Una gran mayoría de la población expresa su descontento con la tenencia de armas ya que para ellos representan inseguridad, muerte, crimen organizado… Pero nunca profundizan más allá de la superficie que nos han enseñado a todos desde niños: «Las armas son malas». Entendemos como malo todo aquello que tiene como uso principal el agredir, pero pocos individuos quieren entrar en el debate de que la palabra «arma», según la RAE, es el instrumento, medio o máquina destinado a atacar o a defenderse. Eso cambia bastante el relato ya que, un cuchillo de sierra, cuyo uso principal es cortar pan, puede destinarse en cierta situación a defenderse de un agresor. Pero muchos rehuyen de un debate mucho más filosófico de lo que piensan y como siempre, estarán encantados con las regulaciones y prohibiciones que les lleven a tener un concepto de seguridad total, en el que si no existen las armas, tampoco puede existir el crimen.
I. El ciudadano armado: un pilar contra la tiranía y el crimen
La vida, como escribió Frédéric Bastiat, es un derecho, y defenderla, al fin y al cabo, es ejercer nuestro derecho a ella. Al igual que la vida, la libertad y la propiedad son los otros dos derechos que completan los pilares en los que se debería sostener cualquier sociedad. El derecho de un individuo a defender su vida no debería estar supeditado a ciertas leyes que regulan la compra, tenencia o porte de armas, ya que a veces se nos olvida que los criminales las tienen, y tampoco cumplen con dichas regulaciones. El derecho que ese mismo individuo tiene a proteger su propiedad privada y su libertad no deja de ser importante, de ahí el hecho que podamos entender de forma filosófica que la tenencia de armas actúa como contrapeso ante el poder estatal, ya que el monopolio de la violencia no recaería en el Estado. Muchas cosas podremos decir de los Estados Unidos, unas buenas y otras no tanto, pero lo que podemos pensar es que muchos países del mundo son más propensos a virar hacia el totalitarismo que ellos, ya que aproximadamente el 40% de los hogares tienen al menos un arma. Cuando el que regula se corrompe, una población desarmada no tiene salida.
II. Evidencia y economía de la prohibición
Frente a la simplificación de que «más armas equivalen a más caos», la realidad empírica y la lógica económica nos ofrecen una perspectiva mucho más matizada. Las prohibiciones, lejos de erradicar el problema, a menudo generan efectos perversos, desarmando a los ciudadanos respetuosos con la ley mientras el crimen organizado se adapta y prospera en la sombra.
El crimen se adapta ante las regulaciones estatales, que lejos de proteger a la población cumplidora, beneficia al agresor. En un mercado negro, el criminal compara dos magnitudes: el coste de adquirir un arma ilegal (dinero, riesgo de ser detenido, tiempo, contactos), y el beneficio esperado de atacar a víctimas probablemente desarmadas (probabilidad de éxito, bajo riesgo de resistencia, botín). La prohibición podría encarecer ligeramente el acceso del criminal al arma —porque ya opera en circuitos ilegales, tiene contactos o usa armas artesanales—, pero reduce drásticamente la probabilidad de que la víctima esté armada. Resultado: el delito violento se vuelve más atractivo, porque mejora la relación riesgo/beneficio del agresor.
Siguiendo el mismo patrón de la Ley Seca o la guerra contra las drogas, el negocio pasa a manos de quienes mejor navegan la ilegalidad. Y cuando el mercado negro absorbe el coste de armarse pero la ley desarma a la víctima, el atraco se convierte en una apuesta más rentable. Esta dinámica no es uniforme: la violencia se concentra geográfica y socialmente. Barrios con presencia de mafias, economías sumergidas ligadas a drogas duras, baja disuasión penal y desestructuración familiar, como en Chicago o Baltimore, muestran tasas de homicidio muy superiores a zonas con alta tenencia legal pero tejido cívico fuerte. Utah o Wyoming, por ejemplo, mantienen algunas de las tasas de homicidio más bajas del país.
III. España y Europa: la política simbólica del desarme
España y la Unión Europea han optado por una estrategia de control exhaustivo sobre el ciudadano cumplidor mientras el crimen organizado opera con relativa impunidad. Licencias restrictivas, cupos de municiones, armeros homologados, renovaciones constantes: una maraña burocrática que proyecta la ilusión de seguridad sin atacar el núcleo del problema, dando por hecho, esa misma población seguidora de estas medidas, que ser inofensiva la convierte en segura. Se trata de una seguridad teatral, diseñada para tranquilizar únicamente esa opinión pública, no para defenderse del delincuente. El resultado es predecible: más trabas para quien respeta la ley, pero mismas rutas para quien la ignora.
El hecho de tratar al ciudadano como un riesgo por defecto es lo que caracteriza a nuestra sociedad hoy en día, el cortar por lo sano, que no deja lugar a manifestar ni un ápice de responsabilidad en los individuos. Esa presunción de irresponsabilidad es lo que precisamente exponemos los libertarios, coartar la libertad y posiblemente la irresponsabilidad de ciertos conciudadanos no puede ser éticamente superior que dejar atrás el paternalismo estatal y entender filosóficamente lo que conlleva poder defenderse de un criminal o de un Estado que torna hacia el totalitarismo, una libertad práctica que reduce la asimetría agresor-víctima.
Los regímenes totalitarios del siglo XX (nazis, fascistas, comunistas) fueron los que reforzaron y centralizaron el control de las armas para consolidar su poder, endureciendo selectivamente los permisos para usarlos como herramienta de represión:
Alemania nazi (1933-1945)
Ya existía un registro y control previo, heredado de la posguerra de la I Guerra Mundial. Ley de Armas de Weimar (1928). Hitler relajó algunas restricciones para alemanes «arios» de confianza —miembros del partido, funcionarios—, pero prohibió totalmente la tenencia a judíos y otros grupos considerados «indeseables». El resultado fue un desarme selectivo: una población leal armada y una población indefensa perseguida, facilitando deportaciones y el Holocausto.
Italia fascista (1922-1943)
Mussolini promulgó controles centralizados de licencias y registro obligatorio, con restricciones severas al porte y tenencia para civiles no afiliados al régimen, dando lugar a milicias fascistas armadas mientras se desarmaba a ciudadanos comunes.
España franquista (1939-1975)
Tras la Guerra Civil, se desarmó totalmente a la población republicana. Las licencias se volvieron restrictivas: solo cazadores, guardas rurales y afines al régimen podían tener armas. Esto dio lugar a una cultura de desconfianza hacia el ciudadano que persiste hasta día de hoy en la legislación española.
Unión Soviética (1917 – 1991) y bloque comunista (1945-1989)
Comenzó un control absoluto del Estado sobre las armas de fuego desde la Revolución de 1917. Prohibieron las armas casi totalmente a civiles; solo fuerzas de seguridad, ejército y élites del partido podían poseerlas, facilitando la represión masiva (Gulag, purgas) hacia una población desarmada.
Muchas legislaciones restrictivas actuales en Europa heredan estos mismos marcos normativos de entreguerras y posguerra, diseñados en contextos de miedo, control y reconstrucción estatal, sustituyendo la narrativa de «seguridad del régimen» por la de «seguridad pública», pero manteniendo la desconfianza estructural hacia el ciudadano armado.
IV. Responsabilidad ciudadana: cultura cívica y buenas prácticas
A pesar de que muy poca gente tiene licencia de armas en nuestro país, los que la poseen están sujetos a un sinfín de regulaciones por parte del Estado español. Normativas que, para la gran masa de la población, tienen un sentido aparente: límites de armas por licencia, restricciones a ciertos tipos, límites de munición o la obligatoriedad de custodia en armeros homologados.
Empezando por lo básico, en España no existe la capacidad de obtener un arma para defensa propia a no ser que se justifique excepcionalmente a través de la Licencia de Armas tipo B. Esta licencia autoriza la adquisición de una pistola o un revólver si el individuo demuestra un riesgo real y grave para su integridad, siendo normalmente concedida a jueces, fiscales, abogados, políticos o empresarios con amenazas probadas. Es decir, el Estado decide quién corre más peligro y concede esos permisos a unos pocos que, según su criterio, podrán enfrentarse de tú a tú a la amenaza. El resto de ciudadanos, por muy amenazados que se sientan, quedan desarmados y a merced de una respuesta estatal que a menudo llega tarde o nunca.
Muchas veces he escuchado las opiniones de ciudadanos ante la imaginación de una España con los permisos de armas de Estados Unidos y, normalmente, coinciden en los mismos puntos que cuando se debate de la magnitud o de la existencia del Estado: una profunda desconfianza en el civismo del resto de conciudadanos. Se asume que un país con leyes laxas en cuanto a tenencia o porte de armas generaría automáticamente tiroteos, amenazas y caos en las calles. Al igual que los impuestos se defienden por desconfiar de la caridad común, se defienden las prohibiciones en cuanto a las armas por evitar una hipotética situación de desorden diario.
Sin embargo, esta visión ignora que existen múltiples formas de generar caos sin necesidad de armas de fuego: arremeter contra la multitud conduciendo un vehículo, rociar gasolina mientras se prende fuego o incluso fabricar un cóctel molotov. No hay ninguna regla por la cual eliminando las armas de la ecuación pasamos a vivir automáticamente en un país seguro; de hecho, la inseguridad aumenta cada día en nuestras calles y los delincuentes ni siquiera necesitan armas de fuego para intimidar a la población. La prohibición solo desarma al cumplidor, no al criminal.
Suiza es un ejemplo claro de que una alta tenencia de armas y una baja criminalidad no son incompatibles. Aproximadamente el 28,6% de los hogares suizos posee al menos un arma de fuego, y muchos ciudadanos conservan en su casa el fusil de asalto del servicio militar obligatorio. Sin embargo, Suiza tiene una de las tasas de homicidios más bajas de Europa. La diferencia no está en la prohibición, sino en una cultura de la responsabilidad que incluye formación obligatoria, clubes de tiro extendidos, y un enfoque en la sanción de la negligencia real. El modelo suizo demuestra que un pueblo armado y formado es un pueblo seguro, no un lugar caótico.
Se hacen muchas suposiciones sobre el uso de armas para solucionar cualquier tipo de problema con un conciudadano, lo que implica que, para esta misma gente, cualquier disputa entre individuos escala automáticamente a la violencia física. Esto es rotundamente falso: el español promedio no es una persona violenta. Pueden existir discusiones, insultos e incluso, en el peor de los casos, llegar a las manos, pero terminar con la vida de una persona es algo monstruoso en comparación. Además, en un supuesto escenario de población armada, el atacante podría llevar una pistola, pero el individuo que se defiende, otra. Hay mucho que perder en una situación así para ambas partes, lo que precisamente incentiva la búsqueda de otras formas de resolver conflictos.
La verdadera seguridad, por tanto, no reside en la prohibición, sino en la responsabilidad individual y en una cultura cívica robusta. Esta seguridad debe darse primero en los hogares, donde ese adulto, dueño de una pistola, debería tener la suficiente responsabilidad para alejarla de sus hijos, sin necesidad de un Estado que homologue armeros, que restrinja municiones o que legisle sobre si se guarda junto a su munición o no. La sociedad infantilizada justificará hasta la última de las regulaciones ya que ellos mismos podrían ser los que se dejaran el revólver encima de la mesa del salón, a la vista de todos. Y al igual que la lejía, los cuchillos o los medicamentos no deberían estar sujetos a custodiarse en un armero, sí que deberían estar lejos del alcance de los niños, y eso implica responsabilidad. Porque unos verdaderos padres responsables, al igual que saben esconder sus preservativos u otro tipo de artilugios, deberían saber también esconder una pequeña pistola si les preocupa la seguridad familiar.
V. Libertad con responsabilidad, seguridad sin servidumbre
El derecho a la autodefensa es inseparable del derecho a la vida. Desarmar al ciudadano cumplidor no reduce el crimen; solo aumenta la superioridad del agresor hacia la víctima, y profundiza la dependencia de un Estado que, por definición, llega siempre después del daño ocasionado. La narrativa de «más armas provocarían más caos» ignora la evidencia empírica y la lógica económica. La violencia se concentra en contextos alejados de la población común: mafias, drogas, impunidad y desestructuración social, no en el número de armas legales. Las prohibiciones no desarman al criminal, solo privan al ciudadano responsable de los medios para defenderse.
La seguridad real nace de la responsabilidad individual y de una cultura cívica fuerte. Una sociedad formada por adultos capaces de custodiar, formarse y responder es infinitamente más segura que una sociedad infantilizada, desarmada y dependiente de promesas estatales. La historia del siglo XX nos enseña que aquellos regímenes totalitarios reforzaron el control de las armas para consolidar su poder y reprimir a las poblaciones indefensas. Si se mantienen esas bases de indefensión social, el camino hacia el totalitarismo puede ser incluso más sencillo que en el siglo pasado.
La libertad no solo se sostiene votando en unas urnas, también se sostiene con responsabilidad, formación y capacidad de resistencia. Un pueblo armado y preparado es un freno práctico y cultural a la deriva autoritaria y un garante de que la dignidad individual no quede a merced del monopolio estatal de la violencia.
Author: Mario F. Castaño
Mario F. Castaño tiene formación en Sonido y cursó estudios en Ciencias Económicas. Es cofundador, junto a Adrián Ortiz, de El Punto Ancap, un proyecto de pensamiento libertario que confronta las narrativas estatales desde la crítica cultural y la defensa del individuo frente al poder.
