Pretender que el machismo es la causa en todos y cada uno de los casos es una barbaridad y, lo que es peor, mentira.
Es un comentario recurrente que una de las razones por las que Trump ha ganado las elecciones ha sido su rechazo frontal a lo políticamente correcto, su desprecio por las campañas de linchamiento de los llamados SJW (guerreros de la justicia social) en las redes sociales, su capacidad para decir auténticas barbaridades sin que se le mueva un pelo de esa peluca naranja que tiene en la cabeza. Y puede que sea un factor, aunque dudo que haya sido determinante. Pero lo que es cierto es que cada vez más norteamericanos, y en general más ciudadanos de países occidentales, están hartos de que haya cosas que no se puedan decir públicamente porque atentan contra la verdad revelada de esa nueva religión oficial que es el progresismo.
Lo cierto es que, aunque esa verdad absoluta es básicamente la misma en todo Occidente, en cada país el foco de la inquisición progresista está puesto en asuntos distintos y las grietas por las que se filtra el sentido común y la resistencia al dogma no siempre coinciden. Así, por ejemplo, el mayor caballo de batalla del feminismo en España es la violencia de género, sobre la que sólo está permitido pensar una cosa y sólo una cosa. Lo acaba de padecer Antonio Salas, juez del Tribunal Supremo, que ha osado poner en duda la Verdad, a saber: que todos y cada unos de los asesinatos cometidos por hombres contra mujeres en el ámbito del hogar, de una relación o de una ruptura son debidos al machismo; en concreto, «contra la mujer por el hecho de serlo, por ser consideradas, por sus agresores, carentes de los derechos mínimos de libertad, respeto y capacidad de decisión».
Ahora que Thomas Sowell se ha retirado del columnismo, resulta apropiado recordar el patrón que según él siguen las campañas políticas de estos ungidos. Primero se encuadra un problema como una crisis urgente e inaplazable, sin que se tenga en cuenta ni se discuta si realmente estaba empeorando gravemente o por el contrario no había hecho sino mejorar. ¿Realmente alguien se cree que en 2004 había más violencia contra las mujeres que diez o veinte años antes? No, claro, pero daba igual: había que hacer algo y hacer algo enseguida, y ese algo fue una ley que atentaba contra la igualdad entre hombres y mujeres, cuya utilidad práctica para reducir esos crímenes era dudosa y que era previsible fuera herramienta para el abuso en procesos de divorcio, por ejemplo. La ley se aprobó, el número de víctimas desde entonces se ha mantenido más o menos constante y los abusos, por más que los fanáticos lo nieguen, están lo suficientemente extendidos como para que casi toda España conozca algún caso particular. Y una vez esto está claro, la industria ideológica que vive de y por esta ley niega cualquier consecuencia negativa y minimiza su nulo impacto sobre el problema que se suponía debía resolver.
Frente al dogma impuesto, el juez Salas tuvo el valor –porque hace falta valor hoy en día para enfrentarse al dogma cuando tienes un puesto de responsabilidad o eres una figura pública– de afirmar que, aunque no se debe generalizar sobre las causas, la maldad del ser humano y la mayor fuerza física del hombre parecen mejores explicaciones que el machismo. La respuesta feminista no podía ser más predecible: el problema es que Salas no está bien concienciado ni formado, porque si lo estuviera no podría pensar de forma distinta. Es decir, que equiparan conocimiento y conciencia con tener el cerebro lavado por la propaganda feminista y el pensamiento único.
Podría opinar, si me lo permiten, que en el fondo no estoy de acuerdo con Salas. Si buscamos una razón, podríamos ver que en general los hombres son más agresivos que las mujeres y tienen mayor tendencia al riesgo, lo cual tiene consecuencias positivas y negativas; entre estas últimas, que aproximadamente el 90% de los presos son hombres, por delitos cometidos casi siempre contra otros hombres. Así que lo lógico sería que en el maltrato y la violencia familiar también el 90% de los culpables fueran hombres; lo que necesitaría de una explicación distinta es que las cifras fueran otras. Pero esto no es más que otra opinión, y sin duda cada caso es un mundo propio; lo lógico podría ser discutir de estos asuntos sin tener a una muchedumbre enfurecida amenazando con lincharte por opinar mal. Pretender que el machismo es la causa en todos y cada uno de los casos es una barbaridad y, lo que es peor, mentira: resulta razonable pensar que si, partiendo de ese dogma, el problema no se ha reducido, quizá sea porque el dogma está mal.
Las opiniones de Salas han sido tratadas con gran escándalo en los medios. Pero, equivocadas o no, suenan tan razonables que no parece que la indignación haya ido más allá de las redacciones. Satisface que incluso en un medio tan políticamente correcto como es El Diario de Escolar la práctica totalidad de los comentarios a su sesgada pieza contra Salas sean favorables al juez. Aunque el relato periodístico siga siendo casi unánime, las grietas en el relato oficial sobre la violencia en la pareja lo están resquebrajando. Y esa es la mejor noticia que podríamos tener, si queremos devolver esta discusión al ámbito de la racionalidad y alejarla del dogma religioso.