En los últimos meses, hemos venido publicando una serie de artículos sobre la aparición en España de las ideas liberales, en la segunda mitad del siglo XVIII, sobre todo a través de la obra de uno de los ilustrados más egregios, Melchor Gaspar de Jovellanos, haciendo referencia, especialmente, a su Informe sobre la Ley Agraria, de 1795, obra elaborada por el famoso asturiano, y que ponía fin a un largo expediente, iniciado por el Consejo de Castilla en los años 60 de dicha centuria, cuya finalización fue, en 1777, encargada a la Sociedad económica de amigos del país de Madrid, la cual delegó, en el año 1787, en Jovellanos la elaboración del Informe, publicado por dicha Sociedad en 1795, tres décadas después de que se iniciase la tramitación del expediente.
En el artículo de hoy vamos a centrarnos en los planteamientos que en dicho Informe aparecen sobre las necesidades de la desamortización de las tierras, propuesta que, ni que decir tienen, bebe, entre otras, de la obra de otro asturiano insigne del momento, Pedro Rodríguez Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla desde 1762 -institución que después presidió-, y que en 1765 había publicado su Tratado de la regalía de la amortización.
Ello no obstante, hay que tener en cuenta dos cuestiones, a la hora de analizar las propuestas que, en el Informe, se hacen, sobre todo en relación con la amortización. En efecto, al redactarlo, Jovellanos no actuó como quien expresa sin limitaciones su pensamiento en el ámbito de la teoría, sino que se vio obligado a subordinar ese pensamiento a dos consideraciones: Una de índole corporativa, ya que escribía y publicaba en nombre de la Sociedad Matritense, de su “clase” o “sección” de agricultura y de su comisión de Ley Agraria; y la otra de índole práctica y política[1], que, seguramente, le obligaba a descartar lo que, aun siendo preferible desde un punto de vista teórico, fuere inaplicable a la realidad que él conocía, y a temer que la proposición de medidas demasiado radicales diera al traste con la posibilidad de efectuar reformas cuya efectividad descansaba en la moderación y la transacción (Carnero, 1795).
Sobre la necesidad de desamortización
Como es sabido, y según la definición que el Diccionario de Autoridades[2] da del término “amortizar”, se decía que una propiedad estaba amortizada cuando se hallaba en manos de un titular que una vez que la adquiriera no podía, por impedimento jurídico, volver a venderla o tenía grandes dificultades para hacerlo, o, como dice el Diccionario de la Real Academia, en su última acepción, pasar los bienes a “manos muertas”, o poseedores de una finca, en quienes se perpetuaba el dominio por no poder enajenarla.
Así, en el Antiguo Régimen, tanto la Iglesia como la nobleza (incluido el Monarca) y los concejos o municipios tenían su propia “ratio iuris” de amortización, es decir, su propia causa[3] para impedir que los bienes que adquirían volvieran a venderse, y su propio régimen, su propia naturaleza jurídica; eran todos ellos, en definitiva, titulares que amortizaban para perpetuarse, para mantener el poder conquistado históricamente (Lecuona Prats, 2004). Ello no obstante, mientras que las normas amortizadoras relativas a la Iglesia eran normas de derecho canónico y no estatal, las normas que regulaban la amortización de la nobleza y los concejos y municipios sí eran de derecho real.
Así, para el asturiano, y dentro de los obstáculos políticos a los que hace referencia en su Informe[4], encontramos, entre otros derivados de los excesos de la legislación[5], la amortización (refiriéndose expresamente tanto a la eclesiástica –clero regular y secular- como a la civil –los mayorazgos-). Para Jovellanos, dicha institución encarecía la tierra, al sustraer gran parte de ella al mercado, reduciendo su oferta, era causa de latifundio, y de sus nefastas consecuencias:
Otro más grave, más urgente y más pernicioso a la agricultura reclama ahora su suprema atención (…) cuando todo ciudadano puede aspirar a la riqueza, la natural vicisitud de la fortuna la hace pasar rápidamente de unos en otros; por consiguiente, nunca puede ser inmensa en cantidad ni en duración para ningún individuo (…) si se busca la causa de este raro fenómeno, se hallará en la amortización. (Jovellanos, Informe de Ley Agraria, 1795).
Todo ello hasta el punto de que el patricio asturiano, tal y como puede verse en su Informe, considera la amortización como la mayor lacra del campo español, entre otras cosas por la necesidad de favorecer la igualdad y, así, el interés individual, ya que la amortización supone una limitación de estímulo para los individuos:
Es ciertamente imposible favorecer con igualdad el interés individual, dispensándole el derecho de aspirar a la propiedad territorial, sin favorecer al mismo tiempo la acumulación de esta riqueza; y es también imposible suponer esta acumulación sin reconocer aquella desigualdad de fortunas que se funda en ellas, y que es el verdadero origen de tantos vicios y tantos males como afligen a los cuerpos políticos (…) En este sentido no se puede negar que la acumulación de la riqueza sea un mal; pero sobre ser un mal necesario, tiene más cerca de sí el remedio. Cuando todo ciudadano puede aspirar a la riqueza, la natural vicisitud de la fortuna la hace pasar rápidamente de unos a otros; por consiguiente, nunca puede ser inmensa en cantidad ni en duración para ningún individuo: la misma tendencia que mueve a todos hacia este objeto, siendo estímulo de unos es obstáculo de otros, y si en el natural progreso de la libertad de acumular no se iguala la riqueza, por lo menos la riqueza viene a ser para todos igualmente premio de la industria y castigo de la pereza. (Jovellanos, Informe de Ley Agraria, 1795).
Pero en dicho planteamiento, Jovellanos no era, ni es, el único. En efecto, tal y como señala el profesor Nadal, tras analizar y comparar la distribución de la renta española en el siglo XX y comprobar la evolución de esta como el reparto de la población entre los distintos sectores productivos[6]:
Estas dos series de datos son suficientes para concluir que, en los albores del siglo XX, España seguía siendo un país de base eminentemente agraria”, siendo su tesis que una de las causas de que no se hubiese producido dicho cambio fue el fracaso de las dos desamortizaciones –la del suelo y la del subsuelo- que malograron las bases naturales, agrícola y minera, en que debía haberse asentado la revolución industrial, en el sentido clásico de la expresión. (Nadal, 1999).
Así, Jovellanos señala dos efectos de la amortización: en primer lugar, por reducía la oferta de tierra, encareciendo, por tanto, el valor de ésta, haciendo que la inversión acuda a otros sectores:
Pero el objeto de este informe la obliga a circunscribir sus reflexiones a los males que causan a la agricultura: El mayor de todos es el encarecimiento de la propiedad. Las tierras, como todas las cosas comerciables, reciben en su precio las alteraciones que son consiguientes a su escasez o abundancia, y valen mucho cuando se venden pocas, y poco cuando se venden muchas (…) Pero aquella tendencia tiene un límite natural en la excesiva carestía de la propiedad, porque siendo consecuencia infalible de esta carestía la disminución del producto de la tierra, debe serlo también la tibieza en el deseo de adquirirla. Cuando los capitales empleados en tierras dan un rédito crecido la imposición en tierras es una especulación de prudencia y seguridad (…) Si se buscan los más ordinarios efectos de esta situación se hallará, primero, que los capitales, huyendo de la propiedad territorial, buscan su empleo en la ganadería, en el comercio, en la industria o en otras granjerías más lucrosas; segundo, que nadie enajena sus tierras sino en extrema necesidad, porque nadie tiene esperanza de volver a adquirirlas; tercero, porque nadie compra sino en el caso extremo de asegurar una parte de su fortuna, porque ningún otro estímulo puede mover a comprar lo que cuesta mucho y rinde poco; cuarto, que siendo éste el primer objeto de los que compran no se mejora lo comprado, o porque cuanto más se gasta en adquirir tanto menos queda para mejorar, o porque a trueque de comprar más se mejora menos; quinto, que a este designio de acumular sigue naturalmente el de amortizar lo acumulado, porque nada está más cerca del deseo de asegurar la fortuna que el de vincularla (…). (Jovellanos, Informe de Ley Agraria, 1795).
En segundo lugar, porque era la causa del latifundio y sus nefastas consecuencias:
No es creíble que los grandes propietarios puedan cultivar sus tierras, ni cuando lo fuese sería posible que las quisiesen cultivar, ni cuando las cultivasen sería posible que las cultivasen bien. Si alguna vez la necesidad o el capricho los moviesen a labrar por su cuenta una parte de su propiedad, o establecerán en ella una cultura inmensa y por consiguiente imperfecta y débil, como sucede en los cortijos y los olivares cultivados por señores o monasterios de Andalucía. (Jovellanos, Informe de Ley Agraria, 1795).
Las propuestas amortizadoras de Jovellanos
Así, el prócer asturiano propone una serie de medidas para corregir dicho problema, distinguiendo entre las medidas aplicables a la amortización eclesiástica y la civil:
1.- En cuanto a la amortización eclesiástica –regulada por el derecho canónico, recordemos-, Jovellanos evitó recomendar toda amortización forzosa, así como utilizar coacción o violencia en cuanto a la propiedad eclesiástica acumulada hasta ese momento. Ello no obstante, sí aconsejó, por un lado, prohibir que la Iglesia adquiriese en el futuro tierras por donación testamentaria, si bien tendría derecho a conservar el producto de la venta de los bienes raíces que así le hubiesen sido cedidos, haciéndose esa venta en un plazo “cierto y necesario”:
Tal sería, salva la libertad de hacer estas fundaciones, prohibir que en adelante se dotasen con bienes raíces, y mandar que los que fuesen consagrados a estos objetos se vendiesen en un plazo cierto y necesario por los mismos ejecutores testamentarios. (Jovellanos, Informe de Ley Agraria, 1795).
Por otro lado, también recomendó “convencerla” de que procediese a vender, o arrendar a largo plazo, su patrimonio inmobiliario, lo que denominó “abdicación decorosa”:
¿No será, pues, más justo esperar de su generosidad una abdicación decorosa, que le granjeará la gratitud y veneración de los pueblos, que no la aquiescencia a un despojo que los envilecerá a sus ojos? Pero si por desgracia fuese vana esta esperanza, si el clero se empeñase en retener toda la propiedad territorial que está en sus manos, cosa que no teme la sociedad, a lo menos la prohibición de aumentarla parece ya indispensable (Jovellanos, Informe de Ley Agraria, 1795).
2.- En cuanto a la amortización civil, recomienda conservar los mayorazgos nobiliarios instituidos hasta el momento como un mal necesario para la consecución del bien superior que es el mantenimiento de la nobleza, como clase conveniente al Estado, si bien recomendado (al igual que ocurría con la amortización eclesiástica) que se arrendasen a largo plazo, pero sin que con ello se convierta en una obligación legal que viole la libertad contractual de los propietarios o de los arrendatarios.
Pero sean en hora buena necesarios los mayorazgos para conservación de la nobleza (…) La Sociedad, Señor, mirará siempre con gran respeto y con la mayor indulgencia los mayorazgos de la nobleza (…) La primera providencia que la nación reclama de estos principios es la derogación de todas las leyes que permiten vincular la propiedad territorial. Respétense en hora buena las vinculaciones hechas hasta ahora bajo su autoridad; pero, pues han llegado a ser tantas y tan dañosas al público, fíjese cuanto antes el único límite que puede detener su perniciosa influencia (Jovellanos, Informe de Ley Agraria, 1795).
Eso sí, el asturiano sí reclama la prohibición de futuras vinculaciones, salvo en casos excepcionales y como recompensa a extraordinarios méritos y servicios:
Debe cesar, por consecuencia, la facultad de vincular por contrato entre vivos y por testamento, por vía de mejora, de fideicomiso, de legado o en otra cualquiera forma, de manera que conservándose a todos los ciudadanos la facultad de disponer de todos sus bienes en vida y muerte según las leyes, sólo se les prohíba esclavizar la propiedad territorial con la prohibición de enajenar, ni imponerle gravámenes equivalentes a esta prohibición. (Jovellanos, Informe de Ley Agraria, 1795).
Conclusión
A la vista de todo lo que hemos señalado, vemos cómo la amortización suponía, para Jovellanos, por un lado, uno de los graves obstáculos al crecimiento agrario (al extraer las tierras de la circulación y desviar los capitales para otro uso). Pero, por otro lado, tanto el clero regular y secular como los mayorazgos civiles son instituciones sociales fundamentales, por lo que se trataba de un asunto frente a los que había que tomar medidas, pero con precauciones y con alguna limitación.
Así, ante la acumulación de bienes raíces por las manos muertas eclesiásticas, no propone medidas desamortizadoras, sino una renuncia voluntaria y la prohibición de aumentar la amortización en el futuro. De igual forma, los mayorazgos civiles debían ser corregidos por una ley amortizadora, reduciéndolos lo más posible, pero garantizando la subsistencia de la nobleza. (Llombart V. 2011).
En cualquier caso, debemos recordar lo que señalábamos al inicio: por un lado, que el Informe, aunque escrito por Jovellanos, representaba el planteamiento de la Sociedad Matritense, y, en segundo lugar, las consideraciones de índole práctica, por la sociedad en la que elaboró su Informe y las posibilidades prácticas de implementar sus medidas. Aunque, desde un punto de vista liberal, ¿hubiese sido coherente haber propuesto medidas que atentaban contra los derechos de propiedad de determinados grupos simplemente por el hecho de que la estructura de propiedad existente no era la más adecuada, en principio, para maximizar la producción?
Bibliografía
Carnero, G. (1998). Introducción. En G. Jovellanos, Informe sobre la Ley Agraria (Vol. Informe de Ley Agraria). Madrid: Cátedra.
Carrera Pujal, J. (1945). Historia dela Economía Española, Tomo IV. Barcelona: Bosch, Casa Editorial.
Caso González, J. M. (2002). Jovellanos. Barcelona: Ariel.
Castro, C. d. (1996). Campomanes. Estado y reformismo ilustrado. Madrid: Alianza.
Deane, P. (1987). La revolución Industrial en Inglaterra (Vol. The Fontana Economic History of Europe). (C. M. Cipolla, Ed.) Ariel.
Fernández Álvarez, M. (2001). Jovellanos, El Patriota. Madrid: Espasa Calpe.
Jovellanos, G. (1795). Informe de Ley Agraria. Madrid: Sociedad Económica de Madrid.
Lecuona Prats, E. (2004). La liberalización de la propiedad a finales del antiguo régimen. Málaga.
Llombart, V. (1992). Campomanes, economista y político de Carlos III. Madrid: Alianza.
Llombart, V. (2011). El pensamiento económico de Jovellanos y sus intérpretes. En I. Fernández Sarasola, E. Lorenzo Álvarez, & J. y. Ocampo Suárez-Valdés, Jovellanos, el valor de la razón (pág. 75 y ss.). Madrid: Trea.
Nadal, J. (1999). El fracaso de la Revolución industrial en España, 1814-1913. Barcelona: Ariel Historia.
Rodríguez Campomanes, P. (1765). Tratado de la regalía de amortización. Madrid: Imprenta Real de la Gaceta.
Sarrailh, J. (1957). La España Ilustrada de la Segunda Mitadl del Siglo XVIII. México: Fndo de Cultura Económica.
Vicens Vives, J. (1987). Historia Económica de España. Barcelona: Vicens Universidad.
Notas
[1] A pesar de la prudencia de nuestro patricio, recordemos que años después de la aparición del Informe se seguiría contra él el proceso incoado por el magistrado Andrés Lasauca, regente de la Audiencia de Oviedo, acusándole de leer libros prohibidos y de ser partidario de la “pésima filosofía del día”, en parte debido a los enemigos que, con la aparición del Informe, se había buscado en los grupos dominantes de poder (Fernández Álvarez, 2001). Igualmente, puede consultarse la biografía de Caso González sobre el mismo tema (Caso González, 2002). Por otra parte, conviene recordar que tanto el Informe de Jovellanos, como el Tratado de la regalía de la amortización, de Campomanes, pasaron al Índice de libros prohibidos en 1825 (Castro, 1996).
[2] http://web.frl.es/DA.html
[3] La razón amortizadora de la Iglesia era doble: la eternidad de sus fines y su carácter universalista. Para la nobleza también era sostener y eternizar su poder y riqueza; y, en tercer lugar, y para los concejos y municipios, la razón era, además de mantener un patrimonio estable que le permitiera llevar a cabo sus objetivos, mantener también su relativa autonomía (Lecuona Prats, 2004).
[4] Según el citado Informe, eran muchos los problemas a los que se enfrentaban todos aquéllos que pretendían un mayor desarrollo y crecimiento en la España de la segunda mitad del siglo XVIII que permitiese la mejora en la calidad de vida de los ciudadanos y el consiguiente engrandecimiento de la Corona y del Reino. El pensador asturiano los divide en tres clases de trabas u “obstáculos”: políticos, morales y físicos, esto es, derivados i) de la legislación, ii) de las opiniones y creencias y iii) de la naturaleza, proponiendo las medidas que él consideraba necesarias para su erradicación.
[5] Y es que, para Jovellanos: “En una palabra, que el único fin de las leyes respecto de la agricultura debe ser proteger el interés de sus agentes, separando todos los obstáculos que puedan obstruir o entorpecer su acción y movimiento” (Jovellanos, Informe sobre la Ley Agraria, 1795).
[6] En efecto, si se analizan los datos sobre la distribución de la renta nacional a principios del siglo XX, y del reparto de la población entre los distintos sectores productivos vemos que en España, durante los siglos XVIII y XIX no se produjeron los cambios que, iniciados en Inglaterra, cambiaron, entre otras cosas, la estructura industrial, demográfica y de riqueza de varias de las economías de la época.
Así, según estimaciones de J.A. Vandellós, citadas por el profesor Nadal, la renta nacional española, en el año 1914, estaba repartida de la forma siguiente: un 38,4 % de la misma era aportada por la agricultura y la ganadería; un 25,9 € por la minería, la industria y la artesanía y el resto, un 35,6 €, le correspondía al comercio, a las profesiones liberales, los empleados, los criados, las casas y los intereses del capital (excepto el invertido en la industria y el comercio). Por otra parte, en 1910, existían 4.220.326 empleados en la agricultura, silvicultura, caza y pesca, frente a poco más de un millón empelados en las minas, industria fabril y la construcción.