La historia económica ofrece, de cuando en cuando, lecciones que el presente se empeña en ignorar. Entre los siglos XVI y XVII, España había conseguido forjar un imperio que únicamente sería superado por los británicos en el s.XIX. La llegada masiva de metales preciosos procedentes de América transformó el sistema económico europeo y desencadenó en España una profunda revolución de los precios, esto es, una inflación en sentido austriaco. A lo largo de apenas un siglo y medio, el flujo de plata y oro multiplicó la masa monetaria y erosionó el valor del dinero, provocando un encarecimiento sostenido de los bienes y servicios sin un crecimiento real de la producción, amén de una caída en los salarios reales.
Así, los registros históricos muestran cómo los salarios nominales se estancaron mientras los precios subían de forma constante. Como era de esperar, el resultado fue una pérdida de poder adquisitivo de los trabajadores, un aumento de la desigualdad y una transferencia silenciosa de riqueza hacia quienes podían ajustar precios o renegociar rentas. Vamos, lo que se llamado Efecto Cantillon: los primeros en la distribución del nuevo dinero ganan a expensas de los que se encuentran al final del reparto. La inflación, lejos de favorecer la prosperidad, contribuyó al declive de la economía castellana y a la pérdida de competitividad de la Monarquía Hispánica en el conjunto de Europa.
El fenómeno, conocido como la Revolución de los Precios, fue el primer episodio inflacionario de gran escala documentado en la historia moderna, pero desde luego no el primero de la historia. Su causa principal no fue la escasez de recursos ni una guerra prolongada, como podría ser la guerra entre Gran Bretaña y la Francia napoleónica a comienzos del s.XIX, sino una expansión descontrolada de la oferta monetaria. En términos actuales, podría decirse que la política económica del Siglo de Oro confundió la abundancia de liquidez con la riqueza genuina. Mientras España producía algunos de los mejores literatos de la historia, su clase media se hundía en una diabólica espiral de caída de los salarios reales y aumento de los bienes de primera necesidad.
Cuatro siglos después, Europa parece repetir errores familiares. Los bancos centrales mantienen políticas monetarias expansivas que inyectan liquidez a un ritmo sin precedentes, mientras los gobiernos confían en el crédito y la deuda pública para sostener niveles de gasto crecientes. Las consecuencias, previsiblemente, no serán muy distintas: pérdida de poder adquisitivo, aumento de la deuda real y debilitamiento de la confianza en las instituciones monetarias. Únicamente una acumulación de capital mucho mayor no nos hace entrar en una verdadera catástrofe demográfica.
La experiencia histórica muestra que la inflación no es un fenómeno inocuo ni transitorio. Es, en esencia, un impuesto silencioso que castiga el ahorro, distorsiona los precios relativos y premia el endeudamiento. Siendo los Estados los agentes económicos más endeudados de momento, la conclusión es clara. Como en el Siglo de Oro, su efecto final es la transferencia de recursos desde quienes producen y ahorran hacia quienes gastan y se endeudan.
La prosperidad no se acuña en metal ni se imprime en papel. De esto saben, bastante en Argentina. Se construye sobre la estabilidad institucional, el respeto a la propiedad y la libertad económica. El oro y la plata de ayer, como el dinero fiduciario de hoy, sólo generan riqueza aparente si no van acompañados de disciplina fiscal y responsabilidad política. La historia del Siglo de Oro español no es una reliquia del pasado: es una advertencia viva contra la ilusión de que la inflación pueda alguna vez sustituir al trabajo, al ahorro y a la libertad.
Pueden encontrar el artículo totalmente gratis en: “The Inflationary Episode of 1603 in Light of the Austrian Economic Theory, 1501–1650”, publicado en International Journal of Financial Studies, vol. 13, n.º 2 (2025).


