Hace unos días asistí a una conferencia en una prestigiosa institución académica de Madrid que destaca, entre otras cosas, por la pluralidad de los temas que se tratan en sus distintas aulas, debates y publicaciones, es decir, que se caracteriza por ser un abanico de posibilidades, tanto por los portavoces que discurren a su estrado como las ideas que ahí se vierten, aunque a veces rocen el imaginario de lo utópico, esto es, radicalidad y exceso en términos de propuesta.
En concreto y para no faltar a la verdad, cabe decir que en aquel conversatorio daba la impresión de estar frente a una ponencia acerca de las alegóricas nostálgicas del leninismo, pero trasladado y adaptado al siglo que aquí nos tiene. Lo cierto es que muchas cosas no han cambiado desde entonces; todavía hay adeptos a aquellas ideologías que la humanidad bien conoce y que defienden nuevas definiciones de cuestiones que hoy no caben en una sociedad no poco distinta, pero valorable en cuanto a la experiencia vivida. Es más, resulta hoy más incomprensible la radicalidad de las adaptaciones y es más condenable aún, precisamente, por el hecho de que no es una verdad menor que el ser humano, como individuo y como animal social, ha cambiado poco. Pero en su agrupación y concepción como sociedad libre, ésta ha evolucionado hacia nuevos paradigmas a los que enfrentarse con contundencia y seriedad. Eso es, por lo menos, lo que uno espera, más aún en un momento y contexto como el que hoy nos toca vivir.
En aquel acto se profirieron ideas o conceptos como ‘ecofeminismo’, ‘democracia asamblearia’ o ‘poderes mediáticos’. Cabe decir que no fue una sorpresa las corrientes políticas que allí se denotaron –tanto por la temática como por los ponentes–, sino la espontaneidad y seguridad con la que se defendían cuestiones que hoy parecerían difíciles de encajar en el imaginario colectivo, aunque se las intente trasladar al día a día de ciudadanos que tienen otras ocupaciones y que poco les importa la política y los políticos. No obstante, frente a ello, se puede caer en el error si nos detenemos solo a discutir que aquellas ideas o propuestas son solo metáforas de corto calibre, cuando la izquierda más radical ha entendido que la batalla política es, por encima de todo, cultural y que se debe librar en los medios de comunicación y en las aulas, con el objetivo de articular ‘normalidades’, tal y como hoy ocurre.
Libertad, se decía al referirse a la forma de democracia que ellos defendían, es poder elegir en el día a día, reduciendo la significancia de tal idea a un simple valor de sufragio repetitivo. En oposición, cabe decir que el individuo hoy sí concibe la libertad, con una consistencia y consciencia aún mayor, pero no bajo el sentido de la vinculación directa y permanente con el poder público. Al contrario, prima en el ‘hombre moderno’ otro sentimiento hacia tan importante principio. Precisamente, Benjamín Constant se refirió al ‘hombre moderno’ y su acepción a la libertad, cuando sostuvo, en el Ateneo de París en 1819, que “la finalidad de los modernos es la seguridad de los goces privados; y ellos llamaban libertad a las garantías acordadas a esos goces por las instituciones”.
Encaminados, en consecuencia, en la lógica de atracción de las nuevas identidades que abraza, llamémosle socialismo o comunismo de nuestro tiempo, el discurso de los conferenciantes no dejo de lado la estela que precede a nuestro tiempo y la imposición de mensajes sobre la base de la adaptación que los adeptos a esas ideologías ponderan empecinadamente. Por ello, se rubricaron frases como que el capitalismo está viviendo una etapa fatídica y que la idea del libre mercado está llegando a su fin porque, sencilla y llanamente, es la realidad de los hechos la que nos lo testifica.
Lo cierto es que, más allá del debate sobre la supervivencia de la democracia o de la crisis del liberalismo en nuestro tiempo, cuyo análisis trae consigo más elementos para reafirmar lo contrario, al menos en las sociedades occidentales donde la dignidad humana y la libertad del individuo sí tienen precedentes sólidos desde el arraigo a las ideas vinculantes a la ley y la igualdad, y el valor de la persona como individuo libre en relación constante con el otro, cabe decir, que los defensores de aquellas ideas, bien podamos llamar ‘liberticidas’, deben ser vistos como los pesimistas de nuestro tiempo, dado que el ser humano, más aún en un entorno democrático y a pesar de las grandes dificultades que todavía arrastramos en términos sociales, políticos y económicos, nunca antes había experimentado tal nivel de desarrollo, crecimiento y bienestar. Descifrando aquello, Johan Norberg señala en Progreso que vivimos en el mejor momento de nuestra historia y, sin embargo, se ha extendido la creencia generalizada de que el mundo va exageradamente peor.
No extraña, por tanto, la usurpación de los mensajes y su proliferación en beneficio del interés particular de los colectivistas. La democracia asamblearia, amparada por justificaciones como la participación ciudadana, no es una idea nueva ni nueva es su intención de promocionarla frente al carácter innatamente representativo de la democracia moderna. Porque, cierto es, que la participación del ciudadano es necesaria, pero no debe ser ésta la que remplace el sistema en que políticamente vivimos porque estaríamos cayendo en un error incompatible con la democracia tal y como hoy la conocemos y la concebimos. Esa particular idea resulta, por tanto, antidemocrática y antiliberal, y es una expresión antagónica a las bases democráticas sobre las que sostiene nuestro sistema, aunque, invocando a la libertad y a la democracia se quiera manifestar y convencer de lo contrario.
En medio de la turbiedad de la colectividad, el individuo siempre perderá su condición de tal, sujeto de derechos y obligaciones ante la ley, cuando éste se doblega en la masa enervada que todo lo abarca y cuando se somete, ineludiblemente, a una élite autoritaria. La persona nunca ha pensado en forma colectiva porque es imposible hacerlo, el grupo siempre será manipulable ‘a lo grande’, por ello, la democracia asamblearia en enfrentamiento con la representación política presentará muchos vicios. El hombre moderno (Constant), como se dijo, tiene otras ocupaciones y preocupaciones vinculadas al mundo volátil, de cambios y presiones que nos toca vivir, pero siempre rescatará ese valor que lo dispone en su día a día: la libertad.
Nunca se ha reivindicado tanto la democracia por quienes la repudian. No hay democracia sin ciudadanos libres y conscientes de su condición y del entorno en el que viven. Son muchos los interesados en confundirnos para convertirnos en seres más fácilmente manejables, especialmente aquellos pesimistas que en nombre de la democracia pretenden destruirla.
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