Por Nicolás Sánchez. El artículo ‘España arde‘ fue publicado originalmente en FEE.
Algunas leyes apagan los fuegos; otras los encienden. En España, un país que ha dominado el arte de legislar contra la realidad, tenemos más de las segundas. Cada vez que se viola la propiedad privada y la responsabilidad individual se sustituye por la imposición estatal, los problemas se multiplican. El Estado tiende a cubrir una mala ley con una aún peor, como intentar apagar un incendio con gasolina.
Durante décadas, la Ley Forestal de 1957 impuso estrictos límites a la gestión privada de los bosques. Poseer un bosque no significaba decidir cómo usarlo: las actividades estaban rígidamente reguladas, y los usos sujetos a supervisión administrativa. La intención de la ley era mantener la tierra como “bosque” de forma permanente, cerrando la puerta a cualquier uso alternativo. El resultado fue una propiedad vaciada de contenido, donde los dueños soportaban las cargas pero disfrutaban de pocos beneficios legítimos.
Una gran parte de los incendios forestales en España son provocados deliberadamente. La Ley de 1957 no impedía automáticamente que la tierra quemada fuera recalificada o se le dieran otros usos. Mucho dependía de la discreción urbanística y de decisiones administrativas posteriores. En la práctica, esto abrió la puerta a sospechas de incendios intencionados, ya que una vez quemada, la tierra podía perder su valor forestal y ganar interés urbano o agrícola. Cada verano, mientras las llamas se extendían por los montes, las voces señalaban a intereses urbanísticos acechando detrás del humo. El caso más infame fue Terra Mítica, donde un incendio precedió a la recalificación de la tierra para construir el parque temático.
No se necesitaba una prueba contundente para que la idea arraigara en la opinión pública: el fuego podía ser el primer paso para los negocios. El problema es que, tanto para el rebaño de la opinión pública como para los legisladores, la solución nunca fue enfrentar la raíz del problema o dar a los propietarios la libertad de gestionar sus bosques sin necesidad de quemarlos. En lugar de eliminar los incentivos perversos y dejar que cada dueño cuidara y se beneficiara de su tierra, los legisladores eligieron el camino que mejor conocen: otro cerrojo legal.
La Ley Forestal de 2003 se presentó como la gran modernización del régimen forestal. En realidad, no resolvió el problema de fondo, ya que se mantuvieron y hasta se ampliaron las restricciones al libre uso de la propiedad. Los dueños aún no podían gestionar sus parcelas sin aprobación administrativa. El gran cambio fue la “regla de los treinta años”: si un terreno forestal se quema, no puede ser recalificado ni se le puede dar un uso diferente durante tres décadas. La lógica era que si no había beneficio después de un incendio, el incentivo para iniciarlo desaparecería. Sin embargo, esta medida solo cambió los incentivos. Nadie provocaría ahora un incendio para recalificar un terreno (algo que, de hecho, nunca se probó claramente), pero se abrió una nueva posibilidad: el sabotaje. Imaginemos una parcela en proceso de recalificación. Si un competidor quisiera bloquearla, bastaría con prenderle fuego. Si las llamas llegaran antes de que se terminara el papeleo, el proyecto estaría muerto por treinta años.
Los incentivos distorsionados para provocar incendios son solo una parte del problema. La otra gran consecuencia de las leyes forestales españolas no radica en por qué se inician los fuegos, sino en por qué se propagan con tanta violencia: décadas de restricciones legales han convertido los bosques en vastos almacenes de combustible. Lo que hace que estos incendios sean catástrofes nacionales no es solo que a veces son intencionados, sino que una vez que comienzan —ya sean naturales o provocados— se descontrolan a través de bosques abandonados por diseño.
Un incendio no crece solo de una chispa; necesita combustible. La biomasa seca, las ramas caídas y la maleza inflamable son los verdaderos impulsores del desastre. Esta acumulación no es accidental, sino el resultado de un marco legal que durante décadas ha fomentado el abandono. La Ley de 2003, lejos de resolver el problema, mantuvo las restricciones a la gestión del terreno e incluso las amplió. Limitó los usos permitidos (artículo 36) y exigió que cada acción pasara por planes técnicos y autorizaciones (artículo 37). Al mismo tiempo, impuso a los propietarios el deber de prevenir incendios y mantener sus terrenos en buen estado (artículo 48), mientras que hacía delito cortar, arrancar o incluso recoger leña sin autorización (artículo 67, secciones c y j).
Esto es un cúmulo de contradicciones: a los dueños se les dice que prevengan incendios, pero se les despoja de los incentivos para hacerlo, mientras se enfrentan a costos, papeleo y multas potenciales. Un bien que genera gastos pero no ingresos es un bien destinado al abandono. Durante siglos, esa limpieza nunca dependió de burócratas o subsidios, sino de prácticas espontáneas que beneficiaban tanto a los locales como a los dueños. Los pastores llevaban sus rebaños, los leñadores recogían ramas, y los vecinos recolectaban combustible para sus hogares. Todo esto reducía la biomasa mientras proporcionaba un uso legítimo. Hoy, esas prácticas son castigadas o enterradas bajo un sinfín de autorizaciones.
Incluso dejando de lado los incentivos perversos que la ley crea para provocar incendios, y dejando de lado el abandono que fomenta, queda un problema mayor: ¿Qué sucede después de que el bosque ya se ha quemado? Una vez que el fuego se ha propagado, la Ley de 2003 añade un obstáculo decisivo. Al imponer la regla de los treinta años, cualquier terreno quemado quedaba bloqueado, y todos los incentivos para restaurar lo que fue destruido desaparecían. La ley no hacía distinción entre un incendio natural, un accidente o un incendio provocado: todos eran igualmente condenados. ¿Qué propietario invertiría en recuperar un bosque que, por ley, tenía que permanecer estéril durante treinta años? En lugar de fomentar la regeneración, la ley produjo el efecto contrario: dejar el bosque abandonado y, por tanto, perpetuar la devastación.
Paradójicamente, en nombre de la protección ambiental, aquellos con el mayor interés en conservar la tierra han sido expulsados de ella. El resultado es un bosque que efectivamente no pertenece a nadie: ni a los propietarios, que no pueden gestionarlo; ni a los usuarios tradicionales, que ya no se benefician de él; y ni al Estado, que carece de los medios para cuidarlo. Este es el verdadero problema.
Así que cada verano el ritual se repite: helicópteros volando sobre nuestras cabezas, dramáticas imágenes en televisión, llamas imparables, bomberos exhaustos y políticos posando entre las cenizas. La escena se desarrolla año tras año, siempre con las mismas promesas de reforma y nuevas comisiones de estudio. Mientras tanto, la maleza sigue creciendo, seca y lista, esperando la próxima chispa. El fuego no esperará, y la ley no lo detendrá.