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La podredumbre antiliberal aflora en Francia

Publicado en Libertad Digital

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En concreto, el Gobierno de Villepin está intentando permitir que empresarios y trabajadores menores de 26 años puedan acogerse a un contrato donde no se penalice el despido durante los primeros 24 meses de trabajo. Sindicalistas y estudiantes aborregados han salido a la calle para exigir la retirada de este "contrato de primer empleo": la medida favorece la precariedad y el despido.

La aspiración de estos grupúsculos de intereses creados no es otra que estatalizar la empresa privada para así convertirse en una nueva casta funcionarial; quieren trabajar toda la vida en la misma empresa, y para ello defienden que se siga penalizando el despido. No se dan cuenta de que la economía no se somete a parámetros tan simples como la mente constructivista de los políticos, ni de que su oposición a tan tímida pero necesaria reforma sólo consolidará la situación de un paro juvenil que ya es más de dos veces superior a la tasa de desempleo general. Es más, como rápidamente veremos, el propio mercado se encarga de sancionar aquellos despidos arbitrarios y no fundamentados en la satisfacción del consumidor.

El punto de partida es que en el mercado –tampoco en el mercado secuestrado por el Estado francés– no pueden asegurarse puestos de trabajo permanentes; los empresarios intentan satisfacer las necesidades de los consumidores, y éstas van cambiando. No existe ni puede existir estabilidad en la economía; no existe ni puede existir un puesto de trabajo asegurado al margen de las valoraciones de consumidores y empresarios.

El despido y el cambio de puesto de trabajo sólo expresa una modificación en las necesidades de los consumidores. Y es que aun si aceptamos, a efectos dialécticos, la maldad insuperable del empresario, en un despido podemos encontrarnos sólo con dos situaciones: 1) el trabajador sigue siendo necesario en esa ocupación, pero un luciferino empresario está obsesionado con despedirlo para arruinar a su familia; 2) ese puesto ha dejado de ser necesario para satisfacer a los consumidores.

En el primer caso, el empresario ya es penalizado por el propio mercado, por lo que no es necesario que el Estado imponga sanciones adicionales. Si un empleador despide a los trabajadores que son rentables estará dejando de ganar dinero, de manera que, muy posiblemente, otros empresarios contraten a esos mismos trabajadores, consiguiendo una creciente cuota de mercado a costa de aquél. La razón es sencilla: un puesto de trabajo rentable significa que satisface a los consumidores; el empresario que despide a la gente rentable no está sirviendo a los clientes, sino a sus fobias y objetivos particulares (en este caso, arruinar al trabajador).

El capitalismo no es clemente con los malos empresarios: no hay favoritismos ni privilegiados. Sólo aquellos que satisfacen a los consumidores pueden prosperar en el mercado.

En el segundo caso, carece de sentido penalizar el despido de unos trabajadores que han dejado de ser necesarios en una empresa y que se precisan con urgencia en otra. Este tipo de políticas sólo sirven para consolidar líneas de producción que los consumidores han dejado de valorar en perjuicio de otras que sí valoran pero que no llegarán a surgir por falta de factores productivos.

En última instancia, una ocupación no rentable significa precisamente esto: que el coste de oportunidad de un trabajador (el valor de aquello que hubiera podido producir) es superior al valor de lo que actualmente produce. Su salario le permite consumir bienes y servicios más valorados que los que él mismo ha producido, por tanto deberá aceptar reducciones en su salario o buscar trabajos más valorados por los consumidores.

En otras palabras, no es necesario penalizar el despido: al hacerlo, sólo estamos privilegiando a los trabajadores que tienen un empleo en la actualidad en perjuicio de los consumidores, los empresarios y los trabajadores que todavía no han encontrado un puesto de trabajo. De ahí que el sindicalismo –que recoge en buena medida los intereses corporativos de los trabajadores ya empleados– se oponga tan furiosamente al "despido gratuito".

Lo incomprensible es que los estudiantes franceses –salvo los que viven del erario público y la coacción estatal– sigan con este disparatado juego. Tan grande es su ignorancia que no se dan cuenta de que están atrancando su contratación, y en particular su contratación indefinida.

Despidos más gravosos significan una economía más renqueante, más atrofiada y con menores posibilidades de adaptación; ni se permite reducir las líneas productivas sobrantes ni crear las necesarias. En otras palabras, más paro, menores salarios, más precariedad y, sobre todo, una deslocalización más intensa.

El Estado no puede lograr un mundo sin despidos, ya que la sociedad se caracteriza por el cambio dinámico; y, en todo caso, ese mundo de empleo inmutable no puede alcanzarse a través de la penalización del despido. La sociedad francesa no levantará cabeza hasta que comprenda que no es posible doblegar la economía a través de la Ley: por muy laico y deicida que sea el Estado francés, no puede ocupar el lugar de Dios.

Y es que, como decía Mises, podemos ignorar la ciencia económica, pero no conseguiremos suprimirla; apelando a la coacción como solución a todos los problemas sólo se logrará "destruir la sociedad y aniquilar el género humano".

Los franceses –y los europeos en general– deben despojarse del velo de ignorancia con que los han recubierto el Estado y sus ingenieros sociales. En caso contrario, la devastación de la sociedad, el cercenamiento de la libertad y el soterramiento del bienestar devendrán inevitables. Los estudiantes están construyendo el panteón de su propia miseria.

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