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Odio por los Estados Unidos

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Contrasten esta situación con la de las carreteras, con las que a menudo se suelen comparar las redes de comunicaciones, generalmente con aviesas intenciones nacionalizadoras. Para tener permiso para circular por ellas hay que estudiarse un código específico, aprobar un examen teórico y otro práctico y así obtener una licencia que nos pueden retirar por múltiples razones.

Algunos claman de vez en cuando por implantar una suerte de carnet para navegantes de internet; unos para prohibir el acceso a quienes emplean el mejor sistema para distribuir contenidos creado hasta ahora por el hombre y otros para impedir que la gente entre en internet con pleno desconocimiento de los peligros que le acechan en semejante empresa, desde los virus hasta los correos que te animan a dar tus claves bancarias por ahí. Pero afortunadamente ni unos ni otros han triunfado en su empeño, al menos por ahora.

Sin embargo, tanto en Estados Unidos como en Europa se está avanzando en un campo de difícil vuelta atrás. Porque es muy fácil ceder libertades al poder del Estado, pero muy complicado –a veces casi imposible– volver a recuperarlas después. Se está imponiendo con poco o nulo debate la mal llamada "neutralidad de red", que es la prohibición a los propietarios de las redes de gestionarlas como mejor les parezca, obligando a "tratar por igual a todos los bits", pertenezcan éstos al último single de moda descargado de iTunes o a las instrucciones de un cirujano que está operando a través de la red a un paciente crítico. Y el lobby que está detrás pertenece al gentil Google, el del eslogan bíblico de "no hacer el mal".

El efecto perverso de esta regulación se ve con claridad al examinar el caso español. En nuestro país han invertido en las redes por las que navegamos básicamente dos compañías: Ono y Telefónica. Ambas ofrecen servicios conjuntamente con sus conexiones de datos, principalmente de televisión. De hecho, ha sido la posibilidad de ganar dinero a través de estos servicios el principal motivo por el que nuestras conexiones han ido mejorando con el tiempo. Es lo que se llama un "subsidio cruzado"; se venden varios productos juntos en un pack y algunos de ellos permiten rentabilizar el coste de los otros. El ejemplo clásico sería Las Vegas, donde antaño se podía comer extraordinariamente bien por muy poco dinero o incluso gratis, porque era un servicio que permitía atraer a más jugadores, y era el dinero que perdían en ruletas y tragaperras el que pagaba esos restaurantes. La cosa se acabó, claro, cuando la ciudad se transformó en un destino turístico familiar.

Pues bien, el principal objetivo de los defensores de los inalienables derechos de los bits es impedir que se pueda hacer lo mismo en el ámbito de las telecomunicaciones. Es decir, que las operadoras no puedan ofrecer servicios premium de mayor velocidad para ciertos contenidos, como vídeo o voz, con los que rentabilizar la inversión en nuevas redes de datos. Lo hacen, aseguran, para impedir que las empresas de telecomunicaciones tengan una ventaja "anticompetitiva" en esos aspectos. Lo que lograrán será que dejen de invertir en mejorar nuestras conexiones y ampliar el ancho de banda del que disfrutamos.

¿Y qué gana Google con esto? Muy fácil. Impedir que pueda innovarse dentro de las redes, donde no tienen inversiones ni control alguno, implica que todas las novedades tendrán lugar en los "bordes" de las redes, que es el lugar donde reina. Si, por ejemplo, todo el vídeo transmitido por las redes va lento, a baja resolución y se corta cada dos por tres, YouTube seguirá reinando. Si se permite que pagando un plus se pueda emitir en tiempo real y a alta resolución, Google deberá pagar u ofrecer un servicio de menor calidad. No estamos hablando, por tanto, de defender al pequeño internauta frente a la gran empresa de telecomunicaciones. Estamos hablando de ponerse del lado del gigante de internet frente a los gigantes de las redes. Y en esa pelea prefiero estar con quien no quiere meter al primo de Zumosol, el Estado, a dar los puñetazos por él.

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