Autoayuda: el opio de la sociedad hiperconectada

Tags :
Share This :

Son muchos los discursos y textos en los que se habla de un mercado adulterado, intervenido, pervertido… una especie de organismo que no funciona. Pero en mi opinión, funciona a la perfección. El mercado no es un ente abstracto que tenga voluntades, intereses propios o pueda estropearse; no puede malfuncionar aquello que resulta de las preferencias de millones de consumidores. Obviamente, no quito razón a quienes señalan el uso fraudulento que los Estados hacen a través de sus legislaciones y las prácticas que las corporaciones afines hacen permitidas por esos Estados. Aunque, de igual forma, creo que muchos liberales y libertarios se centran solamente en diagnosticar la problemática desde una óptica teórica, y no moral.

Olvidemos por un momento a los políticos y esas grandes corporaciones. ¿Acaso no es ingenuo pensar que todas las decisiones de consumo son producto de la adulteración y perversión producto de las legislaciones estatales y las prácticas empresariales? Para mí, esta lectura se equivoca en el diagnóstico.

Señalamos constantemente los problemas de intervenir la vivienda, la energía, las pensiones, el suelo, la moneda… sí, y eso está muy bien, evidentemente. Sin embargo, apuntar a estos agentes como culpables únicos de la degradación moral actual que rige las decisiones de consumo, deja fuera del tablero al responsable de la mayoría de esas decisiones: el sujeto. El miedo a usar palabras como religión, ética o moral; o quizá por miedo a señalar algo como malo o bueno, desde muchas coordenadas liberales-libertarias se tiene cierto recelo a pecar moralistas, y hacemos bien en no querer parecerlo. Por desgracia, vemos diariamente los estragos que la moralina woke y posmodernista basada en el señalamiento indiscriminado causa diariamente. Y nosotros, a diferencia del resto, apelamos a la libertad con límite único en la intromisión del proyecto de vida ajeno, lo que, dicho sea de paso, no puede estar más en consonancia con mi marco de pensamiento. Vida, libertad y propiedad.

Pero creo que uno de nuestros problemas apunta a otra dirección: la falta de atracción y cercanía. Por lo que puedo atestiguar, poco se consigue diagnosticando problemas en lontananza o, simplemente, señalando entes sin existencia ontológica. Dicho de otro modo, para convencer hay que remangarse y señalar directamente qué prácticas y comportamientos son poco aconsejables desde una coraza moral propia… algo palpable si pretendemos llevarnos a alguien a nuestro terreno.

Decía aquella frase de Los Simpson: «no conquistas nada con una ensalada». Y puede parecer una broma, pero es cierto. Trayendo esta analogía a un contexto liberal-libertario actual: una de las problemáticas actuales es que muchos de los que forman parte de él no señalan con mayor vehemencia aquellas prácticas y costumbres que son dañinas y enemigas directas de nuestras ideas. También se debe ser claro, no estoy hablando de abogar por un discurso que busque prohibir todo comportamiento que no nos guste. Al contrario, se trata de explicar que para llevar nuestras ideas a buen puerto, no solo hay que señalar qué políticas son dañinas, sino qué comportamientos son indeseables o reprobables en la sociedad civil contemporánea en que habitamos. Pretender la reconversión interna de alguien señalando las malas prácticas económicas del socialismo sin plantear un sistema de valores como corsé alternativo es tan irreal –y a veces aburrido– como querer captar la atención del público con una presentación en PowerPoint.

No quiero parecer duro con aquellos que nos han abierto camino en los últimos años, mucho menos pasarme de listo, pero mucho me temo que debemos bajar al barro, dar la batalla. No solo vale con explicar los beneficios del interés compuesto, el ahorro o la toma de buenas decisiones empresariales. Eso es, básicamente, hacer política. Cuando antes he dicho que el mercado funciona a la perfección es porque así lo creo. Y lo hace porque no es sino un espejo moral de todas las decisiones de consumo de la sociedad. No puede fallar porque somos nosotros –y que se salve quien pueda– los que diariamente consumimos basura emocional, ideológica o estética, y eso es lo que en consecuencia se nos ofrece. Decir que el mercado se corrompe es entregar el individualismo metodológico y la preferencia revelada. Y es una cuestión que me parece de suma importancia. El miedo al moralismo ha dejado la idea de capitalismo, libertad y responsabilidad individual en manos de personajes grotescos que se parapetan en grandilocuentes discursos del estilo de «¿Cómo ser tu propio jefe?» y demás eslóganes capciosos que no hacen más que dar repelús –no cringe, como dicen ahora–.

Nada se ha roto en el mercado porque triunfen libros para hacerse rico en dos días, vídeos para superar la depresión en tres sencillos pasos en TikTok, o gurús que venden estafas exprés. Al contrario, todo está funcionando perfectamente y refleja la sociedad y las preferencias de esta. Pero hay que decirlo abiertamente: todo esto no forma parte de lo que nosotros profesamos. En este sentido, sí que creo que debemos pecar de moralistas, o al menos poner pie en pared: el gurú financiero de turno que expone coches y casas de lujo como objetivo último a conseguir es tan pernicioso para el capitalismo como cualquier socialista. No pasa nada, podemos –y debemos– decir que el mundo moderno está enfermo, y que no saldrá de su enfermedad si no se recuperan viejos valores que sabemos que funcionan.

En el mundo en que vivimos reina el desasosiego. Con la responsabilidad depositada en un tercero, o como animal legendario estatal, incluso aquellos que hablan de capitalismo y libre mercado viven supeditados a una checklist que completar como muestra de una vida plena. Un mecanismo diseñado para que la vida vaya a mayor velocidad de la que una persona puede soportar y en el que no cabe preocuparse por la responsabilidad, el sacrificio o la disciplina sino es ante el escaparate. Por lo tanto, ante la dictadura de la apariencia y el culto al consumo como sistema de validación social, no es de extrañar que hoy se presente ante nosotros una gran cantidad de personas mental y moralmente inestables.

El socialismo ha destruido las economías, pero quien ostenta la mayor parte de la responsabilidad de no haber construido individuos compatibles con la realidad es la sociedad civil. Aquella que ha claudicado de la responsabilidad de su libertad, la ha entendido como evasión y ha relegado la emancipación a un mero trámite en que eternos adolescentes ya no se rigen por las normas de casa de sus padres, sino por las normas del escaparate. Ante esto, y como síntoma grotesco del narcisismo comercializado, es que aparece un producto que ejemplifica el reflejo moral que el mercado nos devuelve: la industria de la autoayuda.

La autoayuda como producto del narcisismo contemporáneo

El individuo contemporáneo, infantilizado hasta el hastío, ha reinterpretado la libertad como un paraíso narcisista y ególatra. Tras la conquista de las libertades democráticas el fin de la historia parece haber llegado. El disfrute empedernido y la evasión de la realidad ahora se tornan imperativos, en detrimento de la responsabilidad y el sacrificio, que de haberlos, son entregados casi en su totalidad al celador habitual: el Estado. De esta forma, los individuos se despojan voluntariamente de toda capacidad para enfrentar conflictos que requieran de una mínima responsabilidad. Esto, y junto a la sumisión humana a la era de la inmediatez, los hace quedar a merced de un reflejo moral mercantil que solo puede proporcionar soluciones mágicas e instantáneas, pues es lo que se demanda. Y en tal contexto, es aquí que aparecen los manuales de salvación exprés para paliar las incapacidades de la sociedad actual.

El término autoayuda –palabras textuales de una simple búsqueda de navegador– se refiere al enfoque que permite a una persona resolver conflictos y dificultades de la vida, como aspectos emocionales, físicos, intelectuales o económicos, mediante esfuerzos autoguiados en lugar de asistencia profesional. En resumidas palabras, y verborrea aparte: la autoayuda disfraza de realización personal lo que siempre ha sido vivir la realidad de la vida adulta. En obras como Self-Help (1859) y Life and Labour (1887), Samuel Smiles ensalza el culto al trabajo, el crecimiento en virtud y la frugalidad como catalizadores para la forja de un carácter soluble ante las adversidades. Hoy, con los manuales de resiliencia y estoicismo exprés, se pretende adquirir disciplina tras visualizar un reel de treinta segundos en la red social de turno y ser la persona más sacrificada de la ciudad después de leer un artículo sobre los cuatro hábitos que llevaron a un youtuber al éxito. Placebos emocionales envueltos en papel de resistencia y estrategia baratas ante los pormenores de la vida. Una mutación del carácter fuerte a un culto exacerbado del yo patológico; dopado de autoestima barata, y preso de la egolatría como sinónimo de resiliencia. La ‘literatura’ resiliente no viene a construir carácter, sino a suplantarlo por una validación narcisista que se consume como cualquier otro producto.

Además, el concepto en sí es absurdo: nadie puede ayudarse a sí mismo sin herramientas y conocimientos externos de la realidad, por lo que a menor experiencia real con la misma, peor para él, pero mejor para el suyo beneficio del que vende el manual de autoayuda de turno que diría Mariano Rajoy. Pero dada la coyuntura actual, la autoayuda es un producto que responde a las preferencias de consumo a la perfección. Una sociedad en constante aceleración, sin tiempo para forjarse; conectada en lo digital y obsesionada con el yo, no hace más que aislarse de la realidad. Por lo tanto, tiene sentido que un ego desmedido, desconectado de todo lo que le rodea, acabe por necesitar de la idea de ayudarse a sí mismo para poder paliar el vacío moral en que se encuentra. Una sociedad cada vez más sobreestimulada, centrada en levantar muros alrededor de las peculiaridades que componen a cada uno y anestesiada por el divertimento y el consumo, pero que delega toda responsabilidad moral, ética y vital en la tramoya estatal o en entes abstractos como la autoayuda y sucedáneos varios. Una sociedad que se choca de bruces ante la soledad y el aburrimiento; cuando el jolgorio desaparece, los problemas del alma afloran.

Entonces resulta que, como si de adolescentes que disfrutan de la vida sin consecuencias se tratase, la sociedad actual se ha extirpado la capacidad para hacer frente a todo aquello que requiera madurez, sacrificio, experiencia o disciplina real. Se apela a la virtud democrática para definir lo bueno y lo malo, evitando así la propia capacidad crítica. Y mientras tanto, el Estado paternalista se dedica a gestionar una falsa sensación de libertad en la que el ocio y el consumo se convierten en la condición sine qua non para evitar enfrentar los problemas de verdad. Dicho de otro modo, el Estado solo necesita que la población lo pase bien pensando que es libre mientras él se encarga de pagar las facturas económicas y morales con lo que extrae a esa misma sociedad en adolescencia perpetua. Que los hijos lo pasen bien y que papá se encargue de lo importante, pero lo hará con lo que nos quita de la paga semanal.

Asimismo, otro escenario que ha proliferado con esta idea del divertimento y la exposición desmedida como únicas vías de libertad ha sido el de las redes sociales como escaparate. En un inicio, las redes sociales mostraban la virtud, lo ideal: una especie de ventana al narcisismo positivista –ese que también han puesto de moda las modernas y sofisticadas empresas actuales–. Aquellos que tenían, o aparentaban tener, una vida perfecta, la exponían de forma desacomplejada como sistema de compra de elogios y likes que les hicieran subir en el escalafón social. Pero esto, y previa democratización y abaratamiento de la tecnología, hizo que muchos otros aspirasen a esa vida perfecta, lo que provocó que el mercado produjera en masa productos de consumo enfocados al engrandecimiento del yo y la búsqueda de la validación que ahora todos merecían. Rápidamente, las redes se llenaron de personas que nos mostraban la perfección de su día a día ayudados de productos como el palo selfie, el aro de luz LED o una sujeción para que el teléfono captase a la perfección la sonrisa perenne de al que todo le iba bien. Una mercantilización de la vida ociosa a modo de ascensor social.

Con todo, y como ejemplo de la entelequia que es pensar que la realidad puede no ganar siempre, centrar toda nuestra libertad en el divertimento y la apariencia no hizo que la tristeza y la adversidad desaparecieran. Paralelamente a la mercantilización de las apariencias y las vidas perfectas en las redes, la envidia y el FOMO (fear of missing out; en español, ‘miedo a perderse algo’) entraron en plató. Estas figuras siniestras, resultado de mentes en constante comparación y malestar, han provocado un cambio de status social en los últimos años. Si antes se vendían sonrisas, ahora se vende la enfermedad del alma, las lágrimas, la autosuperación y la resiliencia exprés como síntomas de humanidad y cercanía. Y ante esto, el mercado –que es implacable– ha vuelto a operar con éxito: lo ideal y perfecto han sido desplazados por el culto a la patología, la tristeza y la superación. Porque quien no tiene nada más que su miseria, ahora también puede ser popular…

La virtud ha cambiado de bando. Ahora la capacidad de enfrentar banalidades, la ansiedad y la depresión copan el podio moral. La sociedad postadolescente, tal que incapacitada para superar cualquier contratiempo, pero sumida en un narcisismo sin igual, no solo siente como un éxito superar ‘obstáculos’ tan banales como un videojuego, sino que, además, la victoria debe hacerse saber a todos. Porque no hay realización sin validación ajena, ¿verdad?

Pero la autoayuda como sucedáneo médico para paliar el ego patológico y el culto a la fragilidad no sana, sino que hace a las personas esclavas de su propia enfermedad. Las ancla a un sistema diseñado por ellas para consumir y acumular productos de consumo rápido –hoy, enfermedades mentales autodiagnosticadas en la envidia y libros de superación barata–, y las aboca a una búsqueda eterna de soluciones rápidas que las aíslen de la realidad, depurando sus propias responsabilidades. Una especie de analogía moderna de las señoras mayores que compiten en el ambulatorio por ver quién está más enferma de las dos. Pero esta vez, expuestos en las redes, y recolectando puntos de validación social a golpe de lágrimas resilientes, virtuosa depresión y genuina ansiedad climática. La llegada del fastfood a los problemas mentales. Mientras tanto, los problemas de verdad y sus soluciones, para papá Estado o el gurú de turno. Porque hacerse cargo de eso uno mismo, no da tanta popularidad. Porque si no pueden gestionarse el sufrimiento y la tragedia porque dañan el ego, en caso de tenerlos mejor será exponerlos como modelo de virtud en el escaparate digital en que todos compiten por completar el álbum de cromos de las patologías mentales.

Una sociedad que confunde libertad con evasión

No vivimos en una era de individuos fuertes que se ayudan mutuamente, sino en un patio de colegio infinito en que cada niño necesita sentirse especial por sacar peores notas que el de al lado. Un adulto infante que dice no querer cambiar por nadie, pero necesita validar sus miserias ante todos y ser aceptado por las patologías que él mismo se ha provocado para poder pertenecer.

El yo contemporáneo colecciona patologías y sufrimiento como puntos de virtud. Se mueve en una escala social que ya no solo se mide en likes, ahora también en la capacidad para el autodiagnóstico de sus traumas.Un sujeto social profundamente preparado para diagnosticarse TDAH a través de reels y llorar en apoyo –y por ansiedad– de causas que suman puntos de validación, pero totalmente incapaz de tomar posesión de la responsabilidad que conlleva la realidad. Sobre este suelo, la autoayuda se edifica como justificación comercial de todas esas patologías autoinventadas. Un concurso de popularidad infame que se lleva por delante todo lo que hace a una persona soluble con la realidad, con consecuencias que se pagarán en un futuro no tan lejano como muchos piensan.

Pero tampoco debemos equivocarnos: quien sufre merece acompañamiento y cariño. Mi crítica gira en torno a la explotación del autodiagnóstico como producto mercantil y como seña personal e intransferible de la personalidad con un ego desmedido, pero roto. La autoayuda no emancipa, no libera. Al revés, obvia una parte fundamental del individuo funcional: la capacidad para madurar, reconocer errores y asumir las consecuencias de sus actos, pero sin necesidad de exponer esos ‘logros’ como virtudes intercambiables en el circo de la inmediatez social. Publico, luego existo. Esta nueva cosmovisión que convierte el virtuosismo en una carrera por ver quién sufre más no hace más que perpetuar la infantilización. La excusa del profe me tiene manía, pero traducida a una suerte de deuda divina que la realidad ha contraído con nosotros por el sufrimiento que nos provoca vivirla, por lo que debemos ser aplaudidos.

¿El resultado? Una sociedad que enferma más a cada libro que compra para superar un trauma, y engorda artificialmente el ego de quien publica con cada comentario de apoyo que recibe en su enésimo vídeo llorando porque no le dura la batería del iPhone.

En este contexto, la ideología diseñada por la justicia social ha encorsetado cada variable de lo que somos en categorías intransferibles, cada vez más concretas para diferenciarse y alejarse del otro, lo que explica el triunfo de estos discursos. Aquellos que abogan por que cada insignificancia que provoque estrés puede solucionarse al calor de una vela y leyendo un librito diseñado en exclusiva para quien lo lee. Luego, superada la bobada que le ha provocado tal ansiedad y sufrimiento, usted podrá tomar una bonita instantánea –fotos aesthetic las llaman– del lugar donde se produjo tal hazaña y hacer alarde de ello en las redes. Seguirá siendo totalmente incompatible con la realidad y la responsabilidad que la libertad conlleva, pero enhorabuena: su tablón de comentarios se llenará de comentarios que aplaudirán la valentía de haber luchado contra su dolor de una forma tan heroica…

Hoy nos encontramos ante una sociedad que entiende evasión por libertad, consumo por autonomía y patología por virtuosismo. Y el mercado, siempre a las órdenes de quienes lo conforman, produce artículos enfocados a satisfacer los delirios de quien está en caída libre. Y lo peor es que esta civilización, la del mayor número de incapaces e inadaptados sociales, y en otro alarde de su narcisismo infinito, también cree haber sido la primera en abrir el melón de las adversidades de la vida. Y no solo eso, sino que pretende también aleccionar a las generaciones que enfrentaron el fracaso y los contratiempos sin recurrir a un vídeo de siete pasos para superar la ansiedad social o la depresión postvacacional.

Paradójicamente, aquel que no cambia por nadie porque ‘así soy yo’, que colecciona patologías como cromos, y que necesita de un cine, una terraza en Lavapiés y un restaurante vegano para ahogar su FOMO y su Eco Ansiedad, es el que llama paletos ignorantes e incivilizados a quienes siglos atrás se enfrentaron a la realidad con sus manos y su sacrificio, desarrollando el mundo que, con sus luces y sus sombras, tenemos ante nuestros pies.

Pero, como siempre, y en contra de lo que muchos piensan, la historia nos ha obsequiado con grandes figuras, consejos y enseñanzas que pueden trasladarse a nuestro presente. Decía Sor Juana Inés de la Cruz en su poema En perseguirme mundo, ¿qué interesas? (1691):

Teniendo por mejor, en mis verdades,

consumir vanidades de la vida

que consumir la vida en vanidades.

Para Marx, la religión era el opio del pueblo; una felicidad ilusoria a la que se debía renunciar en favor de una situación que no necesitara de esas ilusiones. Hoy, el narcisismo, el FOMO y la autoayuda como colofón final, son el opio de los sujetos más hiperconectados de la historia, pero más aislados de la realidad. Individuos perpetuados en el infantilismo y huidos de su cita con la responsabilidad. Pero esto es, al fin y al cabo, lo que la sociedad demanda y lo que la autoayuda ofrece: no la libertad, sino permiso para no madurar y evadirse eternamente.

Adrián Ortiz
Author: Adrián Ortiz

"Adrián Ortiz es licenciado en Comunicación Audiovisual y cofundador, junto a Mario F. Castaño, de El Punto Ancap, un proyecto de pensamiento libertario que confronta las narrativas estatales desde la crítica cultural y la ética de la libertad."

Deja una respuesta