Desde mediados de octubre de 2024, Cali, la capital de departamento del Valle del Cauca, en Colombia, comenzó a llenarse de personajes curiosos. Cruzando la ciudad por la calle Quinta, mientras los caleños corrían a cumplir con sus labores diarias bajo un sol que amenaza con derretir hasta la paciencia más templada, estos extraños caminaban sin rumbo definido, envueltos en uniformes de telas naturales y patrones florales. Los caleños, testigos involuntarios de esta invasión, no podían evitar dirigir miradas curiosas —y a veces de abierta incredulidad— hacia estos grupos, equipados con sus «boho bags» y sus sonrisas que combinaban perfectamente con el desprecio implícito en sus comentarios: «¿Por qué tantas motos?», «¿Por qué no todos usan bicicleta?», «¡Qué calor tan insoportable!»
“Rolos care´chimba”, sentenció un taxista, entre quejas sobre el tráfico y lamentos sobre la invasión de esta nueva tribu urbana. Para quienes no estén familiarizados con la jerga local, un «rolo» es un habitante de Bogotá, hogar natural del enorme aparato estatal colombiano y su incalculable número de agencias, conocido por su amor a la formalidad y un peculiar desdén hacia todo lo que no encaje en su clima perennemente frío y nublado. El complemento, «cara de chimba», es más flexible: puede usarse para admirar un estilo extravagante o, como en este caso, para señalar con ironía una actitud entre insolente y altanera.
Una autoproclamada élite
Resulta que el desfile de personajes por las calles de Cali no era fruto del azar: estaban aquí para la 16ª Conferencia de las Partes (COP16), una reunión global en torno al marco de biodiversidad de Kunming-Montreal. El objetivo declarado: “detener y revertir la pérdida de biodiversidad”. Suena noble, ¿no? Pero tras el maquillaje de palabras como «conservación», «uso sostenible» y «participación equitativa» subyace una narrativa más inquietante: la arrogancia de una élite que presume saber, mejor que nadie, cómo deben usarse los recursos del planeta.
En el fondo, la lógica es sencilla: los individuos comunes, vulgares agentes del mercado, son demasiado ignorantes para tomar decisiones acertadas sobre recursos naturales. Según esta narrativa, solo los iluminados que desfilan en camisones coloridos y portan mochilas étnicas están calificados para decidir el destino de un lago, un colibrí o una parcela de tierra. Y claro, respaldados por el monopolio del Estado, tienen todo el derecho de imponer estas decisiones, incluso si eso significa pisotear la propiedad privada o las aspiraciones de desarrollo económico de las comunidades locales.
La paradoja del ambientalismo estatal
Aquí entra la deliciosa ironía. Los recursos naturales, entregados al Estado para su “conservación”, terminan siendo gestionados de forma arbitraria e ineficiente. ¿Por qué? Porque el Estado no participa en el mercado. Sin precios que transmitan información sobre costos y beneficios, no hay forma de asignar recursos de manera que realmente satisfagan las necesidades de la gente. En el mejor de los casos, esta gestión estatal conduce al malgasto de recursos. En el peor, al agotamiento acelerado de aquello que se pretendía preservar.
Y hay más. La democracia, con su horizonte de corto plazo —cuatro o cinco años en el poder—, fomenta la explotación inmediata. ¿Qué gobernante va a sacrificar popularidad, dejando de entregar medios en subsidios y de consumir hoy para que su sucesor coseche los beneficios mañana? Así, la COP16 y sus fervorosos seguidores no solo ignoran las leyes económicas básicas, sino que, paradójicamente, socavan sus propios objetivos conservacionistas.
El hombre común frente al mesías ambientalista
En una economía de mercado, los recursos se asignan según la propiedad privada y las señales transmitidas por los precios. Si alguien encuentra un uso mejor para un recurso, puede adquirirlo, generando un sistema dinámico que equilibra oferta y demanda. Pero esto no es suficiente para los autoproclamados salvadores del planeta, que desprecian la acción privada y prefieren imponer su voluntad mediante regulaciones y prohibiciones.
Al final del día, el verdadero rostro del ambientalismo que representan los asistentes de la COP16 no es uno de conservación, sino de control. El control de cómo vivimos, qué comemos, cómo nos desplazamos y qué sueños podemos perseguir. Porque, para ellos, el hombre común no puede ser confiado con algo tan importante como un árbol o un pájaro.
Mientras reflexionaba sobre todo esto, no podía evitar recordar al taxista. Su queja, aunque cargada de sarcasmo, contenía una verdad fundamental: estos «rolos care´ chimba», que para estos efectos no solo cobija a los amigos del estado bogotano, sino también a los alemanes, suecos y angoleses empleados pro el supraestado de la ONU, con su aire de superioridad moral y sus mochilas de diseño artesanal, no solo son un espectáculo pintoresco en las calles de Cali, sino un recordatorio de la constante lucha entre el individuo y las élites que creen saber mejor qué es bueno para todos.
Lo más gracioso —y trágico— de todo esto es que, en su afán por “proteger” el medio ambiente, estas élites terminan perjudicando precisamente aquello que dicen defender. Una prueba más de que, muchas veces, los mayores problemas vienen de aquellos que intentan resolverlos con la soberbia de quien cree tener todas las respuestas.
Ver también
¿Es necesaria la biodiversidad? (Alberto Illán Oviedo).
¿Cómo preservamos la biodiversidad? (I): el modelo público. (Alberto Illán Oviedo).
¿Cómo preservamos la biodiversidad? (II): el modelo privado. (Alberto Illán Oviedo).
El Mar Negro (II): el impacto soviético. (Alberto Illán Oviedo).
Greenpeace tiene razón. (Fernando Parrilla).
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