Y es que el Estado, como entidad, ha sido el responsable del asesinato de decenas de millones de vidas a lo largo de las últimos tiempos.
El grueso de dicha masacre ha tenido lugar, sobre todo, durante el pasado siglo XX con el estallido de las dos Guerras Mundiales que asolaron el planeta y el auge del Estado totalitario que, en manos de los comunistas y los nacional-socialistas acabaron con millones de cadáveres a sus espaldas. Ninguna plaga, enfermedad o catástrofe natural registrada ha podido superar, ni de lejos, la capacidad de destrucción que ha demostrado la dirección del poder político al frente del monstruo estatal.
Tal y como recoge El Libro Negro del Comunismo, la ideología de izquierdas por excelencia puso en "funcionamiento una represión sistemática, hasta llegar a erigir, en momentos de paroxismo, el terror como forma de Gobierno". Como resultado, la práctica de este pensamiento se ha cobrado cerca de 100 millones de vidas: 20 millones bajo el yugo de la Unión Soviética, unos 65 millones en la República Popular China, 1 millón en Vietnam, 2 millones en Corea del Norte, 2 millones en Camboya, 1 millón en los regímenes comunistas de Europa oriental, 150.000 en Latinoamérica, 1,7 millones en África, 1,5 millones en Afganistán y unas 10.000 muertes provocadas por "el movimiento comunista internacional y partidos comunistas no situados en el poder".
Y ello sin tener en cuenta la barbarie llevada a cabo por los regímenes nacional socialistas en la primera mitad del pasado siglo. Pese a ello, el ciudadano medio sigue confiando ciegamente en el papel protector del Estado y, por lo tanto, en la supuesta lógica que orienta las decisiones políticas de nuestros dirigentes. Algunos dirán que el riesgo de un Estado totalizador ha quedado atrás. Sin embargo, en la actualidad tales riesgos persisten, puesto que los gobiernos siguen disponiendo de sofisticadas herramientas de control político y económico. Sólo que ahora sus efectos se materializan en pobreza y subdesarrollo.
Véanse si no las barreras administrativas y económicas que mantienen la gran mayoría de los países desarrollados (sobre todo la UE y EEUU) para dificultar el comercio internacional con el Tercer Mundo de alimentos, cereales y una gran variedad de materias primas. Sin embargo, las consecuencias de tales políticas son ampliamente superadas por una estrategia mucho más peligrosa: La lucha contra el supuesto cambio climático. Así, el absurdo intento por frenar un ligero calentamiento del planeta que, según numerosos científicos, responde a causas naturales (derivadas de la acción solar), amenaza con impedir el ansiado desarrollo y progreso económico de cientos de millones de personas.
No es algo nuevo. En el pasado reciente, los grupos ecologistas, apoyados fervientemente por la izquierda política en su conjunto, pusieron en marcha apocalipsis climáticos de diversa índole cuya responsabilidad recaía en la acción del hombre y, sobre todo, del libre mercado. Sin embargo, con el paso de los años, tales mitos acabaron siendo desmentidos por la realidad.
Si tan sólo una décima parte de las profecías apocalípticas anunciadas por el ecologismo a lo largo de las últimas décadas hubiera llegado a materializarse, en la actualidad la raza humana habría desaparecido del planeta o, como mínimo, entraría a formar parte del listado de especies en peligro de extinción.
En 1960, el científico ecologista Paul Ehlrich afirmó que "la batalla para alimentar a la humanidad ha terminado. En los años 70, centenares de millones de personas morirán de inanición". Años más tarde profetizó la muerte de 4.000 millones de personas en la década de los 80. Entre ellas, 65 millones de estadounidenses. La única solución: imponer el "control de la natalidad" a través de la esterilización masiva.
Asimismo, la doctora Jane Goodall –Premio Príncipe de Asturias en 2003, al igual que ahora el afamado Al Gore– es fundadora del Optimum Population Trust, una organización que, entre otras afirmaciones, advierte de que tener familias numerosas constituye un "ecocrimen". Goodball es tomada como un referente entre las filas ecologistas y socialistas.
Un ejemplo aún más elocuente de los efectos de este tipo de ideologías fue la prohibición del DDT (un tipo de insecticida) aprobada en 1972. Como resultado, en la actualidad, entre uno y dos millones de personas continúan muriendo de malaria cada año –de 30 a 60 millones de vidas desde entonces–. Y es que el DDT es uno de los productos más efectivos que se conocen para acabar con el insecto que transmite dicha enfermedad mortal.
Su prohibición fue impulsada por los ecologistas debido a la temida lluvia ácida que, pese a todo, se ha demostrado que no presenta ningún peligro para la salud. No se engañen. Hoy asistimos a un proceso similar, sólo que, en este caso, la excusa para detener el crecimiento económico (y, por tanto, extender la pobreza) se centra en el temido ascenso de las temperaturas del planeta. Y eso que se han estabilizado desde el 2000. La izquierda, revestida ahora con su careta de salvadora de la naturaleza, no ceja, pues, en su empeño de aumentar el poder del Estado frente a la libertad de los individuos. Y como resultado, la pérdida de nuevas vidas humanas pasará a engrosar su abultada lista de víctimas.