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Que no te engañen: Tauromaquia no es libertad

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Hace unos días un compañero y amigo, al que aprecio y admiro, escribía un artículo para el Instituto Juan de Mariana, institución en la que tengo el placer de trabajar. El artículo, a mi juicio poco acertado, señalaba que la posición abolicionista de la tauromaquia es “de mirada corta y sectarismo amplio”, y que su defensa, en cambio, es “expresión máxima de la Libertad”.

En contra de lo que muchas personas piensan, y pese a la popularidad que siguen teniendo estos “festejos” en muchas zonas de España, algunas encuestas como la elaborada por SocioMétria para el digital El Español en 2019, apuntan a que más de la mitad de los electores españoles está a favor de “prohibir o limitar” las corridas de toros (56,4%) y la cacería (53,8%). Esta cifra, dos años después, no creo que haya cambiado mucho, y dudo también que nos permita concluir que el 56,4% y el 53,8% de los españoles, respectivamente, tienen posiciones sectarias y dogmáticas. Diría yo que parece todo lo contrario.

El artículo, que se trata de una defensa más bien estética, cultural, e incluso diría que identitaria de la tauromaquia, deja de lado que la cuestión importante no es si esta tiene valor estético, sino si está ética y políticamente justificada. 

En ese debate, precisamente, es en el que se enmarcan posiciones como la que pretendo defender aquí. Posiciones, que, aún bebiendo de tradiciones filosóficas diferentes, coinciden en la afirmación normativa de que debemos tener una mayor consideración por el sufrimiento de los demás, incluidos los animales no humanos. 

Dos teorías diferentes, aunque no son las únicas, nos permiten aproximarnos a esta cuestión: el utilitarismo y las teorías de los derechos morales. 

Empezando por la primera, el utilitarismo es una doctrina moral universalista, asistencialista, consecuencialista y agregativa. Es asistencialista porque define lo “bueno” en base al bienestar (o felicidad) de los individuos. Es consecuencialista porque evalúa la corrección (o incorrección) de las acciones de los individuos en base a su consecuencia esperada. Y es agregativa porque considera los intereses de todos los individuos afectados de forma agregada. (Mill, 1861; Singer, 1985). 

Autores como Jeremy Bentham (1780) o Stuart Mill (1861), aunque no plantean la necesidad de otorgar derechos a los animales no humanos, defienden que tenemos la obligación moral de no menospreciar sus intereses por el mero hecho de no pertenecer a la especie humana y de causarles daños graves por motivos triviales. Esto no es más que la extensión del principio humanista, heredero de la tradición judeocristiana, de la compasión ante el sufrimiento de los demás, extendido para abarcar a todos los individuos con capacidad de sufrir. 

Sin embargo, ha sido Peter Singer el autor utilitarista de referencia para la cuestión animal. Desde su obra Animal Liberation (1975), ha dedicado su actividad académica principalmente a la discusión de los argumentos de la discriminación por razon de especie, del rechazo al maltrato animal y el apoyo a una dieta vegetariana, así como del reconocimiento de igualdad moral para los animales no humanos. En concreto se basa en dos principios (Singer, 1999):

  • El principio de igual consideración de intereses. Es decir, aceptar que los juicios éticos deben ser universales, esto es que intereses iguales deben ser tenidos en cuenta igual en nuestra deliberación moral, con independencia de otros atributos irrelevantes del individuo de cuyos intereses se trate.
  • La regla principal del utilitarismo de preferencia, como extensión del principio de igual consideración de intereses. Esto es, actuar de tal forma que se maximice la satisfacción esperada de los intereses de los individuos afectados por una acción, sin que quepa ningún tipo de descriminación injustificada. 

Para el autor, no existe motivo alguno por el cual los animales no humanos deban ser excluidos del concepto de individuos al que se refieren estos principios. Los motivos que aduce son los siguientes: a saber, que la sintiencia, o capacidad de sufrir y/o gozar, es un “requisito para tener cualquier otro interés, una condición que tiene que satisfacerse antes de que podamos hablar con sentido de intereses” (Singer, 1999: 43). Es decir, la sintiencia sería una condición suficiente para tener intereses y que estos puedan pasar a ser considerados de igual forma. Y no la racionalidad, la inteligencia, el lenguaje, la capacidad de tener acuerdos morales recíprocos o la pertenencia a una u otra especie. 

En segundo lugar tenemos a una de las teorías deontológicas por excelencia: las teorías de los derechos morales. Estas sostienen que hay ciertas cosas que no podemos hacer contra los individuos, porque estos son poseedores de derechos morales. O dicho de otra forma, que hay cosas que estos individuos pueden hacer porque les ampara un derecho. Ese derecho supone a la vez una habilitación y un límite para actuar. Para algunos autores, son de carácter negativo y requieren únicamente la abstención de un individuo de realizar cierto tipo de acciones. Para otros, requiere algún tipo de acción. 

Henry Salt, como defensor del enfoque de los derechos, presenta otra perspectiva diferente de la de Singer. Para el autor, asumir que los animales no humanos tienen derechos resulta tan obvio como asumir que los tienen los humanos. Pues debe aplicarse el mismo sentido de justicia y compasión a ambos: no se puede otorgar derechos a unos (los seres humanos), de forma consistente, y negarlos a otros (los animales no humanos). Esto es, no se puede, sin caer en una incoherencia, reclamar la libertad para uno a menos que estemos dispuestos a permitirla a otros individuos. En este sentido, que esos otros pertenezcan a otra especie, no es relevante. (Salt, 1894) 

Más tarde, Tom Regan continuaría su legado. De acuerdo con este autor, los individuos poseen ciertos derechos morales cuya inviolabilidad no depende de la utilidad agregada que un acto reporte a otro grupo de individuos. No existe un buen fin que justifique el uso de unos medios que violen los derechos de un individuo. Los animales no humanos, pese a carecer de muchas de las habilidades que poseen los humanos, no tienen menos valor inherente y, por ende, tienen el mismo derecho que los demás a ser tratados de forma respetuosa. El origen de este derecho está en la capacidad que todos estos individuos tienen de experimentar una vida. Son criaturas conscientes con un bienestar individual valioso independientemente de la utilidad que pueda reportar a los demás. Para el autor, cualquiera que sea “sujeto de una vida” tiene valor inherente. (Regan, 1983)

En definitiva, existen argumentos relevantes para, como mínimo, oponerse a las prácticas que, como la tauromaquia, producen algún tipo de sufrimiento no consentido en los demás, pertenezcan a la especie que pertenezcan; así como para rechazar que el legado cultural de una práctica pueda ser condición suficiente para su mantenimiento.

1 Comentario

  1. No me gusta la tauromaquia. Así que mi comentario no va en su defensa.

    Pero esa conclusión es muy complicada: hay argumentos para oponerse a las prácticas que producen sufrimiento no consentido a los demás, sean de la especie que sea. Yo siempre he estado en contra de la experimentación científica con animales como ratas, jerbos, hamsters, perros o cerdos. Sobre todo cuando dicha experimentación consiste en causarles enfermedades, aplicarles descargas eléctricas o envenenarlos. Sin embargo, existen (o creemos que existen) beneficios para los humanos que provienen de este tipo de sufrimiento no consentido. ¿Estamos dispuestos a renunciar a ese beneficio?

    Caso «vacunas». ¿He sido el único que se ha enterado del espantoso procedimiento para producir vacunas contra este resfriadillo que tanto gusto da a los políticos? ¿Aquellos que se oponen radicalmente al sufrimiento de los animales causado por humanos con la intención de causar algún bien para los humanos están dispuestos a colgarse el sambenito de antivacunas?

    Una escapatoria, típica en liberales, a este problema es echar a correr hacia el futuro: si en el futuro toda la carne que comamos será sintética, hecha en una laboratorio, sin sufrimiento de otros animales (solo el sufrimiento humano parece aceptable, y no digno de consideración por todos estos aprendices de brujo que fingen un complejo de mesías), entonces también podría ocurrir que sea posible que todas las vacunas se puedan sintetizar más económicamente y más rápidamente (y más establemente, ya que nos ponemos exigentes) mediante técnica similar a la de producción de alimentos sintéticos. Pero en ese caso, los fanáticos de las vacunas de hoy en día (quienes también existirían en el futuro, ¿por qué no?) dirían que hay que respetar la técnica «tradicional» de producción de vacunas. Con la iglesia hemos topado.

    Los de la tauromaquia suelen mencionar el hecho de que el toro de lidia es como muchas «razas» de perro doméstico, incapaz de sobrevivir en la naturaleza. Es un animal que solo existe porque el ser humano lo cría y lo cuida, con un propósito artístico (en realidad es económico, como pasa con los perros). De la misma forma, parece que muchas especies de animales salvajes, macroscópicos y microscópicos, viven ahora muy dependientes de las prácticas agrícolas humanas. Si los humanos dejen de hacer agricultura tradicional, de la que se benefician algunos animales salvajes, y cambian para hacer una agricultura aséptica, incruenta, en la que ningún animal se vea perjudicado directamente, ¿podríamos considerar eso como un sufrimiento no consentido?

    No creo en los derechos de los animales no humanos. Y dado que los mejores humanos han renunciado a considerar los derechos de concretos, previos a las constituciones y a toda ley, de los seres humanos concretos, estoy planteándome si realmente merece la pena hablar de derechos humanos. Y si no hay derechos humanos, más fundamentales que los derechos fundamentales, y más civiles que los derechos civiles, entonces no se pueden extender a los animales no humanos, ni a ningún otro ser vivo concreto.

    ¿Y si la ley de la naturaleza es inexorable, mal que nos pese, y todo se reduce a quién pega más fuerte? ¿Qué pasa si la mente humana es más fuerte que las zarpas de todos los osos, y que las fauces de todos los tigres? ¿Qué pasa si, por más que nos opongamos, el destino inalterable de la mente humana es la autodestrucción del ego, primeramente, la aniquilación de toda la humanidad en segundo lugar, y finalmente la destrucción de la realidad misma, ocasionando la extinción de toda forma de vida? ¿Y si el suicidio o la esterilización no pueden alterar esto?

    Es mejor simplificar: la mente humana no existe. Julian Simon exageraba más que Ehrlich. No vamos a destruir el mundo. No tenemos que tener ansiedad por nuestras imaginaciones catastrofistas, seguramente causadas por el ion fluoruro y magnificadas por charlatanes que quieren vivir del cuento. La realidad es que unos seres vivos devoran a otros. Tiene que ser así. Pero ninguno es tan poderoso como ocasionar la destrucción de todos los demás. Nos damos demasiada importancia. El verdadero propósito de la vida es ir a Gandía a comer paella. Con humildad y amor, si es que esos dos lujos todavía no están prohibidos.

    Low-carb paella, claramente. Porque ahora es inmoral estar gordo… cualquier día nos ponen esta salvajada en el BOE. ¡Qué década me están dando estos jenízaros de la salud!


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