un billón de dólares en activos a largo plazo que, sobre todo por lo que se refiere a los bonos hipotecarios, son muy difíciles de enajenar en el mercado. Dicho de otra manera, del mismo modo en que un banco puede caer presa de un pánico financiero, al dólar le podría suceder lo mismo en el futuro.

Por eso Bernanke nunca debería haber sido nominado para otro mandato al frente de la Fed. El pirómano que causa incendios no puede ser el encargado de apagarlos, por mucho que haya tenido algún momento transitorio de lucidez.

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