Las raíces tomistas del pensamiento liberal

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Hoy quisiera hablar de un tema que, a primera vista, podría parecer una contradicción: las profundas raíces del liberalismo en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino y la Escuela de Salamanca. A menudo, cuando pensamos en el liberalismo, nos vienen a la mente figuras de la Ilustración, como Locke o Montesquieu, pero lo que busco desvelar hoy es cómo ideas gestadas siglos antes sentaron bases cruciales para la noción contemporánea de liberalismo.

Para entender esto, debemos situarnos en el siglo XIII con Santo Tomás de Aquino, cuya influencia se extendió mucho más allá de su época. Su obra, especialmente su monumental Suma Teológica, proporcionó un marco filosófico y teológico robusto que sería fundamental para futuras generaciones. Aquí es donde entra en juego nuestra segunda protagonista: la Escuela de Salamanca. Esta escuela, compuesta por brillantes teólogos y juristas de los siglos XV y XVI, se consideraba a sí misma profundamente tomista, es decir, seguidora de Santo Tomás. Sin embargo, no hablamos de un tomismo rígido, sino de una reinterpretación y aplicación de sus principios a los nuevos desafíos del siglo XVI, como el descubrimiento de América, la expansión del comercio y la aparición del dinero. Fue en este contexto donde, casi paradójicamente, las ideas de Santo Tomás, filtradas y desarrolladas por la Escuela de Salamanca, sentarían las bases para conceptos que, con el tiempo, derivarían en principios fundamentales del liberalismo moderno.

La importancia de la Ley Natural

Imagina que estás en una clase de introducción a la economía, o simplemente conversando con alguien sobre cómo deberían funcionar las sociedades. A menudo, hablamos de derechos: ¿Tenemos derecho a esto o a aquello? ¿De dónde vienen esos derechos? Pues bien, la historia nos lleva a pensadores muy influyentes, que sentaron las bases para entender estas cuestiones de una forma que, aunque parezca antigua, resulta sorprendentemente relevante para el liberalismo actual, en este caso desarrollando varios principios tomistas.

Santo Tomás propuso algo llamado la Ley Natural. Piensa en ella como una especie de código moral y racional inherente a la naturaleza humana. No es algo que se escriba en un compendio legal, sino algo que podemos descubrir usando nuestra propia razón. Para él, esta ley era una parte de la ley eterna divina, pero lo crucial es que podemos acceder a ella y entenderla con nuestra propia capacidad de razonar. Es como si la naturaleza misma nos diera pistas sobre cómo debemos comportarnos y cómo deben organizarse las sociedades para prosperar.

Lo interesante de esta Ley Natural es que es universal e inmutable. Es decir, es válida para todos, en todas partes y en todo momento. No cambia con las modas o las costumbres de cada pueblo. Y aquí viene lo importante: esta Ley Natural, según Santo Tomás, es el fundamento de todas las leyes que creamos los humanos (lo que llamamos ley positiva). En otras palabras: las leyes que hacemos en nuestros parlamentos o gobiernos deberían estar en sintonía con esta Ley Natural. Si una ley humana contradice la Ley Natural, entonces, en el fondo, no sería una ley justa o correcta.

Pero la cosa no se detiene en Santo Tomás. Varios siglos después, en España, surgieron unos pensadores brillantes en la Escuela de Salamanca, figuras como Francisco de Vitoria y Francisco Suárez. Ellos tomaron las ideas de Santo Tomás y las llevaron un paso más allá. ¿Recuerdas que la Ley Natural es universal? Pues ellos aplicaron esto al ámbito de las relaciones entre diferentes pueblos y culturas, sentando las bases de lo que hoy conocemos como Derecho Internacional.

Estos pioneros del liberalismo moderno argumentaron que, precisamente por existir una Ley Natural universal, todos los seres humanos tienen derechos inherentes, algo revolucionario para su época, más si tenemos en cuenta que nació al amparo de la era de los descubrimientos. No importaba si eras cristiano o no, si eras de Europa o de América, si eras rico o pobre. Por el simple hecho de ser un ser humano racional, tenías derechos fundamentales. ¿Qué derechos? Pues el derecho a la vida, a la propiedad y a la dignidad, por ejemplo. Estos derechos no te los da un rey ni un gobierno; te los da tu propia naturaleza.

¿Y por qué es tan importante todo esto para el liberalismo moderno? Pues porque esta concepción de derechos universales, basados en la naturaleza humana racional, es uno de los pilares más fuertes del pensamiento liberal. La idea de que tenemos derechos fundamentales que deben ser protegidos y que los gobiernos deben respetar, es una herencia directa de estas ideas. Cuando hablamos de libertad individual, de propiedad privada o de la dignidad de cada persona, en el fondo, estamos bebiendo de estas raíces tomistas y salmanticenses.

Cuándo el rey no es absoluto

Ahora que tenemos clara la idea de la Ley Natural como ese código moral inherente a la existencia humana, podemos avanzar un paso más y ver cómo esta idea influyó en la forma de entender el poder político. Y esto es fundamental, porque el liberalismo, en su esencia, trata de limitar el poder en pos de proteger la libertad individual.

Piensa en los tiempos de Santo Tomás de Aquino. La figura del rey era inmensamente poderosa, casi divina para algunos. Sin embargo, incluso en ese contexto, Santo Tomás introdujo una idea que, aunque sutil para la época, era revolucionaria: el poder del gobernante no es absoluto. ¿Pero por qué? ¿Tuvo una revelación mística? Precisamente por la Ley Natural.

Según Santo Tomás, si existe una Ley Natural universal que podemos conocer con la razón, entonces el rey, por muy rey que fuera, también estaba sujeto a esa ley. Su autoridad no venía de la nada, sino que debía estar orientada al bien común. Es decir, el gobernante no podía hacer lo que le diera la gana; su función principal era gobernar de una manera que beneficiara a toda la comunidad, de acuerdo con los principios de la Ley Natural. Si el rey se desviaba de esto, su legitimidad empezaba a tambalearse.

Pero, como en el caso anterior, la Escuela de Salamanca llevó esta idea mucho más lejos y la hizo más explícita. Los pensadores salmanticenses, como Vitoria y Suárez, eran muy conscientes de la distinción entre el poder temporal (el del rey, el gobierno) y el poder espiritual (el de la Iglesia). Esta distinción ya era un paso importante hacia la idea de esferas de autoridad separadas.

Y lo que es aún más atrevido: llegaron a justificar la resistencia al tirano. Si un gobernante actuaba de forma flagrantemente contraria a la Ley Natural, oprimiendo a sus súbditos o violando sus derechos fundamentales (esos mismos derechos de los que hablamos antes), entonces la gente tenía el derecho, y quizás hasta el deber, de resistirse a ese tirano. Imagina el impacto de esto en una sociedad donde la desobediencia al rey se veía como un pecado gravísimo, en la que solía imperar aquello de que el gobernante estaba ahí por voluntad de Dios.

Aunque estas ideas nacieron en un contexto religioso, sus implicaciones políticas fueron enormes. Esta limitación del poder, basada en principios superiores a la voluntad del gobernante, sentó las bases para dos conceptos que son el corazón del liberalismo político:

  1. La soberanía popular: La idea de que el poder no reside en una sola persona (en este caso el rey) por derecho divino, sino que emana, de alguna manera, del propio pueblo. Si el rey está sujeto a una ley superior y puede ser resistido, ¿no significa eso que su poder depende de algo más que de sí mismo?
  2. El contractualismo: La noción de que el gobierno surge de una especie de contrato o acuerdo entre los gobernados y los gobernantes. Los gobernantes tienen autoridad, sí, pero bajo la condición de que respeten ciertas leyes y derechos. Si rompen ese contrato, pierden su legitimidad. Años después aparecería el contrato social y todo se volvería más complicado.

Así, aunque Santo Tomás y los pensadores de Salamanca no eran liberales en el sentido contemporáneo del término, sus ideas sobre la Ley Natural y la limitación del poder, incluso por motivos teológicos o morales, abrieron la puerta a un mundo de pensamiento donde la autoridad no es absoluta y donde los derechos individuales empiezan a tomar un protagonismo central. ¡Y eso es pura esencia liberal!

Pionero de valor subjetivo

Hemos visto cómo la Ley Natural estableció una base para los derechos y cómo limitó el poder de los gobernantes. Ahora, vamos a explorar una conexión fascinante entre la filosofía tomista, la Escuela de Salamanca y algo que te va a sonar muy familiar: la idea de que el valor de las cosas es subjetivo. Para Santo Tomás de Aquino, un pilar fundamental de la naturaleza humana era el libre albedrío. Es decir, la capacidad de los individuos para elegir, para tomar decisiones libremente. Esta no es solo una cuestión moral o religiosa; tiene implicaciones profundas en cómo entendemos las interacciones humanas, incluidas las económicas. Si somos libres para elegir, nuestras decisiones, nuestros deseos y nuestras valoraciones individuales importan.

Y aquí es donde la Escuela de Salamanca da un salto espectacular. Mientras muchos pensadores de la época estaban anclados en la idea de que el valor de un bien se basaba puramente en su costo objetivo (por ejemplo, cuánto trabajo costaba producirlo, una idea que reaparecerá siglos después con pensadores como Adam Smith y Marx), los salmantinos empezaron a mirar en otra dirección.

Ellos se dieron cuenta de que el valor de un bien no solo dependía de cuánto esfuerzo se puso en hacerlo, sino también de la estimación común de los hombres y de la utilidad subjetiva que las personas le asignaban a ese bien. Piensa en esto como algo muy intuitivo: ¿por qué un diamante es tan valioso? No es porque costó muchísimas horas de trabajo extraerlo (que sí), sino porque la gente lo desea intensamente, le atribuye un gran valor, y es escaso, es decir, estamos antes un supuesto de utilidad marginal. Por lo tanto su valor viene, en gran medida, de la valoración que le damos como individuos y como sociedad.

Esta es una noción embrionaria de valor subjetivo. Significa que el valor no es una cualidad inherente y objetiva de la cosa en sí, sino que se construye a partir de las preferencias, necesidades y estimaciones de los individuos. Y si el valor es subjetivo, entonces el precio justo en un mercado no puede ser algo fijado arbitrariamente, sino que debe surgir de la interacción entre la oferta y la demanda. Si mucha gente quiere algo (alta demanda) y hay poco disponible (baja oferta), su precio subirá. Si nadie lo quiere o hay una abundancia (alta oferta), su precio bajará. Esto es pura lógica de mercado.

¿Te suena esto a algo? Estas ideas, desarrolladas en los siglos XV y XVI, son la semilla de lo que siglos después florecería plenamente en el pensamiento económico liberal y, de manera muy prominente, en la Escuela Austríaca de Economía. Economistas como Carl Menger, Eugen von Böhm-Bawerk y Ludwig von Mises, ya en los siglos XIX y XX, harían de la teoría subjetiva del valor la piedra angular de su análisis económico. Para ellos, las acciones y valoraciones individuales son el punto de partida para entender cómo funcionan los mercados y cómo se forman los precios.

Así que, aunque no tenían pizarras interactivas ni modelos econométricos, estos pensadores medievales y renacentistas ya estaban intuyendo principios económicos fundamentales que hoy damos por sentados. El énfasis en el libre albedrío de Santo Tomás, combinado con la perspicacia de los salmantinos sobre la subjetividad del valor y la importancia de la oferta y la demanda, nos muestra una línea directa hacia las ideas liberales de mercados libres y la autonomía del individuo en sus decisiones económicas.

En definitiva, al recorrer el camino desde Santo Tomás de Aquino hasta la Escuela de Salamanca, descubrimos que las ideas fundamentales del liberalismo no surgieron de la nada con la Ilustración. Más bien, echaron raíces profundas en un terreno filosófico y teológico aparentemente distinto. Santo Tomás, con su poderosa articulación de la Ley Natural como un código moral universal y accesible a la razón, y su énfasis en el libre albedrío como una capacidad humana esencial, proveyó el andamiaje. Además, su concepción de un poder limitado, sujeto a principios superiores y orientado al bien común, estableció un precedente crucial.

Estos conceptos, aunque nacidos de una visión teológica del mundo, fueron el trampolín para que los brillantes pensadores de la Escuela de Salamanca innovaran de manera radical. Ellos expandieron la Ley Natural para fundamentar derechos universales inherentes a todo ser humano, incluso justificando la resistencia al tirano. Y en el ámbito económico, se atrevieron a considerar la subjetividad del valor, entendiendo que los precios justos emergían de la oferta y la demanda, y no de criterios arbitrarios. Así, mucho antes de que el término liberalismo existiera siquiera, estas mentes ya estaban gestando las semillas de la libertad individual, los derechos humanos, la limitación del poder estatal y los principios del mercado libre que hoy consideramos distintivos del pensamiento liberal.

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