El caso del taxi es una muestra más de lo que sucede cuando el Estado interfiere en un servicio.
Arde Madrid. De nuevo, los taxistas se movilizan. Por sus familias, dicen. Por su trabajo y su futuro, insisten. Esta vez han pasado del cierre patronal sin servicios mínimos a balazos con escopeta de perdigones a coches con licencias VTC (Vehículos de Transporte con Conductor); han cerrado violentamente la entrada de alguna línea de metro; han cortado el paseo de la Castellana, eje principal de Madrid. Como si los conductores y los usuarios de esos coches VTC no tuvieran necesidad de mantener su trabajo y su familia, o los miles de trabajadores que se han visto atrapados en los terribles atascos. Me consta que alguno iba a ver a su padre, muy enfermo en el hospital, sin saber qué se encontraría al llegar.
Por sus familias. Es una buena razón para reclamar que se mantenga un privilegio. Porque lo que piden los taxistas es básicamente que se les proteja de la competencia que les quita parte de la demanda. Y esos consumidores son “suyos: “mi” clientela, “mi” privilegio, “mi” derecho. Por su parte las VTC, que no han pagado licencia y son acusados de no pagar impuestos, de ser delincuentes, y casi de ser el toro que mató a Manolete, buscan soluciones que pasan por indemnizar a los taxistas por las licencias, o incorporarlos a sus plataformas. Pero todas las soluciones plantean problemas harto difíciles, como Juanma López Zafra nos presentaba el otro día en su artículo en ‘El Confidencial’.
Yo era usuaria ocasional del taxi por problemas de visión. Hasta el pasado viernes. Nunca más, si no me va la vida en ello. Me siento defraudada. No es un servicio que mira por su público, por mis necesidades, como sí hace cualquier operador privado que ofrece un servicio a una clientela abierta. Miran por la explotación y mantenimiento de su estatus diferente. Y soy consciente de que, como tuiteaba Daniel Lacalle, los activistas “no defienden los derechos de la mayoría de los conductores de taxi, sino los privilegios de algunos propietarios de muchas licencias (cuatro personas acumulan el 10% de las licencias del taxi de Madrid)”. También sé que los violentos no son todos. Pero ahí está Madrid colapsado por taxistas de varias ciudades que han acudido a la llamada de la tribu.
El caso del taxi es una muestra más de lo que sucede cuando el Estado interfiere en un servicio y concede privilegios para recaudar dinero a costa del bienestar de los ciudadanos. Eso sí, dado que se ofrece al público, aparentemente la autoridad política está amparada por una norma moral no escrita, según la cual, de lo público se ocupa el Estado. Qué tremendo error. El mejor servicio al público es aquel que el público elige. Y el publico es heterogéneo. Unos madrileños preferirán el taxi, otros Uber, otros Cabify, otros Car2Go, el metro, el autobús, caminar y para algunos dependerá del momento y de otras muchas cuestiones. ¿Por qué razón el ayuntamiento o cualquier otra instancia estatal ha de “regular” el transporte de pasajeros en las ciudades si ya hay leyes que previenen del fraude a los consumidores? ¿Por qué asesinar la diversidad que es la esencia de la competencia? En este embrollo todos son cómplices: unos aceptaron la exclusividad que otorga la compra de la licencia y los otros no saben si traicionar a los usuarios o a los taxistas.
La paralización de Madrid me ha pillado leyendo el último libro de Alberto Mingardi, “La verità, vi prego, sul neoliberismo. Il poco che c’è, il tanto che manca”, que salió al mercado el 17 de enero y se presentó en Roma la semana siguiente. La verdad sobre el neoliberalismo la resumió el autor en su alocución durante el acto de presentación: “El neoliberalismo es el enemigo ideal (de la derecha y de la izquierda) porque no existe”. Al menos, como explica en las 400 y pico páginas, no el neoliberalismo que nos presentan habitualmente. No voy a destripar el argumento porque merece la pena que lo lean. Sería estupendo, sin duda, que algún editor serio apostara por una buena traducción de una versión españolizada. No pude estar allí, pero hay video de la presentación romana. En ella, Emma Bonino hablaba, refiriéndose al problema de la inmigración en Europa, de los “imprenditore de la paura”, los empresarios del miedo. Un miedo, como muy bien apuntaba, alimentado día a día. También señalaba lo extremadamente persuasivo que es el lenguaje inútilmente cruel. Bonino, muy acertadamente, se cuestionaba por qué cuando hay un problema tenemos la necesidad de encontrar un “culpable”, y a continuación, exigimos una intervención que “solucione” y nos proteja. Tremenda verdad que nos deja a la altura de nuestros ancestros, cuando pensaban que la bola de fuego que nos ilumina y nos calienta se ocultaba tras el horizonte porque un dios pagano se había enfadado con nosotros, y había que sacrificar un par de doncellas vírgenes para reparar aquel desastre.
Y no he podido por menos que pensar en las palabras de esta brava mujer al escuchar a los taxistas “Somos taxistas, no somos terroristas” y todo su cargamento de frases en las que se presentan como víctimas propiciatorias que luchan por el pan de sus hijos agrediendo físicamente a quien sea menester.
Los empresarios del miedo son los que siembran, precisamente, la semilla del miedo, quienes utilizan la violencia, quienes amedrentan a los usuarios de sus servicios. No es nuevo en nuestro país. Los miembros de los gremios quemaban los talleres de aquellos que osaran transgredir las normas del gremio mejorando el precio o la calidad del producto.
Yo estoy con Mingardi cuando explica que no hay liberalismo hoy en día. Esa competencia de la que tanto se protegen ya no existe. Solamente queda el enemigo invisible, la excusa perfecta, para seguir manteniendo un statu quo ventajoso presionando al poder político. ¡Ay, el liberalismo! ¡Lo poco que hay, y lo mucho que hace falta!